TESTIMONIO LA ENFERMERÍA Y LA MUERTE

FECHA DE RECEPCIÓN: 28-07-2005

FECHA DE ACEPTACIÓN: 31-08-2005

Elizabeth Murrain Knudson*

* Enfermera egresada de la Universidad Nacional de Colombia. Especialista en Auditoría en Salud. Diplomada en Epidemiología y Docencia Universitaria. E-mail: lizmurrak@hotmail.com


SITUACIONES Y REFLEXIONES

Soy enfermera, egresada hace más de nueve años. Dentro de las cosas que más recuerdo como críticas en mi formación universitaria de pregrado fue la muerte de mi primer paciente. Era un niño de ocho meses de edad, se encontraba en el Hospital de la Misericordia de Bogotá debido a una falla multisistémica secundaria a malformaciones congénitas, con evidente deterioro y retardo en su crecimiento y desarrollo. ¿Cómo estaba vivo aún? No lo sabíamos, pero para la fecha tenía indicación de código de no reanimación.

Esa mañana el bebé estaba con cables por todos lados... Estaba organizándolo en la cuna con la ayuda de una de mis compañeras, después de bañarlo. Empezó la disminución progresiva de sus signos vitales... Estaba muriendo. Mi profesora se encontraba hablando fuera de la habitación con la madre del niño, una mujer joven, casi niña también, él era su primer hijo...

El niño ocupaba la segunda cuna, y la mitad de las paredes de la sala eran en vidrio; por lo tanto, nos veían desde afuera perfectamente; no tuve necesidad de salir a decirle a la mamá lo que estaba ocurriendo, el niño había muerto. Mi corazón estaba absolutamente constreñido; tenía un vacío en la boca del estómago, y las lágrimas salían de forma incontenible de mis ojos. Mi profesora ingresó a la sala, y tras ella la madre del niño; ella asumió la situación y yo me acerqué a la madre y la abracé fuertemente... Unos minutos después de permitirle a la señora acercarse al niño lo miró profundamente, lloró, lo abrazó; luego, iniciamos la desconexión de todos los sistemas de acceso venoso y aéreo que tenía el niño. Lo organizamos según lo aprendido y el protocolo de la institución; le pregunté a la señora qué era lo que deseaba hacer, entonces dijo: “Voy a llamar a mi esposo para que me ayude con todo”; por lo tanto, decidí que no lo llevaríamos a la morgue sino hasta que ellos estuvieran listos.

Hubo un espacio largo de tiempo... O quizá se me hizo el tiempo eterno, se realizaron los trámites administrativos, y cuando ya se marcharon, mi profesora me llamó aparte... Yo esperaba que pudiéramos hablar de lo que había ocurrido, ¡jamás en mi vida había visto morir a alguien, y menos a un niño! Tenía angustia, miedo, dolor; quería expresar muchas cosas; tenía preguntas, ¡reproches almacenados en mi garganta!... En cambio de poderlos compartir y expresar, recibí un fuerte regaño y el comentario que aún hoy ronda a veces mi cabeza: “Qué falta de profesionalismo, qué debilidad, usted no sirve para esto”... y eso fue todo, me dejó allí sin decir nada más.

Sin embargo, desde entonces tuve claro en mi desempeño aquello que había aprendido en las asignaturas de salud mental, en las psicologías cursadas y en ética: “La necesidad de entender y conocer lo que se siente, para poderlo abordar y aprovechar para fortalecer la esencia humana”.

Los sentimientos no son ajenos a nuestra esencia profesional; al contrario, requieren de una presencia concreta, explícita, honesta y real, para poder comprender, interpretar y prever lo que aquel ser que se encuentra a nuestro cuidado requiera, así como lo que pueda necesitar su familia o acompañante, por ejemplo, un abrazo o un apretón de manos para el que está muriendo, “no porque la muerte duela”, lo expresan ellos, sino porque dejar a los seres queridos sí acongoja; un sorbo de agua, tinto o limonada, ya que, como dicen los abuelos, algunos necesitan el agüita del descanso y solicitan aquello que saborean con más placer; la compañía de un sacerdote o pastor, según la religión; los santos óleos, una oración, la distancia del familiar “que no me deja ir”, entre tantas situaciones que aborda uno como enfermera en los diferentes servicios.

Siempre he continuado con serenidad y absoluto profesionalismo viviendo las relaciones con los otros, llámese paciente, amigo, familia, y hoy, en mi nuevo rol como maestra con los estudiantes, con la misma empatía del pasado, lo mejor es la sensación de tranquilidad de mi alma. Lloro si así lo necesito, río, abrazo, digo lo que siento y pienso en cada momento, apoyo, oriento, acompaño...

