EL ELEMENTO ÉTICO RELIGIOSO EN LA RELACIÓN MÉDICO PACIENTE
FECHA DE RECEPCIÓN: 4-07-2007
FECHA DE ACEPTACIÓN: 15-08-2007
Ramón Córdoba Palacio1
Médico Pediatra. Profesor Titular de Pediatría de la Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia. Docente en el Instituto de Ética y Bioética, Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa, Universidad Pontificia Bolivariana. Medellín, Colombia. Miembro del Centro Colombiano de Bioética [Cecolbe]. Correo: racopa@une.net.co
RESUMEN
Partiendo de la concepción del ejercicio de la Medicina como una vocación de servicio a la persona humana, lo cual implica la permanente y voluntaria decisión de optar por la “tendencia a la ayuda” a favor del paciente, ayuda que el médico debe llevar a cabo buscando el bien pleno de quien le confía el cuidado de su existencia –la propia o la de su legítimo representado, como en el caso de los niños–, se analiza detenidamente el “momento ético religioso” que, sin restarle importancia a ninguno de los otros momentos que estructuran cada acto médico, los incluye a todos; más aún, las exigencias éticas se extienden, para el médico, hasta el momento en el cual decide su vocación, y, respecto al paciente, hasta que haga uso honesto de la atención médica. El aspecto religioso de este elemento o “momento” no hace referencia a ningún credo específico, sino a la “dimensión formal del ser personal humano”, a la “actualización del ser religado del hombre”, según el pensamiento de Zubiri.
PALABRAS CLAVE: Bioética, relación médico paciente, momento ético religioso, misión fundamental del médico.
ABSTRACT
The conception of Medicine as a service vocation to the human being, which implies the willingly permanent decision of “tending to help” the patient, whose well being should come first, knowing that he has placed his or his child’s life in the doctor’s hands, is the starting point for the analysis of the ethical-religious moment. This moment, without undermining the place of other moments that make part of any medical act, involves them all; moreover, ethical demands go till the moment in which the doctor defines his vocation. In regards to the patient, it is related to the correct use of the medical aid. The religious aspect of this element or “moment” is not related to any specific credo, but to the “formal dimension of the human being, the “actualization of the being attached to the man” according to Zubiri.
KEY WORDS: Bioethics, patient-doctor relationship, ethical-religious moment, primary mission of the doctor.
Desde a perspectiva do exercício da medicina como vocação de serviço à pessoa humana, o que implica a decisão permanente e voluntária de optar pela “tendência a ajudar ao paciente”, o que o médico deve brindar em procura do bem total de quem lhe confia o cuidado da sua existência, já seja a própria ou de seu legítimo representado, como no caso das crianças, se examina o “momento ético-religioso” que, sem restar importância a nenhum dos outros momentos que estruturam cada ato médico, os inclui todos. Ainda mais, para o médico, as exigências éticas estendem-se até o momento no que decide a sua vocação; quanto ao paciente, para que use com honestidade a atenção médica. O aspecto religioso deste elemento ou “momento” não se refere a nenhum credo específico, mas sim à “dimensão formal do ser pessoal humano”, à “atualização do ser religado do homem”, de acordo com o pensamento de Zubiri.
PALAVRAS CHAVE: bioética, relação médico-paciente, momento ético religioso, missão fundamental do médico.
El análisis general de la relación médico paciente es muy extenso y la limitación de tiempo no permite hacerlo adecuadamente. Por esta razón he preferido tomar uno de sus elementos constitutivos, el ético religioso, y relacionarlo con los otros en lo estrictamente necesario. Acepto que es una separación arbitraria pues la relación médico paciente es, en la realidad del ejercicio de la medicina, un todo imposible de dividir y sólo con fines didácticos es permitido hacerlo.
PUNTUALIZACIÓN DE ALGUNOS CONCEPTOS
La vocación médica
Para llevar a cabo la misión que la humanidad nos ha confiado a los médicos desde los más remotos tiempos, desde los orígenes del hombre, es indispensable una honesta decisión de asumir como proyecto de la propia existencia el dedicar sus capacidades a dignificar la de sus semejantes, sin restricciones diferentes a las propias de su condición humana. Marañón afirma que la vocación es “la voz, voz interior, que nos llama hacia la profesión y ejercicio de una determinada actividad” [1] y, un poco más adelante, agrega: “La vocación genuina, pudiéramos decir ideal, es algo muy parecido al amor. [...] una pasión que tiene las características del amor, a saber: la exclusividad en el objeto amado y el desinterés absoluto en el servicio” [1]. “La Medicina es una de las profesiones que en mayor medida requiere una fuerte vocación” [2], pues sin ésta es imposible asumir la misión propia del médico: cooperar con el paciente a la realización óptima y digna de éste como persona humana. La medicina es una vocación de servicio, a veces en condiciones muy difíciles y angustiosas. En el Corpus Hippocraticum leemos:
Hay algunas artes que son fatigosas para quienes las poseen, pero útiles para los que se sirven de ellas; bien común para los profanos, pero molestas para quienes tratan con ellas. Precisamente, una de las artes de tal clase es la que los griegos llaman medicina. Efectivamente el médico ve cosas terribles, toca partes desagradables y, de las desgracias ajenas, saca como fruto tristeza personal. [...] Comprender la cara desagradable de este arte es difícil; en cambio, comprender su lado bueno es algo más fácil. La cara desagradable sólo a los médicos les es dado saberla, no, empero, a los profanos, pues no es actividad dependiente del cuerpo, sino de la inteligencia [3].
