10.5294/pebi.2018.22.2.1
Editorial
Gilberto Alfonso Gamboa-Bernal1
1 orcid.org/0000-0002-1857-9335. Universidad de La Sabana,
Colombia.
gilberto.gamboa@unisabana.edu.co
Muchas veces se ha dicho que mayo de 1968 fue un hito en la cultura contemporánea. Esa revolución, que no fue nada silenciosa, no se extinguió espontáneamente sino que sus efectos se siguen cosechando, aún en el siglo XXI.
Una de las determinantes originarias de la revolución de mayo del 68 fue una cuestión que podía parecer poco trascendente: los jóvenes de una universidad francesa destruyeron una torre para vigilar la separación de los dormitorios de hombres y mujeres, pues consideraban que esa construcción se oponía arbitrariamente a las manifestaciones que su sexualidad debía tener; de allí los revoltosos se trasladaron a la Universidad de Nanterre y luego a La Sorbona; se les sumaron jóvenes del barrio latino de París y luego obreros. Así la revuelta se propagó a toda Francia. La juventud manifestó su inconformidad con irrespeto, colmada de un espíritu de transgresión y de un deseo irrefrenable de subvertir el orden establecido, que desembocó en caos, en alboroto y en una huelga general que fue neutralizada por la fuerza pública (1).
El clima, que en poco tiempo se extendió a todo el orbe, estaba conformado por vientos nuevos de liberación, de emancipación y de ruptura con lo que se consideraban tabúes en las doctrinas antropológicas. El desorden de la festiva revolución desapareció, pero sus efectos no se hicieron esperar más allá de la frontera francesa (2). No hubo víctimas mortales, pero sí quedó sembrado un germen ideológico de muchas otras revoluciones que sí ha derramado ríos de sangre en varias latitudes; hubo una revolución en la cultura (3).
Con el marco del aggiornamento de la Iglesia católica, potenciado a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965), se dio otro hecho que está muy relacionado con ese germen inoculado en la cultura en mayo de 1968: ve la luz un documento magisterial, bajo la forma de Carta encíclica, que tiene por nombre Humanae vitae (HV). Este escrito va dirigido a la jerarquía eclesiástica, al clero y a los fieles laicos del orbe católico, y a todos los hombres de buena voluntad, como se afirma al inicio del documento, donde también se indica su sustancia: la regulación de la natalidad.
En las deliberaciones del Vaticano II ya había surgido el tema: una parte del episcopado mundial manifestó la posibilidad de cambiar la enseñanza del Magisterio eclesiástico sobre este; sin embargo, Pablo VI, con la entereza y el vigor propios del gran pastor a quien le interesa el bien y la felicidad de su grey y de la humanidad, no admitió esa sugerencia.
Pero desestimar la sugerencia no desembocó en un “archivar” la situación, sino que el Pontífice se dio a la tarea de dar una respuesta definitiva sobre el particular. Para ello retomó una comisión de expertos, que ya había creado Juan XXIII, donde no solo había teólogos, sino también médicos especialistas sobre esas materias, demógrafos y filósofos para conocer muy bien en qué consistía el problema, no solo desde la perspectiva antropológica, filosófica y teológica, sino también fisiológica, médica y demográfica.
La comisión, buenos hijos de su tiempo, redactó un informe (4) donde se recomendó que las prácticas anticonceptivas fueran aprobadas, no sin antes dar un juicio unánime y contundente sobre el respeto de la vida naciente y la oposición frontal al aborto.
Ya en el núm. 1 de la HV se hace referencia a que en la “actual transformación de la sociedad se han verificado unos cambios tales que han hecho surgir nuevas cuestiones que la Iglesia no podía ignorar por tratarse de una materia relacionada tan de cerca con la vida y la felicidad de los hombres”.
Pero “no ignorar” no equivalía a “dejar hacer”, y con una valentía inusitada Pablo VI, luego de hacer las respectivas consultas a buena parte de los obispos reunidos en el primer sínodo en octubre de 1967 (5), decidió desestimar las conclusiones de la comisión de expertos, sobre todo en lo que a la contracepción se refería. Se redactó una primera versión de la HV que tuvo que ser retirada, pues el lenguaje que se utilizó en las traducciones del texto original en latín no reflejaba con precisión todo lo que la doctrina magisterial pretendía recordar y enseñar, y se vio oportuno darle un enfoque diferente al inicialmente aprobado: se había preferido una orientación pastoral y faltaban más elementos filosóficos y antropológicos (6).
