PARA LA HUMANIDAD EXISTE ALGO PEOR QUE EL VIH-SIDA
Hace pocos meses, en una revista española [1], apareció un artículo que lleva por título “De la conciencia a la acción”, donde se aborda un tema actual que ha sido reseñado en editoriales anteriores de Persona y Bioética. Después de un análisis cruzado sobre la información proporcionada por distintos estudios de opinión sobre la percepción que el ciudadano medio tiene acerca del problema del calentamiento global, se llega a la conclusión de que a pesar de la gran información sobre el tema y –hasta cierto punto– del convencimiento más o menos profundo sobre el particular, la gente no cambia sus hábitos y actitudes modificando su conducta de tal manera que cada uno se convierta en parte de la solución.
Parecería que el editorial de Persona y Bioética pretende plantear que para la humanidad hay algo peor que el VIH-SIDA, y que ese algo es el calentamiento global. Sin embargo, y luego de haber analizado con detenimiento el principal documento, escrito y en video, sobre el tema –me refiero a Una verdad inconveniente de Al Gore–, resulta que este fenómeno no parece ser el que merezca esa comparación con la peor endemia que ha sufrido la humanidad, y que ha cobrado tantas víctimas y las seguirá cobrando en los próximos decenios si no se produce un cambio radical en la conducta sexual de las personas [2], porque aunque se logre elaborar un medicamento que frene su contagio o su desarrollo, lo que se ha mostrado más efectivo en la lucha contra el VIH-SIDA empieza con la modificación tajante de los factores de riesgo [3].
Entre otras cosas porque Una verdad inconveniente, además de hacer gala de ese calificativo frente a ciertas instituciones y países, puede también admitir otro adjetivo adicional como “incompleta”, y ser así una verdad inconveniente, pero incompleta, que hace parte de una especie de ecoalarmismo [4]. El Daily Telegraph hace varios meses reseñaba nueve inconsistencias [5] encontradas en el material que mereció un premio Oscar de la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood, y el Premio Nobel de la Paz para su autor. Muy llamativa también ha sido la postura de los ingleses, quienes frente a estos problemas detectados en tan publicitado documento, estuvieron a punto de impedir su utilización para la enseñanza en sus escuelas, y sólo la autorizaron si su uso estaba mediado por personas conocedoras del tema, que pudieran contextualizar de una mejor manera esa denuncia planetaria [6].
Otros fenómenos, no menos inquietantes, gravitan sobre el futuro del planeta. Uno de ellos es el problema del oscurecimiento global, del que poco se habla; la disminución de las precipitaciones; los desechos plásticos; la contaminación de la exosfera con residuos de satélites y naves espaciales; la falta de eficacia de los sumideros de carbono [7] y, en general, todo fenómeno que altere la radiación en condiciones naturales, por la modificación de las complejas interacciones agua-luz.
Todas estas situaciones han de llevar al hombre de los albores del siglo XXI a tomar más conciencia de la utilización que está haciendo de los recursos, y a incrementar su responsabilidad –empezando por la personal– para cambiar sus actitudes de destrucción, de dominación y de querer solucionar esos y otros problemas con la tecnología, muchas veces respondiendo más a una demanda social creada y estimulada por los medios de comunicación [8], con medidas solo de carácter económico; con políticas que privilegian la rentabilidad sobre la solidaridad, sin una evaluación previa que tendría que seguir los causes que ofrece la bioética, cuando ella es capaz de despojarse del lenguaje ambiguo [9] que caracteriza algunas de sus versiones.
Algo peor que el VIH-SIDA está enquistado en la humanidad, y de alguna manera está también en parte de la causa de esta endemia. Cuando el hombre empezó a renunciar a encontrar la verdad y pretendió fabricarla, comenzó a poner las bases de una patología que carcome y hace deleznable cualquier estructura, que debilita y depaupera cualquier intento de cambio y de verdadero desarrollo: el relativismo.
Esa enfermedad tiene su etiología cuando el hombre entra en contacto con la verdad pero no hay honestidad intelectual para arrostrarla; o la suficiente entereza para actuar en coherencia con ella; o la necesaria valentía para proclamarla; o la ínfima claridad para diferenciarla de la simple opinión; o se abriga una mínima duda sobre su capacidad de conocerla, hasta llegar a negar su existencia.
Las consecuencias de esas vías espurias que intentan dar salida al encuentro con la verdad, muchas veces se ven refrendadas por una filosofía moderna que se centra, no en la integridad del ser personal, sino exclusivamente en su razón, en el pensamiento humano. Y como se duda de la capacidad de conocer la verdad, simplemente se destacan sus límites –que los tiene– y se resaltan sus condicionamientos. Buena parte de la filosofía moderna afirma la verdad pero sólo desde un punto de vista positivista, desde el método científico, aunque hay que reconocer los intentos de Gadamer por recuperar la noción y la experiencia de la verdad [10].
El relativismo, como patología, tiene un periodo de incubación que es directamente proporcional al mal ejercicio de la inteligencia, pues el objeto propio de ésta es la verdad [11], y cuando la inteligencia vaga, se deja distraer por apariencias de realidad, o simplemente no tiende a lo que le es propio, entonces se instala en lo pasajero, en lo supuesto, en aquello que reporta placer o simplemente aquieta o halaga los sentidos. Pero también esa incubación se da cuando no se capta que la realidad –lo real– es la base de la verdad.