Para dominar todos estos elementos fatigosos, la “cara desagradable” de “este arte”, es indispensable asumir con responsabilidad la vocación médica y, al comprometernos en el servicio al paciente, con cada uno de ellos, saber dominar los sentimientos de angustia para ofrecerle la ayuda más adecuada posible. Pero saber dominar la angustia que pueda suscitarnos su condición clínico-patológica no significa, como a veces se afirma, dejar de sentirnos solidarios con su persona en la búsqueda del bien total para él, sino que evitemos que dicho sentimiento obnubile la necesaria capacidad de acción y un claro raciocinio.
¿Qué nos hace realmente médicos?Saber medicina no es, sin más, ser médico. Se puede saber mucho de las teorías médicas y dominar las habilidades que la profesión exige, sin tener verdadera vocación para sentirse comprometido y estimulado a actuar como médico. Estos conocimientos son indispensables para la correcta realización de su misión, pero en sí no estructuran al médico, pues sin la vocación es imposible optar consciente y voluntariamente por la tendencia “hacia la ayuda” [4] y no por la “del abandono” [4], por la ayuda no sólo humanitaria, sino académica y técnicamente diligente y oportuna, es decir, adecuada. Nos hace médicos, insistimos, el optar consciente, voluntaria y habitualmente por la tendencia “hacia la ayuda” a quien la haya menester, es decir, el contacto con el paciente, motivados por el interés de buscar con él su bien pleno.
¿Qué nos hace médicos idóneos?Acabamos de ver que nos hacemos médicos cuando obramos frente al paciente de acuerdo con la vocación fundada en el amor a la persona humana –filantropía o philanthôpíë, caridad, amor oblativo o “ágape”– y en el “amor al arte” o philotekhníë. Pero, siendo esto indispensable, no basta para hacernos plenamente médicos idóneos. Es necesario adquirir una formación ética que nos exija en nuestra labor, y fuera de ella, un profundo respeto por la dignidad incondicional de la persona humana, encarnada tanto en el paciente como en nosotros mismos y en todos y cada uno de los seres humanos. Ese respeto sumo se manifiesta, como lo afirmamos antes, en la búsqueda del óptimo bien para quien se confía a nuestro cuidado, en el establecimiento de la amistad médica o philía que consolida la indispensable confianza entre ambos –paciente y médico– y sin la cual no es posible el ejercicio con buen éxito de la medicina. Volveremos sobre este tema más adelante. Bástenos por ahora citar un significativo concepto de Laín Entralgo:
Ser médico es, por lo pronto, hallarse habitual y profesionalmente dispuesto a una resolución favorable de la tensión ayuda-abandono. No acaba ahí, sin embargo, el compromiso moral del médico. Así iniciado, ese compromiso crece y se consuma con la ejecución del acto de ayuda, que será esforzado unas veces y negligente otras, y que perseguirá, según los casos, el bien del enfermo, el lucro, el prestigio o quién sabe si una velada granjería de dominio y seducción [4].
Misión esencial del médico
Infortunadamente, se sigue afirmando en prestigiosas cátedras de Medicina que la función primordial del médico es prevenir las enfermedades, diagnosticarlas, tratarlas oportuna y diligentemente y rehabilitar al enfermo cuando dejan secuelas. Reducen así el amplio horizonte humano y la noble responsabilidad de la profesión. Si la humanidad a través de los tiempos ha asignado al “sanador”, cualquiera que sea el calificativo con que lo denomine, un puesto de privilegio en la sociedad, aun siendo esclavo, es porque reconoce que su misión sobrepasa lo meramente técnico y lo convierte en guardián del patrimonio humano, incluyendo el más importante, la existencia, el cuidado de la vida, tanto en lo orgánico como en lo espiritual.