La versión definitiva fue puesta a disposición del mundo el 25 de julio de 1968, pero no fue adecuadamente acogida, incluso por una parte del episcopado, y se produjo una verdadera tempestad en su contra (7). Fue muy llamativa la postura divergente que tuvieron dos teólogos alemanes en relación con la manera de entender la Iglesia y los efectos del aggiornamento, y la misma HV, cuyo veredicto ha señalado la historia: el teólogo Ratzinger que es hoy Papa emérito, y Bernhard Häring, que murió suspendido para enseñar en universidades católicas.
El primero vio como una de las causas de la “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” típica de los años cercanos a 1968, que generó las malas interpretaciones de lo planteado en el Vaticano II, las concesiones al relativismo, que duda de la capacidad del hombre para encontrar la verdad y que prefiere inventarla o crearla él mismo (8). El segundo enseñó una “nueva” moral, donde imperaba la ética de la situación y la contracepción tenía sentido y cabida (9).
Se toleró “la disidencia sobre un tema respecto al que [Pablo VI] había hecho unas declaraciones solemnes y autorizadas, con la esperanza de que llegase el día en que, en una atmósfera cultural y eclesiástica más calmada, la verdadera enseñanza pudiera ser apreciada” (10). Pero no solo se toleró, sino que también se privilegió la disidencia como signo de “madurez o prestigio teológico”, sobre todo en los medios de comunicación.
Esta disidencia tuvo eco en la prensa hablada y escrita pues parecía estar alineada con los nuevos vientos que se originaron en mayo del 68: el ser humano, por la madurez alcanzada, podía tomar en sus manos la naturaleza y modificarla según sus intereses y también según sus apetitos; la mujer podía liberarse del lastre que suponía la maternidad; y varón y mujer podían disfrutar del placer sexual en plenitud.
La intervención sobre la fisiología reproductiva humana se dio por la fabricación de la píldora anticonceptiva que se produjo por esos mismos años. Quien estuvo detrás de este hecho fue Margaret Sanger, que buscó la financiación para que un grupo liderado por Gregory Pincus y John Rock investigara sobre el tema desde 1951 (11), pues estaba convencida de la necesidad de que la mujer tomara las riendas de su capacidad reproductiva. De manera paralela se empezaron a sintetizar sustancias que tuvieran actividad hormonal, y el mexicano Luis Miramontes logró producir la norethynyltestosterona, base química de las primeras píldoras anticonceptivas.
Es importante dejar claro que el descubrimiento de la píldora no fue motivado por una razón médica –aunque fue aprobada inicialmente por la Food and Drug Administration (FDA) como medicamento para regular el ciclo menstrual–, sino ideológica y cultural: la mujer debía separar la maternidad del ejercicio de su vida sexual. Comentando el papel que jugó John Rock en este tema, años después Malcolm Gladwell afirmó que “no había y no hay ninguna razón médica para esto” (12).
Aquello que inicialmente pareció un gran paso en la liberación de la mujer, ardientemente impulsado por el feminismo y financiado por la Planned Parenthood of America, luego se extendió al ámbito demográfico: si es posible controlar la ovulación, también es posible controlar la población, y los grupos neomaltusianos abrazaron con brío el nuevo adelanto científico, que ha sido ampliamente acogido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) (13).
A la revolución sexual se sumó por esos años el resurgimiento del fantasma de la superpoblación y los riesgos para el futuro de la humanidad que ese fenómeno debería llevar consigo, determinado por la desproporción entre el incremento de la población y de los recursos para alimentarla: mientras la primera crecía exponencialmente, lo segundo lo hacía solo aritméticamente. Con la píldora se encontraba entonces la solución para dos problemas que aquejaban al mundo a mediados del siglo XX: la emancipación en el terreno sexual y la intervención para frenar el crecimiento demográfico.
