IDENTIDAD PERSONAL Y TRASPLANTE DE ÓRGANOS

 

Sergio Cecchetto*

* Doctor en Filosofía, Magíster en Ciencias Sociales, especialista en Bioética. Miembro del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) de la República Argentina. Correspondencia: scypu@argenet.com.ar


RESUMEN

Los trasplantes de órganos entre seres humanos –recabados por vía de donación, de remoción o de comercialización– han despertado buen número de reparos entre distintos sectores sociales, donantes y allegados inmediatos, receptores y equipos de salud encargados de llevar adelante los procedimientos biomédicos involucrados. En esta maraña tecnológica pueden discriminarse núcleos de problemas de diferente naturaleza: clínico-biológicos, logístico-administrativos, económicos y culturales, religiosos y morales, los cuales, según se agraven o atenúen, inciden en el aumento de la circulación de aquellos bienes vitales todavía escasos, o bien profundizan su escasez. Este artículo se encamina a identificar y analizar, desde un punto de vista bioético, uno de esos núcleos conflictivo-valorativos, el de la identidad personal, tomando en consideración las visiones morales que sostienen los legos en cuestiones biomédicas, así como las decisiones y las conductas vigentes en el área de las ciencias de la vida y de la atención de la salud en la República Argentina.

PALABRA CLAVE: trasplantes, identidad, barreras culturales, Argentina.


ABSTRACT

Organs transplant obtained via donation, removal or commerce has arisen misgiving among different social circles and individuals involved in the process. This entangled technology breakthrough poses problems of multiple nature: logistic-administrative, cultural and economic, moral and religious which, depending on aggravation or attenuation have a bearing on vital scarce commodities. Article is addressed to identify and examine personal identity regarded as a core conflicting-assessment subject, having in mind moral viewpoints of laymen on biomedical issues, as well as decisions and prevalent behavior in the field of life science and health care practice in Argentine.

KEY WORDS: organ transplant, identity, cultural berriers, Argentine.


Los órganos sólidos y los tejidos –en especial el riñón, las córneas, el corazón, el pulmón, el hígado y el páncreas, la piel, los huesos y la médula ósea– han sido trasplantados con éxito entre individuos genéticamente distintos de la misma especie (homoinjerto o aloinjerto) recién al promediar el siglo XX. Los trabajos del australiano Peter Medawar, Premio Nobel en 1960, respecto del fenómeno médico conocido hoy bajo el rótulo de rechazo, junto con la aparición de nuevas drogas inmunosupresoras, tales como la ciclosporina, y un conjunto de diferentes abordajes farmacológicos, posibilitaron en las últimas décadas desarrollar precisos estudios de compatibilidad para lograr inmunizar el cuerpo del receptor contra los cuerpos extraños aportados por un donante. Estos logros permitieron elevar las tasas de sobrevida y con ello que el procedimiento de trasplantes –catalogado inicialmente como experimental y llevado adelante en contados centros médicos equipados con tecnología de avanzada– se volviera una intervención terapéutica de rutina, realizada en un número altísimo de instituciones de salud.

En la actualidad, cada 27 minutos alguien en el mundo recibe un órgano trasplantado y cada 2 horas y 24 minutos un ser humano muere por no obtener el órgano que imperiosamente necesita. A medida que el número de pacientes en espera aumenta, también crece de manera proporcional la escasez de órganos para ser trasplantados. Esa espera es mortal, especialmente para los pacientes con fallos cardíacos y hepáticos, porque los sistemas de soporte vital para estas dolencias no se encuentran suficientemente desarrollados.

Si nos concentramos en los homoinjertos, esto es, en los trasplantes de órganos que se realizan entre individuos genéticamente distintos de una misma especie –en nuestro caso, de un ser humano a otro, uno que aporta el órgano y otro que lo recibe–, podemos imaginar dos situaciones paradigmáticas: a) una donde el donante es una persona viva y, en tal caso, la donación se efectúa intervivos y la ablación se limita a los órganos pares –riñones, por ejemplo– y b) otra donde la ablación se efectúa sobre una persona clínicamente muerta, a la que se le conserva su circulación sanguínea y su respiración por medios artificiales para evitar que los órganos se descompongan –es decir, una donación cadavérica o, por mejor decir, una remoción o ablación cadavérica–.

Esta maraña tecnológica que involucra al menos a tres actores: el dador y sus allegados inmediatos, el receptor y los equipos médicos encargados de efectuar el procedimiento, genera distintos problemas (1), los cuales pueden agruparse, de acuerdo con su naturaleza, en: clínico-biológicos, logístico-administrativos, económicos y, por último, culturales, religiosos y morales.