Mirado superficialmente, el motivo por el cual el paciente requiere nuestra atención no es otro que el de prevenir enfermedades, el de contribuir a su curación o alivio cuando las padece y el de aminorar las limitaciones que le hayan causado; pero en realidad lo que él busca, consciente o inconscientemente, es la ayuda que le permita realizar su existencia en la mejor forma, y para ello acude a quien considera idóneo por su vocación, su preparación académica y su honestidad. De allí la obligación ética ineludible de procurarle el bien sumo, pleno, que su estado clínico patológico y los recursos médicos permitan. Pues, como lo expresa claramente Laín Entralgo, citando a Siebeck: “No vivimos para estar sanos, sino que estamos y queremos estar sanos para vivir y obrar” [5]. En otras palabras, lo que el paciente confía al médico que eligió, o que le cupo en suerte en el sistema actual de atención médica, es su existencia, la posibilidad de seguir siendo persona, y es esta responsabilidad lo que confiere a su misión y a su actuar una dignidad máxima.
El acto médicoEn el llamado “acto médico” se involucran la actitud y todas las acciones del médico relacionadas con su misión de ayuda al paciente. Se inicia generalmente con el encuentro de aquél con éste, o con su representante natural o legal cuando el paciente no puede por cualquier circunstancia ejercer plenamente su autonomía –niños, limitados mentales, etc.–, y es, en consecuencia, esencialmente el encuentro de dos o más personas con igual dignidad absoluta o incondicional, característica ésta que hace que su relación se fundamente en el máximo respeto mutuo y en la máxima comprensión del profesional por la circunstancia que está viviendo el paciente.
Iniciado así el encuentro con la voluntaria decisión de ayuda por parte del profesional y la necesidad de asistencia por parte del paciente –menesteroso lo llama Laín Entralgo [6, 7] por necesitar esa ayuda–, el acto médico se desarrolla adecuadamente como una unidad indivisible en la cual podemos clasificar cinco elementos que el citado Laín llama “momentos” [8, 9], a saber: El momento afectivo, el momento cognoscitivo, el momento operativo, el momento social y el momento ético religioso.
Insisto, el acto médico es una unidad indivisible, pero, dada la limitación de tiempo he elegido para esta ocasión analizar con algún detalle el elemento o momento ético religioso.
EL ELEMENTO ÉTICO RELIGIOSO DEL ACTO MÉDICO
Algunas características
Ninguno de los cinco momentos constitutivos del acto médico es realmente más importante que el resto, pues todos ellos son esenciales en el correcto ejercicio de la actividad médica, en el servicio honesto al paciente; todos ellos hacen parte esencial del êthos de la profesión de “sanador”. Sin embargo, el elemento o momento ético religioso tiene la característica de influir en todos ellos, sin restarles su independencia y su propio valor, de estar presente, por así decirlo, en la orientación que el médico imprima a cada una de sus decisiones y en la actitud que las inspire.
Otra característica del elemento que nos ocupa, y del cual no participan los restantes cuatro, es que extiende su ámbito y su acción hasta la evaluación de la motivación o de las motivaciones por las cuales se optó por realizar la propia existencia poniéndola al servicio de los demás en el campo de la medicina, es decir, al momento de decidir la vocación. Si ésta debe tener como fundamento primordial el amor al hombre por ser hombre, la filantropía o philanthropíë no significa que otros intereses honestos –amor a la ciencia, deseo de mejorar la condición social o económica, etc.– influyan en la vocación y en la realización profesional, siempre que no desplacen de su lugar de preeminencia el servicio al paciente y el respeto sumo por su existencia, su dignidad y su libertad.
Como acción de cooperación del médico, del paciente y de quienes lo rodean, este elemento ético religioso se extiende a estos últimos, especialmente al paciente, y exige que no tengan en su papel de “menesterosos” ninguna intención de ganancia secundaria, de engaño al médico y a la sociedad misma en la cual realizan su existencia. Honestidad por parte del profesional y honestidad por parte de quienes acuden a sus servicios.
El bien y el malNingún acto humano está exento de valoración o juicio ético, quiéralo o no su autor, sea éste consciente o no de dicho juicio, pues para llevarlo a cabo hubo de ejercer su libertad, su razón y su voluntad, lo que ineludiblemente le ocasiona una responsabilidad frente al acto mismo y también frente a las consecuencias previsibles del mismo. Obviamente que existen circunstancias y factores que aminoran –ignorancia no vencible, alteraciones psíquicas, etc.– o que agravan –ignorancia crasa o indisculpable, no idoneidad, etc.– la responsabilidad, pero no es la oportunidad de analizarlas ahora en detalle.