Con estos antecedentes y situación histórica, Pablo VI decide publicar la HV que, bien sabía él, no iba a ser digerida con facilidad ni por una parte de la jerarquía de la Iglesia, ni por los medios de comunicación y (bajo la influencia de ellos) tampoco por la opinión pública. El texto de la HV (14) cuenta con poco más de 7.000 palabras, distribuidas en una introducción, tres capítulos y un llamamiento final, con 31 puntos y 41 referencias bibliográficas. En el contenido de la encíclica resaltan los conceptos que se señalan a continuación.
Introducción
La transmisión de la vida humana es un deber gravísimo que comporta alegrías y no pocos problemas para los esposos, y que ha planteado siempre serios problemas de conciencia. El momento histórico de transformación de la sociedad incluye cambios que generan nuevas preguntas sobre el tema (HV 1).
I. Nuevos aspectos del problema y competencia del Magisterio
Se reconoce el temor y la angustia frente al incremento demográfico; el cambio de estatus de la mujer en su personalidad y de su rol en el mundo; y del valor del amor matrimonial y del significado de los actos propios que lo manifiestan. El progreso ha desembocado en un dominio global que incluye al ser humano mismo (HV 2).
Se recuerda que la competencia del Magisterio incluye los temas de ética sexual, ya que están vinculados estrechamente con la felicidad del ser humano y su destino eterno, y signados por la ley natural y la Revelación divina (HV 4).
II. Principios doctrinales
Cualquier asunto humano ha de ser examinado desde una perspectiva global: natural y terrena, por un lado; y sobrenatural y eterna, por otro. El matrimonio es una iniciativa divina para realizar el designio del amor del Creador en los seres humanos. Los actos conyugales apuntan al mutuo perfeccionamiento personal, a colaborar en la generación y educación de nuevas vidas humanas. Para los bautizados, además, el matrimonio es un sacramento (HV 7 y 8).
El amor conyugal es humano, donde se implica toda la persona, es sensible y espiritual; convierte a los esposos en un solo corazón y una sola alma, para alcanzar su perfección humana. Ese amor es total ya que no admite reservas ni cálculos egoístas, y es indisponible, es decir, que incluye la fidelidad y la exclusividad hasta la muerte. Además, se trata de un amor fecundo, que se prolonga en vidas nuevas (HV 9).
La paternidad responsable se soporta en las leyes biológicas que hacen parte del ser humano, y comporta el dominio necesario sobre la capacidad de dar vida; se deben tener en cuenta las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales para decidir en conciencia si tener una familia numerosa o limitar el número de hijos cuando hay graves motivos y respetando la ley moral (HV 10).
Aunque las leyes y los ritmos naturales de la fecundidad humana por sí mismos distancian los nacimientos (de cada unión no se sigue una concepción), todo acto conyugal debe quedar abierto a la transmisión de la vida, sin que se fracturen los significados propios del acto conyugal: el unitivo y el procreativo (HV 11 y 12).
Son vías ilícitas para la regulación de los nacimientos: la interrupción del acto conyugal, el aborto procurado, la esterilización y cualquier medio que haga imposible la procreación. Se debe aplicar bien la doctrina del mal menor y tener en cuenta que una vida conyugal fecunda no puede encubrir un acto conyugal hecho voluntariamente infecundo, ya que siempre ese acto será intrínsecamente deshonesto (HV 14).
Sin embargo, es lícito el uso de medios terapéuticos para curar enfermedades relacionadas con la capacidad generativa, aunque puedan generar impedimentos para la concepción, siempre y cuando esos inconvenientes no sean directamente queridos (HV 15).
También es lícito utilizar los periodos naturalmente infecundos con el fin de espaciar los nacimientos, siempre y cuando existan serios motivos de salud física o psíquica, o de circunstancias exteriores examinados en conciencia por los cónyuges. Hay una diferencia esencial entre el uso de medios naturales y no naturales para evitar o espaciar los nacimientos: en el primero se acude legítimamente a una disposición natural; en el segundo se impide el desarrollo de los procesos naturales, aunque en ambos casos la intención sea honesta, seria y tomada en conciencia (HV 16).
Las consecuencias de la utilización de medios artificiales de regulación de la fertilidad son graves: infidelidad conyugal; degradación general de la moralidad, sobre todo en los jóvenes; pérdida del respeto por la mujer y utilización como medio de goce egoísta; las autoridades públicas y los gobiernos tendrían en sus manos una arma peligrosa vista como solución fácil para manejar problemas de la comunidad, o de imposición de un método anticonceptivo de preferencia, con la correspondiente intromisión de la autoridad pública en la intimidad conyugal y familiar. Existen unos límites que son infranqueables ante la posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones, que a ningún individuo, privado o revestido de autoridad le es lícito transgredir (HV 17).