Es de suponer, entonces, que, según se plantee la interacción entre esos tres actores, se podrá agravar o atenuar la incidencia de esos problemas y, por ende, aumentar la circulación de aquellos bienes vitales escasos o bien profundizar su escasez. Hasta el momento, es bajo el número de procedimientos de trasplante en relación con el número de habitantes que detenta la República Argentina, y las negativas familiares para autorizar la donación cadavérica alcanzan el 50 y el 60%, a los que se debe sumar como fracaso otro 20 o 25% de procedimientos abortados. Aunque nuestro país está a la cabeza de la América Latina en los niveles de donación –no siempre cadavérica, vale aclarar–, con 13,4 donantes por millón de habitantes, la distancia que nos separa de los Estados Unidos (22 donantes por millón de habitantes), España (27 por millón), Francia (20,7 por millón), Suiza (18,3 por millón), Gran Bretaña (17,4 por millón) es apreciable. Son muchas, además, las oportunidades que se pierden para trasplantar órganos por razones de muy diversa índole, entre las que se encuentra la “colaboración restringida” que algunos servicios hospitalarios mantienen con el Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante (INCUCAI), organismo argentino encargado de receptar y distribuir los órganos recolectados. Todo esto hace suponer que los problemas mencionados antes se constituyen en escollo insalvable a la hora de concretar donaciones y efectivizar implantes en el territorio nacional.

Tanto el equipo de salud como la población en general construyen sus representaciones alrededor de los trasplantes de órganos basándose en un discurso biomédico, en su interacción con otros potenciales donantes/receptores y en sus propias experiencias de vida. Las imágenes y conceptos que ellos construyen socialmente acerca del procedimiento de trasplante se manifiestan actitudinalmente como reticencias implícitas a la donación, a la ablación o remoción, o bien como facilitadoras de ellas. Sin embargo, hasta el presente, las estrategias masivas para aumentar la oferta de órganos han estado orientadas más a buscar resultados a corto plazo que a indagar sobre las raíces y causas de esos comportamientos, valoraciones, motivaciones y creencias, que tienen influencia decisiva en el momento de satisfacer una demanda y una necesidad crecientes.

Un somero elenco de dificultades arrojaría que entre los problemas de corte clínico-biológico que se nos presentan debemos ubicar los criterios de selección, tanto de los donantes como de los probables receptores, y los parámetros que definen la muerte humana. La definición de muerte cerebral como sinónimo de muerte humana, que fue elaborada en 1968 por un comité ad hoc de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard (Estados Unidos) (2) y convertida en ley durante 1982 en ese país (Uniform Determination of Death), juega sin duda en esta situación un papel preponderante. Su criterio, aceptado ahora por gran parte de los corpus legislativos occidentales, sigue generando resistencias abiertas dentro de la comunidad médica y desconfianza entre el público en general por motivos de índole científica, jurídica, antropológica, social, psicológica y ética.

Entre las dificultades logístico-administrativas aparecen las tareas atinentes a la localización y captación de órganos y de donantes, con lo cual quedan implicadas medidas educativas, de incentivo y legales, que permiten el aumento de la disponibilidad y de la accesibilidad al servicio. La situación de grupos vulnerables frente a estas medidas (prisioneros, niños, etc.) y el gran capítulo del consentimiento presunto del fallecido o expreso del donante y también del posible receptor encuentran su lugar en este apartado, así como también los aspectos estrictamente económicos que se emparientan con la asignación de los recursos escasos y la justicia distributiva.

Por último, las barreras culturales, las convicciones religiosas y las restricciones morales encierran los escollos más importantes que deben ser superados, porque allí radican las distintas fuentes de las nociones y representaciones que operan sobre el equipo médico y el público en general respecto de la aceptabilidad del procedimiento de trasplantes. Las ideas antropológicas circulantes de corporeidad-corporalidad, de disponibilidad-indisponibilidad del cuerpo propio y del ajeno, de las categorías de la identidad y la alteridad, de la mismidad y la otredad, del altruismo y del nostrismo (para utilizar el neologismo acuñado por Ortega y Gasset), del bien común y del bien social, del cadáver y de la persona muerta, la noción de segundas exequias o el segundo cuerpo, o el escurridizo concepto vida-muerte no pueden ser desechados sin más trámite. Precisamente aquí es donde se juega una fenomenología del cuerpo humano y una idea particular de la integridad corporal, según se comprenda el cuerpo como una realidad del orden de la tenencia o de la propiedad, del orden de la subjetividad o de la objetividad, del orden de la alteridad o de la identidad, en un territorio marcado por la gnoseología o por la axiología, preferentemente. Son estos posicionamientos los que nos permiten discurrir éticamente en torno de la licitud de la automutilación voluntaria en beneficio de terceros y sobre su obligatoriedad; sobre las posibilidades de tornar al cuerpo una mercadería que pueda inscribirse dentro del circuito del comercio, como si se tratara de una cosa más en el mundo de las cosas, y habilitar con ello estrategias para subvencionar o incentivar la práctica, etc.