Cuando evoco lo que ha sido mi desempeño laboral, es muy grato poder recordar cómo es esa honestidad en el sentir con claridad y conocimiento en el área de salud mental, que han facilitado el afrontamiento de cada situación. Esto es lo que ha hecho de mí “una profesional especial y muy humana”, según evalúan y dicen las diferentes personas con las que he interactuado, eso sí también teniendo la capacidad de despojarme progresivamente de los sentimientos generados, mediante reflexiones y terapias con el grupo de trabajo o con mi célula de amigos, para evitar lesionarme como persona al sobrecargarme de dolores y tristezas, más cuando durante este tiempo, laboral y afectivamente, he tenido la oportunidad de brindar cuidado a pacientes en estado crítico, crónico y terminal, y en los casos en que me lo han permitido también a sus familias.

Durante el primer semestre del año 2003 reviví todos estos recuerdos, y es la razón de la presente reflexión, que me motivó a escribir, porque al mes de haber iniciado teoría murió en un accidente catastrófico una de mis estudiantes (la atropelló una buseta en la calle 72, en Bogotá). Ese día nos despedimos pasadas las siete de la noche al salir de la universidad, luego de realizar asesoría de un ejercicio académico que debían presentar la siguiente semana; el jueves, a las siete de la mañana, una llamada: “¿Es suya la estudiante Yolanda Isabel?” A lo que respondí: “Sí”. Luego el comentario: “Falleció anoche”... Después, muchas llamadas más de los mismos estudiantes y secretarias, dándome el informe progresivo en la medida que se conocían reportes y datos de la situación. ¡Ese no es el orden lógico de las cosas, primero mueren los padres y luego los hijos, primero los maestros y luego los estudiantes!

Para los pacientes, los estudiantes, las familias en general, el concepto que tienen de las enfermeras es que somos frías, insensibles, calculadoras. Y es muy cierto, sobre todo cuando nos negamos la oportunidad de vivir (sin llegar a extremos y dramatismos) los sentimientos y expresarlos según la situación, “porque eso es debilidad de carácter y falta de profesionalismo”. Nosotras también tenemos derecho de afrontar los duelos y pérdidas con calidez y humanismo; hay cosas que se aprenden mucho más mediante el ejemplo, la interacción, en los pasillos, en los sitios de práctica, no tanto en el discurso de la clase.

La muerte es la etapa más segura desde el momento en que empezamos a vivir, pero la que menos esperamos y sabemos afrontar o entender. Es por esa razón que, así como lo describe el Consejo Internacional de Enfermeras (CIE), “es compromiso de la enfermera cuidar de las personas, aun de las moribundas”. Hay que cuidar no solo al paciente o persona que está falleciendo, sino también a la familia que debe asumir y elaborar el duelo.

Vale la pena para mí hoy realizar este llamado, ya que definitivamente en nuestras estructuras académicas y laborales debemos incursionar espacios de conocimiento, enfrentamiento y manejo del estrés, de la agonía y de la muerte, por salud mental y por salud ocupacional, porque si nosotras como profesionales no la entendemos, no la conocemos o no la sabemos enfrentar, ¿cómo vamos a apoyar y orientar a otros, ya sea paciente, familia, estudiante? Porque también somos humanas y tenemos nuestros propios dolores afectivos no resueltos, miedos, dificultades, concepciones culturales o religiosas.

El llamado se hace más necesario porque estamos en una situación social, en Colombia y en el mundo entero, de crisis evidente por la muerte constante, que genera tanto el conflicto armado como la supervivencia diaria, la dificultad laboral, el estrés y la vida agitada, la precariedad económica, la injusticia social, que produce cada día tantos o más muertos que las mismas armas, y no enseñamos a nuestros estudiantes y futuros profesionales a conocer, entender, enfrentar y manejar la muerte más allá del discurso teórico de qué es, fases, etc.; estamos entonces faltando a nuestro compromiso académico y social, ya que la enfermería abarca los cuidados autónomos y en colaboración... de los enfermos, discapacitados y personas moribundas. Esta orientación debe partir del conocimiento personal de la muerte, involucrando mitos y leyendas socioculturales, de entenderla realmente como esa fase propia de la vida misma, transformando nuestros propios miedos.

Este nuevo siglo que iniciamos, cargado de adversidad, nos debe permitir la oportunidad social y profesional de enfrentar, desde la formación y en los espacios laborales, la muerte con respeto, serenidad, comprensión y normalidad, porque aún la muerte es un asunto serio y pertinente del cuidado para la enfermería.


BIBLIOGRAFÍA

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Escobar Triana, J. “MORIR como ejercicio final del derecho a una vida digna”, Colección Bíos y Ethos, vol. 7, Bogotá, Colombia, Editorial El Bosque, 1999.

Rigol Cuadra, Assumpta; Ugalde Apalategui, Mercedes. Enfermería de salud mental y psiquiatría, Barcelona, España, Salvat Editores S.A., 1995.

Vallejo Nagera, J. A. Guía práctica de psicología familiar: Cómo afrontar los problemas de nuestro tiempo, Bogotá, Colombia, Editorial Planeta, 1995.

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