La Medicina, la más humana de las profesiones, cuyo fin principal es el contribuir al pleno desarrollo de la persona humana durante toda su existencia, no puede sentirse ni puede estar exenta de dicho juicio y de las orientaciones que señala la ética personalista, como filosofía práctica, para la búsqueda del bien pleno del ser racional y para evitar el mal. Debemos recordar que ésta, la ética, no sólo valora si nuestra conducta se orienta al bien o al mal, sino que formula unos principios y expresa el deber ser, que no siempre concuerda con lo que se lleva a cabo. “Lo que se hace se interpreta a la luz de lo que se debe hacer, y los fines implican una referencia al bien” (énfasis agregados), enseña Julián Marías [10].
Y, ¿qué entendemos por bien y por mal? No podemos adentrarnos en disquisiciones filosóficas, teológicas, ontológicas, porque no son nuestras áreas de conocimiento, pero desde el punto de vista médico, antropológico, sí podemos aceptar como bien todo aquello que inspire y permita el desarrollo, el crecimiento total, pleno, del hombre en todas sus dimensiones, orgánicas o corporales, espirituales, mentales, sociales, incluyendo la trascendente a un Absoluto absolutamente absoluto [11, 12]. Por mal entendemos todo lo que menoscabe o dificulte este desarrollo, este crecimiento total, pleno [13]. En otras palabras, entendemos por bien todo lo que contribuya a hacer más humana a cada una y a todas las personas del género humano –valga la redundancia–, y todo lo que humanice el ambiente en el cual desarrollan su vida; por mal, todo lo que contribuya a su deshumanización. De esta concepción puramente antropológica se desprende, como lógica consecuencia, que el valor universal y permanente sobre el cual debe fundamentarse toda ética es el respeto sumo por la existencia, la dignidad y la libertad de la persona humana, la propia y la de todo semejante, sin distingo por su circunstancia biológica, su raza, su sexo, sus creencias religiosas, sus ideas políticas o su condición sociocultural.
Schweitzer enseñó con meridiana claridad lo anterior cuando afirmó: “Bueno es: conservar la vida, hacer prosperar o fomentar la vida, llevar la vida capaz de perfeccionarse a su más alto valor”. “Malo es: destruir la vida, dañar la vida, inhibir la vida capaz de perfección” [13]. Y estos conceptos los aplicaba a todo lo que vive, a todo ser que manifestara vida: vegetal, animal y, especialmente, al hombre.
Bástenos lo expuesto, pues no es el momento para analizar las características de los valores éticos ni de los principios que preconizan algunos autores. Si aceptamos y practicamos el respeto sumo a la persona humana –la del paciente y la propia, como lo dijimos antes–,a su existencia, a su dignidad, a su libertad, seguramente nuestra misión médica se desarrollará dentro de los parámetros éticos de la honestidad y de la realización del bien.
Detengámonos, así sea someramente, en otras circunstancias en las cuales el elemento ético desempeña un importante papel.
Adecuada preparación académica y técnicaDecidida así la vocación, asumida voluntaria y conscientemente la tendencia a la ayuda y no al abandono [4], asumido también como forma de vida personal el realizar permanentemente el bien en el sentido que hemos explicado, surgen imperativos éticos ineludibles en el ejercicio de esa noble misión del médico. Uno de los primeros es la adecuada y permanente preparación académica y técnica –la philotekhníë– complemento indispensable para mejor servir al paciente, a la persona humana. “La ignorancia constituye una vulneración primaria de la ética profesional” [14]. La correcta preparación académica y técnica no es una exigencia sólo para adquirir prestigio profesional, sino, y especialmente, es un deber ético para no hacer daño por incompetencia, por ignorancia vencible. Pero, como lo expresamos antes, no bastan estos conocimientos académicos y técnicos para hacernos médicos idóneos, pues sin una clara orientación ética para realizar el máximo bien posible en la atención de nuestros pacientes podemos trocar nuestra labor en la del verdugo, convertirnos en “bárbaros ilustrados”. Es un grave deber –y entre nosotros un mandato legal: Ley 23 de 1981, artículo 47– que, simultáneamente con la enseñanza de conocimientos y habilidades propias de la profesión y con la permanente actualización de los mismos, se impartan los valores éticos que deben orientar nuestro diario quehacer.
Amistad médicaRealizado el encuentro, cualquiera que sea el sitio donde se dé –consultorio privado, estatal, institucional u hospital, etc.–, se inicia por parte de los participantes en el acto médico una vivencia que llevará, si es adecuadamente orientada, a la creación de una particular amistad: la amistad médica, indispensable para el buen éxito de la labor del médico. Es la llamada empatía, también transferencia, de la cual surge espontáneamente una mutua confianza entre ambas partes, confianza que permite llevar a cabo las acciones del médico en la persona del paciente y que exige, para acrecentarse y no destruirse, sumo respeto por la dignidad, la libertad y la autonomía de éste.