Como la Iglesia no ha sido la autora de las leyes naturales, no puede ser su árbitro; su misión, en este tema, se reduce a ser solamente su depositaria y su intérprete, sin poder jamás declarar lícito lo que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien del hombre. La Iglesia defiende así la moral conyugal en su integridad; sabe que contribuye a la instauración de una civilización verdaderamente humana, ya que ayuda al ser humano a no abdicar de la propia responsabilidad al someterse a los medios técnicos, y defiende así la dignidad de los cónyuges (HV 18).
III. Directivas pastorales
Esta doctrina podría parecer a muchos difícil de llevar a la práctica, cuando no imposible; pero el Creador ayuda con su Gracia a que sea realizable, aun cuando comporta esfuerzos y empeño individual, familiar y social, propios de las realidades que son grandes y benéficas (HV 20).
El dominio de sí mismos, mediante el ejercicio de la razón y de la voluntad libre, permite a los esposos una práctica honesta de la regulación natal, apoyada en sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y la familia. Ese esfuerzo y disciplina tienen un influjo benéfico para los cónyuges que los lleva a desarrollar su personalidad, aporta a la vida familiar serenidad y paz, facilita la resolución de los problemas, favorece la atención hacia el otro cónyuge, ayuda a superar el enemigo del verdadero amor (el egoísmo) y da sustento a su sentido de responsabilidad. Todo esto redunda en la eficacia para educar a los hijos (HV 21).
El bien común de la convivencia humana demanda responsabilidades precisas, también en los educadores y los medios de comunicación, para que haya un clima favorable a la formación en la castidad. Para defender los bienes supremos del espíritu humano es necesario reaccionar y no intentar justificar la excitación de los sentidos, el desenfreno de las costumbres, la pornografía, los espectáculos depravados, aun cuando se argumente que las autoridades públicas dan libertad en estas materias (HV 22).
Como primeros responsables del bien común, las autoridades públicas y los gobernantes pueden salvaguardar las costumbres morales: no permitir que se degrade la moralidad de los pueblos; no aceptar que se introduzcan legalmente en la célula fundamental, que es la familia, prácticas contrarias a la ley natural y divina. Por el contrario, pueden y deben contribuir a la solución del problema demográfico mediante una cuidadosa política familiar y una sabia educación de los pueblos, que respete la ley moral y la libertad de los ciudadanos (HV 23).
Los científicos pueden investigar sobre los medios para lograr una honesta regulación de la procreación humana (HV 24).
La vocación al matrimonio lleva a los esposos a cumplir sus propios deberes, cooperando con el amor de Dios a través del ejercicio de su propio amor. No están solos en esta tarea: la Iglesia, al dispensar los dones de Dios a través de los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia, ayuda a llevar a plenitud la vida conyugal (HV 25).
Los esposos pueden comunicar su propia experiencia a otros matrimonios, a fin de constituirse en sujetos de una nueva e importantísima forma de apostolado (HV 26).
Los agentes de la salud, al saber anteponer las exigencias de su vocación cristiana por encima de todo interés humano, se han de preparar científicamente para poder promover soluciones inspiradas en la recta razón y en la fe, y dar a los esposos que los consultan sabios consejos y directrices sanas que de ellos esperan con todo derecho (HV 27).
Los sacerdotes, como consejeros y directores espirituales, han de exponer sin ambigüedades la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio; deben ser intransigentes con el mal, pero misericordiosos con las personas, y acompañarlas siempre con la paciencia y la la bondad. Deben enseñar a los esposos el camino necesario de la oración, prepararlos para que acudan con frecuencia y con fe a los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia, sin que se dejen nunca desalentar por su debilidad (HV 28 y 29).
Los obispos también deben trabajar por la salvaguardia y la santidad del matrimonio para que sea vivido en toda su plenitud humana y cristiana: esta misión es una de sus responsabilidades más urgentes en el tiempo actual (HV 30).