Es nuestra intención examinar ahora con cierto detalle uno de esos temas, aquel que se refiere a la identidad personal, y marcar el papel que esta juega en relación con el trasplante de órganos entre seres humanos. Se trate ya de donación (voluntaria y altruista), de remoción (consentimiento presunto o proxy consent) o de transacción (circuito comercial), los principios éticos de totalidad, de caridad o altruismo, de autonomía, de justicia y de beneficencia –no maleficencia– resultan profundamente afectados por esta noción, la cual marca, a nuestro entender, los orígenes de una polémica que no hará más que agudizarse hasta que se esclarezca la posición de todos y cada uno de los elementos en ella implicados.

LA IDENTIDAD PERSONAL

La relación que se establece entre identidad personal y trasplante de órganos es oscura, compleja y, por sobre todo, poco estudiada. Puede entreverse que esa noción se involucra con una idea más general sobre el cuerpo humano, su naturaleza, funciones y alcances, y también intuirse que ella juega un papel importante en la decisión de donar y también en la de aceptar el órgano ofrecido por un tercero. Pero, al mismo tiempo, las más de las veces, las sospechas enunciadas se mueven en el terreno de lo especulativo y persisten en desconocer los datos de primera mano que los propios individuos comprometidos aportan para esclarecer cuál es el vínculo que mantienen con su cuerpo, cuáles son sus percepciones, creencias y emociones, las imágenes y el valor que le otorgan a su corporeidad.

José Alberto Mainetti ha sido uno de los primeros estudiosos que, entre nosotros, examinaron filosóficamente algunos vínculos entre trasplante e identidad (3). Adoptando una perspectiva teórica imaginó que el hipotético trasplante de cerebro pondría en jaque a la idea misma de identidad personal (4). Él sostuvo que si tamaña hazaña fuera posible y pudiera, en paralelo, mantenerse la vigencia de un dualismo antropológico de cuño cartesiano, el yo o la ipseidad del receptor se vería comprometida al quedar envuelta en esa práctica biomédica. Incluso, las nociones tradicionales de donante y receptor perderían en tal caso sus perfiles definidos, porque quedaría en entredicho quién y qué se dona, quién y qué se recibe. Según sea la manera de entender este punto podría hablarse de trasplante de cerebro o bien de trasplante de tronco completo, de una persona que recibe un cerebro en buen estado o de un cerebro en buen estado al que se le ha conseguido un nuevo cuerpo en el cual alojarse. La propuesta, sin embargo, no pasa de ser un ejercicio intelectual cercano a los argumentos novelescos a que nos tiene acostumbrados la ciencia ficción –imposible no reparar aquí en Las cabezas trocadas, de Thomas Mann– y a las especulaciones formuladas por neurocientíficos. Cabe acotar, sin embargo, que el trasplante de cabeza/ tronco se ha ensayado, hasta ahora, a título experimental entre perros y monos.

Otro frente de tormenta, que esta vez apunta ya no solo a la identidad personal sino a la identidad de la propia especie humana, se abre cuando ponderamos la licitud de trasplantar órganos genitales (ovarios, testículos) y glándulas que regulan el equilibrio hormonal y bio-psicológico de las personas (hipófisis); pero esta posibilidad fue pasada por alto por Mainetti en sus trabajos, hasta la fecha. En este caso, la amenaza que turba la identidad se cierne sobre el receptor pero también sobre su descendencia biológica, con lo cual el problema queda amplificado.