En la consolidación de esta amistad participa activamente la ética personalista que indica cuál es la dirección correcta en la búsqueda del bien pleno del paciente, sin que ningún otro interés nos haga extraviar de esa meta. Recordemos la enseñanza de Laín Entralgo [4], referida antes: “Así iniciado, ese compromiso [se refiere al acto médico] crece y se consuma con la ejecución del acto de ayuda, que será esforzado unas veces y negligente otras, y que perseguirá, según los casos, el bien del enfermo, el lucro, el prestigio o quién sabe si una velada granjería de dominio y seducción”. Todo depende del concepto que profese el médico sobre el valor de la persona, de la suya propia y de la de los demás: fin en sí misma, objeto manipulable, explotable en cualquier sentido. El mismo Laín Entralgo [17] afirma: “Todos los deberes del médico respecto del enfermo no son sino expresiones concretas del esencial mandamiento en que el arte de curar tiene su regla de oro: el bien del paciente. [...] El bien del enfermo según lo que como hombre vale: tal debe ser el norte del médico”. Insistimos, es una sólida formación ética, un profundo sentido humanitario, lo que, con la adecuada formación académica y técnica, nos hace médicos idóneos.
Si la amistad es verdadera, ni el paciente ni el médico recelará de las actitudes y de las conductas del uno hacia el otro, y la cooperación en la búsqueda del bien total de aquél está asegurada, por la indispensable confianza que es el fundamento insustituible de la relación médico paciente. Esta confianza, repetimos, brota espontáneamente de la amistad médica, amistad y confianza que no se pueden imponer por determinaciones legales y que exigen definitivamente la libertad del paciente para elegir el médico a quien le confiará el cuidado de su existencia. De otra forma, cualesquiera sean las razones alegadas, se atropella la dignidad tanto del paciente como del profesional.
El médico, para obedecer adecuadamente a las exigencias de su vocación, no debe prestar la ayuda como un prójimo cualquiera, como la prestaría el común de la gente, en “forma genéricamente humana” [16], pues, aceptada y asumida la tendencia hacia la ayuda, debe responder al requerimiento de sus servicios –sea que dicho requerimiento ocurra accidental u ocasionalmente, o de modo continúo y por elección del paciente–, involucrando en su actitud y en sus acciones todo su saber y su voluntad, su “segunda naturaleza” [16] como “sanador”, de manera que su cooperación sea diligente y oportuna; es decir, debe responder como persona y médico, lo que implica una decisión ética que lo compromete profesionalmente.
Ahora bien, el respeto sumo por la dignidad incondicional del paciente, la amistad médica surgida en el encuentro entre éste y el médico, y la categoría ética de la atención profesional deben tener expresiones concretas que traduzcan la actitud interior del médico hacia el paciente y su afán de buscar el bien pleno de éste. Analicemos algunas de estas expresiones.
Cortesía en el tratoNo debería ser motivo de mención, ni siquiera tendría que recordárselo a profesionales que han cursado estudios universitarios, que la cortesía en el quehacer de su misión no puede ser olvidada, menos aún desterrada, pero las frecuentes quejas de los pacientes nos obligan a hacerlo. Quien consulta, quien acude a solicitar los servicios del médico, es persona humana en condiciones que acrecientan su sensibilidad, no es una entidad nosológica, no es una “cosa” que requiere alguna reparación. Más aún, y no obstante el desprestigio de la profesión, la mayoría de la gente sigue mirando al médico como “hacedor del bien” y no tolera en él un comportamiento que pasaría inadvertido en otra profesión u oficio. El tiempo que los intermediarios en la atención de salud permiten dedicar a cada consulta menoscaba gravemente otras obligaciones médicas, pero no puede limitar el trato cortés hacia el paciente.
En esta descortesía influye sin lugar a dudas la orientación actual del médico, en la cual se da, con razón, una gran importancia a los aspectos técnicos del diagnóstico, del tratamiento, de la rehabilitación y de la prevención de las enfermedades, sin hacer el suficiente énfasis en que éstas, las enfermedades, se presentan en personas, con caracteres y sentimientos individuales, y que es a estas personas a las que está obligado el médico en el desempeño de su labor. No olvidemos que no hay enfermedades, sino “enfermedades en enfermos” [17], o que, como afirma Ernest von Leyden, gran clínico berlinés: “El primer acto del tratamiento es el acto de dar la mano al enfermo” [18].