Llamamiento final
Todos estamos llamados a una gran tarea sobre la educación, el progreso y el amor, fundamentada en la doctrina de la Iglesia. Una obra grande para el mundo y para la Iglesia, pues el ser humano no puede hallar la verdadera felicidad, más que en el respeto de las leyes grabadas por Dios en su naturaleza, y que debe observar con inteligencia y amor (HV 31).
El nacimiento de la Bioética es coetáneo con este fenómeno contestatario de la historia contemporánea, y el tema general sobre el que se centra este escrito puede ser comentado desde la perspectiva bioética.
Una primera reflexión podría ir en la línea de la investigación que dio origen a la píldora. Es llamativo que las primeras fases de la investigación en humanos se hicieran en países como Haití, Puerto Rico y México, donde la regulación sobre este tipo de actividad no existía; que fuera presentado para aprobación en Estados Unidos como un fármaco para tratar la disfunción menstrual, y solo después como una forma de contracepción (15). También son interesantes los silencios sobre los efectos secundarios que producía la píldora, habida cuenta de la gran carga hormonal que contenía; si ahora que se utilizan microdosis de esteroides y progestágenos se producen efectos secundarios, cómo sería en ese momento, cuando las cantidades de los principios activos superaban ampliamente la tolerabilidad del organismo humano (16).
Es muy sugestivo que no se mencionara el efecto abortivo que tiene la píldora, y que ha sido demostrado hasta la saciedad, incluso con el desarrollo de la “píldora del día después” (17), una de las últimas variantes del avance químico en esta materia (18).
Los efectos secundarios en las mujeres que consumen los anovulatorios orales, se inyectan o implantan fármacos contraceptivos, aunque han disminuido, están lejos de desaparecer y hay condiciones médicas que los contraindican absolutamente (19). Luego de consumir los contraceptivos por mucho tiempo se incrementa el riesgo de desarrollar diversos tipos de cáncer (20), y es muy laboriosa la tarea de quedar en embarazo.
Pero la píldora no solo ha tenido efectos en el organismo femenino; también es innegable su efecto en la sociedad y la cultura. Para muchos ha sido la máxima conquista del feminismo y de la ideología de género: el empoderamiento de la mujer, su liberación del yugo masculino, el poder programar o suprimir la maternidad por razones laborales o académicas, siempre soportadas por una autonomía inédita, vehemente y de rápido crecimiento (21). Con ello, el ingreso de la mujer al mundo laboral estaba asegurado y su independencia del varón garantizada.
Pero otras realidades menos positivas también acompañan la presencia de la píldora en el panorama mundial: el enriquecimiento desaforado que han tenido las empresas farmacéuticas, ya que este es un negocio sumamente lucrativo (22); los indicadores de salud pública relacionados con el número de abortos (23); la prevalencia de infecciones de transmisión sexual (ITS) (24) ha sido creciente, y el VIH-SIDA no disminuye lo suficientemente rápido (25), al igual que los índices de divorcios, infidelidades, consumo de pornografía, acoso sexual; el asumir que el criterio de la mayoría basta para que se califique éticamente una acción; la cauterización de la conciencia ética, que se muestra incapaz de distinguir el bien del mal (26), entre otras.
Antes no se hacían distinciones sobre el deseo de los padres en relación con los hijos; ahora se tiene una nueva categoría de hijos: “los no deseados”, que como pueden llegar en un momento inoportuno si la píldora falla, también pueden ser puestos de lado mediante el aborto o sencillamente ser discriminados.
Las bajas tasas de fertilidad se siguen extendiendo en el mundo, no son privativas de la “vieja Europa”. En Estados Unidos es también ahora un problema preocupante (entre 2016 y 2017 la tasa de fertilidad bajó en un 3%) (27) que no se puede endilgar solamente a los efectos de la Gran Depresión, y que, sobre todo, no es pasajero sino permanente. Un estudio reciente (28) muestra que la tasa de fertilidad de 1,7 en Estados Unidos es causada principalmente por cuatro factores: una tasa de natalidad decreciente entre los hispanos, una proporción cada vez mayor de mujeres con títulos universitarios, una tasa de natalidad decreciente entre las personas que no pertenecen a una organización religiosa, y un aumento en la relación salarial mujer-hombre.