El presente número de la revista Persona y Bioética tiene como eje central esa patología cuya problemática es abordada por el doctor Santiago Martínez-Saez en el escrito “Relativismo ético”, donde se hace una revisión de sus orígenes y la pluriforme manifestación de este fenómeno que, aunque no es nuevo, en la época actual está causando más devastación.
Una de sus consecuencias es sin duda la eutanasia, de la que se habla en el artículo del doctor Jorge Merchán Price, donde se muestra que esa práctica no puede ser un acto médico. Cuando el relativismo toca el cuerpo humano se producen muchos efectos, sobre tres de ellos se reflexiona en nuestras páginas. La doctora Cecilia Orellana Peña, en su artículo acerca de la intimidad, trata sobre esa realidad tan personal que ahora está tan maltratada. El doctor Roberto Germán Z., en su ensayo “El utilitarismo ético en la investigación biomédica con embriones humanos”, denuncia la implicación que tiene desconocer la realidad ontológica y biológica de los embriones humanos. El doctor Francisco León C. desarrolla el tema del feminismo en uno de sus aspectos, desde el contexto de “Ética del cuidado feminista y bioética personalista”.
Al estudiar la historia natural de una enfermedad también se tienen en cuenta sus síntomas, es decir, aquellas referencias subjetivas que relata un paciente sobre la percepción de cambios anómalos que experimenta en su organismo. Pero también son importantes sus signos, aquellas manifestaciones objetivas que el personal de la salud puede constatar al examinar a quien se dice enfermo. Tanto los síntomas como los signos permiten aproximaciones al diagnóstico, es decir, se llega a conocer las enfermedades conociendo sus síntomas y sus signos.
Sin pretender hacer un elenco exhaustivo de los síntomas del relativismo se pueden enumerar algunos de ellos, como abrebocas para el artículo del doctor Martínez-Saez. La indiferencia y el acostumbramiento frente a las ideas, los hechos y las omisiones que lesionan a la persona humana en su integridad y en su dignidad, que se manifiesta en una pasmosa permisividad en temas como el aborto, la eutanasia, los espectáculos, las formas de vestir y de hablar. Parecería que ahora todo se puede pactar y se puede negociar, sin atender a un parámetro distinto del consumo y la rentabilidad en términos monetarios. Se desliga la responsabilidad de la libertad, y esa responsabilidad personal huérfana se atenúa hasta casi difuminarse, o busca un falso refugio en la ley civil. Se nubla la capacidad de conocer la verdad, y se debilita la voluntad para asentir a ella. Se banaliza el sexo, despojándolo de su dimensión co-creativa y reduciéndolo solo a medio de placer, de simple pasatiempo o actividad lúdica. La explotación del hombre por el hombre, donde se reviven esclavitudes que ahora pasan encubiertas. La degradación y la corrupción de la mujer con la consiguiente consecuencia directamente buscada: desnaturalizar la familia.
Los signos del relativismo no son menos inquietantes. La verdad se determina por las mayorías o por los diversos equilibrios políticos. Se pone en discusión el derecho a la vida, que es originario e inalienable. La verdad se sustituye por la buena intención. Lo contradictorio es considerado como camino para lograr una misma meta. Un pensamiento débil [12] y unos compromisos frágiles que son el residuo de sistemas que no han sabido responder al ser de la persona humana. Una ética despersonalizada, que admite adjetivos diversos: reduccionista, pragmática, hedonista, formalista o estoica [13]. La misma negación de la existencia de la ética. No reconocer el vínculo estrecho –de doble vía– entre la sociedad y la ética [14]. Reducir el hombre a la cultura.
El mundo recibió una voz de alerta sobre esta enfermedad, y es necesario hacer un reconocimiento a su autor: Juan Pablo II, llamado por muchos, con razón, El Grande. Tres de sus Cartas Encíclicas, que constituyen un tríptico antropológico, hablan del relativismo y sus nefastas consecuencias. En Veritatis Splendor [15] pone en guardia a la humanidad frente a esta patología que se pretende establecer como valor social aceptable, como norma que se debe seguir o, al menos, como opinión dominante, cuando no como condición para la democracia. Y aunque trate en particular sobre el relativismo en el ámbito de lo moral, se expone en extenso tal patología que se constituye en destructora de los fundamentos de la convivencia y en clara amenaza para la dignidad de la persona. En Evangelium vitae [16] hace un llamado al respeto absoluto de la dignidad de la vida humana. En Fides et ratio [17] se afirma la cognoscibilidad de la verdad, y se anima a la razón a tener nuevamente la valentía de confrontarse con ella [18].
Los mencionados documentos servirán de maravillosa referencia a lo aquí sencillamente esbozado, pues desenmascaran algunos intentos de superar ese relativismo, pero éstos –por la falta de profundidad en sus fundamentos filosóficos– resultan sencillamente inadecuados e insuficientes: el teleologismo, el consecuencialismo, el proporcionalismo. Allí se perfilan muy bien las relaciones entre libertad y verdad; se explica el concepto de ley natural mostrando cómo es ley racional; se opone con claridad a la devaluación del cuerpo mostrándolo como constitutivo integral de la persona humana, sin caer en biologismos o naturalismos; se hace un llamado a la renovación de la vida social y política, a la responsabilidad personal.
En suma, estas Cartas, donde se expresa la preocupación por el hombre, pero sobre todo un profundo conocimiento antropológico que se apoya en la experiencia, llevan a su autor a diagnosticar una patología y a mostrar derroteros para conjurarla.
Gilberto A. Gamboa Bernal
gilberto.gamboa@unisabana.edu.co