Dentro de este trato cortés debemos hacer verdadero derroche de prudencia y paciencia, pues no pocas veces el comportamiento del paciente sobrepasa los límites de la descortesía para con el médico en particular y el personal de la salud en general. En estas circunstancias debemos recordar la súplica del gran Maimónides:
El sigilo médicoHaz que mis enfermos tengan confianza en mí y en mi arte y que sigan mis consejos y prescripciones. Aleja de sus lechos a los charlatanes, al ejército de parientes con sus mil consejos y a los vigilantes que siempre lo saben todo; es una casta peligrosa, que hace fracasar por vanidad las mejores intenciones. Concédeme, Dios mío, indulgencia y paciencia con los enfermos obstinados y groseros [19].
Tener la seguridad de que lo que él como paciente –o su representante– relata al médico o a quien desempeñe su función, en el transcurso de su atención profesional, no será divulgado sin su expresa autorización, pues éste es, sin duda, el más significativo fundamento de la confianza mutua entre ambos y aparece en todas las modalidades de ayuda médica puestas en práctica desde los más remotos tiempos.
Lo que el paciente relata al médico es su biografía, más específicamente su patobiografía, y en ella le descubre circunstancias que le pertenecen sólo a él, a veces
relacionadas con sus antepasados, con sus familiares cercanos o lejanos, con su esposa, etc., pero son patrimonio de su intimidad, hacen parte esencial de su personalidad; no narra sólo el funcionamiento de sus órganos, sino su manera de existir exterior e interiormente: sus hábitos, sus afectos, sus vivencias, etc. Por esta razón es el paciente, o su representante, y no el profesional, como pretenden algunas corrientes de pensamiento del área de la salud, quien determina qué considera de su intimidad,
Infortunadamente, pocas veces reflexionamos sobre el trascendental significado del sigilo profesional, sea que hagamos uso adecuado o inadecuado de él, sea que respetemos la intimidad o desacertadamente la ignoremos. El sigilo profesional no se ocupa de las “enfermedades vergonzosas”, que no existen para el médico –las enfermedades son leves, graves, agudas o crónicas, etc., pero no hay ni vergonzosas ni “sagradas”–; tampoco es el número de los que tengan acceso a lo confiado lo que compele o excusa de guardarlo bajo plena reserva: todos y cada uno de ellos está ética y legalmente obligado a callar sobre lo conocido. El sigilo profesional salvaguarda la intimidad del paciente, de allí su trascendental significado.
La intimidad es un característica de la persona humana, inherente a su personeidad –sustantividad de persona– y a su personalidad, de la cual es constitutiva, que le permite afirmar [20]: “Yo soy mío”, “Yo soy mí mismo”, no sólo como “mera identidad, sino como intimidad metafísica” [20], como “una vivencia estrictamente metafísica” [21], que le permite proclamar sin lugar a dudas [20]: “Yo soy mi propia realidad”, “Yo soy una realidad que me es propia”. Es obvio que si la intimidad es esa “vivencia estrictamente metafísica” que fundamenta la afirmación “soy una realidad que me es propia”, indiscutiblemente la intimidad hace parte esencial de la libertad de la persona, pues sin esta libertad no se puede ser realidad propia, y otros tendrían derechos adquiridos sobre ella. Sin intimidad no hay libertad y sin libertad metafísica no puede haber intimidad.
Lo anterior nos permite deducir las consecuencias gravísimas de transgredir directa o indirectamente la obligación de guardar como secreto lo que se nos confía o conozcamos en el ejercicio de nuestra misión como patrimonio íntimo del paciente, obligación que recae primordialmente en el médico o en los médicos tratantes, pero que incluye ineludiblemente a toda persona que por razón de su profesión u oficio tenga acceso a dicha confidencia, los llamados “confidentes necesarios” –enfermeras, auxiliares de enfermería, técnicos de ayudas diagnósticas, camilleros, etc.–. Además de un flagrante atropello a la dignidad y a la libertad del paciente, de aminorar su derecho a la realización de su proyecto de vida, la violación del secreto médico implica introducir un elemento perturbador en las relaciones interpersonales de la comunidad, menoscabar la confianza en la profesión del médico en general, faltar a la justicia, por entregar a otros, a quienes no les pertenece, la intimidad revelada. No olvidar que el paciente o su representante es el único dueño, dueño absoluto, de su intimidad, por consiguiente, del secreto o sigilo profesional médico.
Sin embargo, por exigencia de un verdadero bien común o por razones legales –el médico es un auxiliar de la justicia–, hay circunstancias en las cuales dicho secreto debe revelarse a autoridades competentes y adecuadamente establecidas, pero esto no excusa totalmente de su guarda, sino que ante valores superiores su estricto cumplimiento cede sin desaparecer totalmente. Siempre debe tenerse presente el respeto sumo por la persona humana y procurar por todos los medios causarle el menor daño y la menor molestia posible.