Con la perspectiva de medio siglo es posible adelantar algunas conclusiones sobre la oportunidad y el contenido de la HV. En los últimos cincuenta años, el avance en todas las ciencias ha sido notable y acelerado, entre otras cosas también gracias a las ciencias informáticas que en breve tiempo manejan y gestionan tal cantidad de datos, que en la primera mitad del siglo XX habría sido utópico solo pensarlo.
La píldora y, en general, los fármacos, dispositivos y técnicas que se utilizan para la contracepción o la esterilización en la especie humana son un ejemplo más de ese “adelanto”. Sin embargo, esos avances parecería que están mal enfocados, pues se piensa que con la difusión de la anticoncepción y del aborto se hace un bien a la humanidad y los logros en estas materias son sinónimo de progreso, desarrollo y altruismo (29).
Pero los efectos en la sociedad y en las personas contradicen frontalmente ese falso optimismo filantrópico: se profundizan las raíces de una cultura de la muerte (30); la población se envejece; la condición humana se radicaliza en su egoísmo; la exclusión, el descarte y la aporofobia siguen tomando fuerza; la conciencia ética se deforma y erosiona cada vez más; los cambios socioeconómicos presionan para que se adopten políticas antinatalistas; hay una creciente manipulación del ser humano por parte de la técnica y de la biotecnología; al eliminarse los límites naturales del sexo se llega al hastío, que puede estar en el origen de variaciones o sucedáneos que lo hagan más interesante, a través de nuevas y diferentes “sexualidades” (31); el placer sexual se ha separado del amor y de la responsabilidad (32); se ha incrementado la promiscuidad sexual y la incidencia de infecciones de transmisión sexual (ITS), también en los adolescentes (33), etc.
Por otro lado, el progreso en los métodos que respetan la naturaleza sería mayor si una parte de los dineros que se destinan para la investigación de esos fármacos fueran reservados al desarrollo de técnicas acordes con la dignidad de la persona y de la institución matrimonial, a profundizar en las causas de la infertilidad y de la esterilidad, para evitar recurrir a las técnicas de reproducción asistida (TRA), que también tienen serios problemas éticos.
A pesar de lo anterior, los métodos naturales ya no se circunscriben solo al “método del ritmo de Ogino-Knaus”, o mal llamado “método de la Iglesia”, sino que también en ellos se han dado avances apreciables, que ayudan positivamente y con eficacia a vivir la continencia periódica (34): el mejor conocimiento de los signos femeninos de la fertilidad como el método sintotérmico; la forma de medir los niveles hormonales, no solo en sangre, sino también en saliva (35) y orina; la naprotecnología (36); el método Billings y su desarrollo posterior con el modelo Creighton (37), desarrollo de Apps (38) y aplicaciones móviles basadas en el conocimiento de los periodos de fertilidad (39), biosensores para medir la ventana fértil (40), etc. Es decir, lo planteado en el núm. 24 de HV es una realidad.
Sin embargo, hay que hacer una precisión. Vivir lo que plantea la HV no se agota en el uso de uno de estos métodos: si el matrimonio los utiliza con mentalidad antivida o anticonceptiva, sin que existan razones de peso para espaciar los nacimientos, ese acto conyugal se hace intrínsecamente deshonesto, por la intención que tienen los cónyuges (41). Cualquier método, si se desvincula de la ética objetiva del acto conyugal, se convierte en contraceptivo y, por tanto, contrario a lo planteado en la HV (42).
Aunque podría pensarse que el capítulo III de la HV (Directivas pastorales) estaría ajeno a las reflexiones bioéticas, en esos números se encuentran unos conceptos que se han mostrado siempre actuales y, en sentir de muchos, providenciales.
El carácter anticipatorio o profético que tiene la HV se empezó a captar ya durante sus primeras décadas de vida. Cuando cumplió 25 años, un grupo de especialistas hizo esta afirmación que documentaron profusamente. El volumen, que lleva por título Why Humanae Vitae Was Right: A Reader (43), reúne 21 artículos y ensayos donde sus autores muestran que Pablo VI, no solo tuvo razón en lo planteado en la HV, sino que afirman que también fue profético. La editora de este libro es Janet Smith, y recoge escritos de William E. May, John M. Finnis, Elizabeth Anscombe, Dietrich von Hildebrand, Carlo Caffara, Cormac Burke, Ralph McInerny, John Kippley y Paul Quay, entre otros.
Veinte cinco años después, el mundo globalizado muestra evidencias de esta misma característica: Pablo VI anticipó los errores prácticos que se seguirían a planteamientos conceptuales antropológicos erróneos o equivocados: la inversión de las pirámides poblacionales, que ocasiona el invierno demográfico en muchos países del mundo; el irrespeto por la mujer, considerada como un objeto de uso y abuso en materia sexual y comercial; la estigmatización de la maternidad; el incremento de la infidelidad conyugal y del divorcio; la banalización del ejercicio de la sexualidad hasta un plano puramente lúdico; el empobrecimiento del acto sexual, que deja de ser conyugal cuando falta la donación plena al otro (44); los negocios de entretenimiento erótico, de explotación sexual y trata de personas; la difusión de la ideología de género, que destruye la familia (45); el miedo que se tiene a los hijos, o su consideración como estorbo, o su no apreciación como don sino como derecho, etc.
Es decir, cuando se hace referencia a la contracepción directamente querida, se habla de acciones intrínsecamente malas con independencia de las circunstancias en las que se producen (46); y los contenidos de la HV son pautas inmutables, de validez universal y permanente, que previenen esos errores prácticos y la mentalidad anticonceptiva que pretende soportarlos (47).
En varios documentos magisteriales –las encíclicas Veritis splendor y Evangelium vitae, y la exhortación apostólica Familiaris consortio– san Juan Pablo II muestra las razones por las cuales la Iglesia sostiene una doctrina determinada en materia sexual (48), enseñanzas que desde el magisterio anterior ya eran definitivas (49). Queda claro que unas conductas están mal, no porque así lo diga la Iglesia, sino que la Iglesia lo afirma porque reconoce la maldad intrínseca de ellas y su falta de adecuación al orden inscrito en la propia naturaleza del ser humano (50). No es posible entender a cabalidad estos planteamientos si se carece o no se entienden las bases antropológicas de la relación varón-mujer, y las expresiones del amor humano, perfectamente explicadas en los documentos citados.
Los siguientes principios básicos son indispensables para entender, interpretar y emplear adecuadamente las enseñanzas y exigencias contenidas en la HV, siempre y cuando sean aplicados a cabalidad (51): principio de inseparabilidad, principio de causa de doble efecto o voluntario indirecto, principio de totalidad y principio del mal menor. Así será posible entender que la valoración ética negativa de la contracepción no se soporta en su carácter artificial, sino que se fundamenta en su inhumanidad, ya que separa la capacidad del ser humano de ser causa de vida, de la capacidad de dominar la inclinación sexual por la razón y la voluntad, cuando un motivo de responsabilidad está presente; es decir, la malicia de la contracepción está en negar la virtud moral (52).
Parece llegada la hora de saber apreciar la HV como un faro que aporta sentido, pero también desafío: a una humanidad que añora el humanismo; una feminidad que clama por maternidad; una implosión demográfica que demanda una explosión de generosidad, que conjure el egoísmo; a la profunda y arraigada creencia de que el control natal es la respuesta a la pobreza; a una hipersexualización de la cultura que necesita de la continencia y la castidad (53); a una visión de la sexualidad como diversión y entretenimiento que debe tornarse en su vivencia como regalo, como don (54); a cambiar la percepción del acto sexual como puramente biológico, para apreciarlo como encuentro íntimo de dos personas complementarias que se donan recíprocamente, que ayudan a construir el bien común social (55).
La rehabilitación de la HV puede estar en la línea de convertir lo que ha sido una excusa para alejarse y rechazar a la Iglesia en un aliento de esperanza, en una ráfaga de viento limpio y fresco que vuelva a hacer posible la navegación de la familia humana en el proceloso mar del presente y del futuro. Parte de esa rehabilitación estará en volver a entender que la ley natural no se llama “natural” porque el entendimiento humano pueda captarla de la “naturaleza”, sino porque se origina en una razón que es pieza constitutiva de la naturaleza humana; que la “verdad inalterable” del acto conyugal no se puede separar del bien y la belleza que los cónyuges se donan mutuamente y que redunda en el bien común de la sociedad, ya que le dan estabilidad y cohesión (56). De esta manera, ni el relativismo ni la ideología pueden vulnerar la célula básica y nuclear de la sociedad que es la familia.
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