Hemos tratado muy sucintamente el sigilo o secreto profesional médico, pero no hemos agotado el tema; quedan aspectos muy relevantes como: el sigilo y la familia del paciente, el sigilo y la comunidad, el sigilo y la historia clínica, etc., pero de nuevo el límite de espacio y tiempo no nos permite extendernos en ellos, como lo hemos hecho en otras oportunidades. Los interesados pueden consultar las referencias 22-24.
Consentimiento libre, idóneo o ilustradoPrácticamente, el consentimiento idóneo [25] –mejor que ilustrado– consiste en solicitar permiso al paciente, o a su representante cuando éste está incapacitado para otorgarlo, para llevar a cabo las acciones terapéuticas que le propone el médico. Solicitar este permiso es, realmente, reconocerle su incondicional dignidad y aceptar que, con la debida información o ilustración sobre su estado clínico patológico, tiene el derecho, en una relación médico paciente adecuadamente establecida, a decidir, libre de toda presión interna y externa, sobre el cuidado de su salud, de su existencia.
Para que este permiso o consentimiento sea válido éticamente debe llenar algunos requisitos que el médico está obligado a comprobar que se cumplen, a saber: que el paciente entendió la información adecuada –no exhaustiva– que le proporcionó sobre las medidas terapéuticas, sobre los riesgos y ventajes de éstas, sobre las consecuencias de rechazarlas; que su decisión no obedece a presiones externas familiares, sociales, etc.; que él, como profesional, fue capaz de disipar los falsos temores y las falsas expectativas creadas por consejas o informaciones incompletas de medios de comunicación, etc., y, muy importante, que requiere a veces intervención profesional especializada, si el paciente es competente para decidir, si su capacidad de optar en relación con el cuidado de su existencia, de su salud, no está alterada.
Una de las más frecuentes dificultades es la comunicación entre el médico y el paciente, porque el primero ha olvidado el lenguaje con el que éste, el paciente, conoce y se expresa sobre su organismo, sus dolencias, etc., y sólo encuentra un vocabulario técnico que nada dice al profano, al común de las gentes. La información que proporciona el médico debe ser para algunos autores totalmente neutra, para que no influya en la decisión del paciente; sin embargo, si al médico le quedan dudas fundamentadas de que por cualquier circunstancia la decisión del paciente no es plenamente autónoma, si está en alguna forma restringida, no sólo es ético, sino aconsejable que emplee su autoridad y sus conocimientos para convencer, nunca para imponer, iluminando conceptos, despejando dudas y temores para que el paciente opte por lo que de verdad es su mayor bien. Es el llamado paternalismo débil.
En relación con el consentimiento informado en los menores, reconocidos pensadores en el campo de la ética enseñan que los padres no pueden por sus creencias religiosas o por cualquiera otra razón exponer a sus hijos a la muerte o a secuelas definitivas por oponerse a un tratamiento probado efectivo, y aconsejan acudir a la autoridad competente, un juez de familia entre nosotros, para que tome bajo su tutela al menor y ordene el tratamiento. Esto se refiere especialmente a los Testigos de Jehová cuando la terapia única es una transfusión –la exanguino transfusión en el recién nacido–, pues consideran que está científicamente demostrado que la sangre que reciben los pacientes no permanece en el organismo de éstos más que unos cuantos días. Sin embargo, otros autores consideran que la fe de los padres, que legal y éticamente son los responsables de la orientación de sus hijos, debe respetarse y, previa manifestación de verdadero consentimiento idóneo [25] por parte de ellos, aceptar su decisión, de la cual son los únicos responsables. No olvidemos que los valores de lo santo o de lo sagrado son los mayores valores éticos, aun para los que no tienen fe religiosa, los llamados ateos. En general, con los pacientes en edad pediátrica el médico debe tener en cuenta el desarrollo mental del niño y atender sus razones, además de ayudarle –sin presiones, pero sí con argumentos verdaderos y convincentes, al alcance de su mente– a tomar la mejor opción que contribuya a su crecimiento total como persona, como ser humano.
Aspecto religiosoEl aspecto religioso de este elemento o “momento” no hace referencia a ningún credo específico, sino a la “dimensión formal del ser personal humano” [26], a la “actualización del ser religado del hombre” [26]. Y, ¿qué es la religación? Es, enseña Zubiri [27-29], “parte constitutiva de la persona humana” [28, 29], “algo que afecta al todo de mi realidad humana desde los más modestos caracteres físicos hasta mis más elevados rasgos mentales, [...] porque según todas ellas es como me hago persona. [...] es la raíz de que cada cual llegue a ser física y realmente no sólo un Yo sino mi Yo” [29]. La religación nos sitúa ante la “fundamentalidad” [28] como un absoluto finito, como un absoluto relativo, como persona, es decir, como una realidad relativa, y la lanza a la búsqueda de una realidad absolutamente absoluta, necesaria para fundamentar su existencia. Esa realidad absolutamente absoluta, el Absoluto, es Dios, para los que tenemos fe, pero cada uno puede convertir en Absoluto una realidad relativa: el poder, el tener, el placer son los más frecuentes. Es la necesidad estructural de la persona humana de trascender, bien sea en el Trascendente, Dios, o en cosas –ídolos–, que equivocadamente calificamos como lo Trascendente. “La religación no nos coloca ante la realidad precisa de un Dios, pero abre ante nosotros el ámbito de la deidad, y nos instala en él. [...] en la religación estamos ‘fundados’ y la deidad es ‘lo fundante’ en cuanto tal” [27].
La “religión es la plasmación de la religación” [27, 29] y ésta, la religación, es la base de toda religiosidad y de toda moralidad como “obligación”, es decir, nos hace morales, responsables de nuestros actos. En cuanto a la relación entre la ética, disciplina filosófica, y la religión, Aranguren [30] afirma:
La filosofía es, por esencia, un conocimiento que no apela más que a la razón, luz natural de todos los hombres. Salvaguardemos, pues, sin complicarla, esta alta posibilidad de entendimiento y de diálogo. Naturalmente, esto no significa que haya que prescindir de toda relación entre lo religioso y lo ético. Pero se trata, como veremos, no de una vinculación principal sino terminal, no de un proceder - de, sino de una abrirse - a; la ética no depende de la teología revelada], sino que se abre a la religión (énfasis agregados).
Más adelante agrega: “toda existencia bien compuesta y templada tiene que ser, al par, religiosa y moral. El esfuerzo ético, rectamente cumplido, se abre necesariamente a la religiosidad, termina por desembocar en ella, [...] Y, por su parte, la actitud religiosa eficaz fructifica en acción moral, en buenas obras” [31]. Al respecto, Laín Entralgo [32] enseña: “Si en tanto que ciencia la medicina no parece tener relación alguna con la religión, la tiene, ineludiblemente, en tanto que práctica” (énfasis agregados).
¿Persona o individuo?¿Cómo compaginar la exigencia operativa de la medicina hipocrática o científica de individuar al paciente, a la enfermedad, las indicaciones terapéuticas, de individuarse a sí mismo el médico, con el deber ético ineludible de tratar al paciente siempre como persona, como fin en sí misma y no como medio para cualquier finalidad, por noble que parezca? ¿Cómo evitar caer en la falta –muy frecuente en los sistemas de atención médica socializada o colectivizada– de convertir al paciente en simple individuo –es decir, distinguible sólo por ser diferente a otro de su especie, sin dignidad ni identidad propia–, en “la suma de un objeto científicamente cognoscible y una persona desconocida”? (énfasis agregado) [33].
Para poder cumplir con uno de los fundamentos de la medicina científica de “hacer algo sabiendo racionalmente –por tanto, no mítica o mágicamente– qué se hace y por qué se hace lo que se hace” (énfasis agregado) [34], debe, como lo vimos antes, individuar, mejor aún, objetivar al paciente, es decir, no tratarlo simplemente como un ejemplar más del género o de la especie homo, que como individuo lo despojemos de su dignidad incondicional y de otras características: ser único e irrepetible, ser social que normalmente vive en sociedad, y que relacionemos su condición clínico patológica con su ambiente familiar, social, cultural, etc., para que así nuestra misión sea lo más correcta posible.
Algunas virtudes médicas• Ser honesto. Ser recto, justo, probo consigo mismo y con los demás. Ser bondadoso. Dedicarse a realizar el bien en todos los campos de su influencia.
• Ser comprensivo. Tener presente que desde el punto de vista racional el dolor es un absurdo y que su presencia puede alterar los sentimientos y la conducta de quien lo padece.
• Ser humanitario. Su misión tiene como principio esencial expresar con sus actos y su actitud el amor al prójimo, al semejante, a la persona humana.
• Ser humilde y digno. Mezcla de orgullo por merecer la confianza de quienes acuden a él solicitando su ayuda y de profunda humildad por la magnitud de su misión frente a sus limitaciones humanas. Implica gratitud y reconocimiento al paciente que nos confía el cuidado de su existencia.
• Ser prudentes. Saber distinguir entre el bien y el mal, para realizar aquél y evitar éste. Saber qué debo decir, qué debo hacer, cuándo, cómo y dónde debo decirlo y hacerlo, cuándo, cómo y dónde debo callar y dejar de hacer algo. Es quizás la mayor y más importante virtud en el quehacer del médico.
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