Desde una perspectiva simbólica que reconoce la utilización de materiales anatómicos humanos para trasplante como variante tecnológica del sacrificio, del canibalismo o de la antropofagia, también la identidad personal aparece como problema. Ciertas preguntas se actualizan en cuanto se pretende poner en marcha un operativo de ablación y trasplante: ¿continuaré siendo yo mismo cuando incorpore a mi cuerpo un fragmento corporal que me es ajeno?, ¿ese elemento exótico podrá con propiedad ser designado como algo que me pertenece?, ¿yo mismo, si muero, continuaría siendo quien soy si me incorporara al organismo de otro? Y en todos estos supuestos, ¿cuál es el límite entre mi yo y los otros yoes, entre interioridad y exterioridad, entre identidad y alteridad? María Luisa Pfeiffer declina, en varios de sus artículos, estos interrogantes, para concluir que la cuestión de la identidad es el factor de interferencia más importante tanto para donar un órgano propio como para aceptar de otra persona un órgano determinado (5).

Los señalamientos de gran parte de la fenomenología contemporánea (incluyo aquí la reflexión de una gran cantidad de filósofos argentinos: Rovaletti, Schilardi, Aisenson, Kogan, Iribarne, Bonilla, etc.) apuntan en una dirección semejante a la desarrollada hasta aquí de la mano de esos otros dos autores ya mencionados, pues ponen en evidencia que el tener cuerpo no es del orden de lo posesivo (a la manera en que yo soy propietario de un reloj, por ejemplo, que es un objeto distinto de mí e independiente), sino de lo implicativo (es un poseer que, a la vez, me tiene o me posee). Y aún más: muestran que las categorías interior-exterior son inseparables cuando se las aplica a la consideración del hombre en el mundo, porque no existe ninguna realidad a la que se pueda designar bajo el nombre de “hombre exterior”. El sujeto encarnado que cada hombre es, por tanto, concretamente, no puede escindirse de este mundo en el que participa ni de este cuerpo que tiene. Es, al mismo tiempo, todo interioridad o todo exterioridad, según ese yo comprenda al mundo o según el mundo lo comprenda a él, para usar las palabras luminosas de Merleau-Ponty. Esta visión del problema remonta los dualismos y plantea una unidad discernible del ser como totalidad en un terreno que es anterior a cualquier división abstracta (como la emprendida por el cartesianismo entre sujeto y objeto, por cierta antigua teología cristiana entre materia y espíritu, etc.).

El proceso de apropiación de un órgano ajeno, en tal caso, se ve dificultado por la sencilla razón de que la ipseidad no comprende únicamente a la sustancia pensante o conciencia (si tuviera aquí algún sentido mantener el dualismo cartesiano), sino que coincide de manera completa con el propio cuerpo, que es a la vez corporeidad (materia objetiva) y corporalidad (cuerpo vivenciado o experiencial) (6). Dispuesta a recibir un material anatómico ajeno, la persona debería poder volver ajeno su propio cuerpo, objetivarlo, distanciarse de él, desconocerlo en tanto que propio; y entonces recién avenirse a tomar ese otro elemento objetivo que se le ofrece y al cual desconoce, ya que no dispone de noticias ciertas sobre su origen ni sobre su historia social previa ni sobre sus deseos. Ocurre entonces que la técnica trasplantológica, a pesar de lo que aparenta, se cumple no solo sobre este cuerpo que el paciente tiene (Körper), mero organismo, corporeidad objetiva, sino sobre el cuerpo que es, sobre el cuerpo vivido (Leib), sobre su cuerpo fenomenal o propio, sobre su corporalidad. No puede pretenderse que su biología cambie y que él continúe siendo exactamente el mismo, aunque esa modificación orgánica esté dictada por la enfermedad que padece. Es lícito pensar, por el contrario, que la alteración de su sustancia corporal transformará también su manera de ser y, con ella, la manera de adecuarse el nuevo cuerpo al mundo (7). Conservar o perder la propia identidad es un dilema que remite entonces a la dificultad que representa esa transformación obligada de todo su ser, a la exigencia de transitar una dialéctica que sepa conjugar su cuerpo orgánico con su cuerpo vivido y relacionarlo de manera armónica con el cuerpo social en que ambas “realidades” se desenvuelven. Si falla este proceso de apropiación, se hablará de rechazo. Aunque, bien mirado, podemos suponer que el fenómeno del rechazo no se agota en el ámbito biológico sino que también abarca un psicorrechazo, en tanto hacerse cargo de un elemento ajeno que ingresa a su cuerpo e intenta formar parte del yo acaba por perturbarlo emocionalmente, pues distorsiona su esquema corporal y sus mecanismos de reconocimiento, incluso hasta el punto de obligarlo desde el inicio a recusar la práctica biomédica propuesta. Del mismo modo en que podríamos hablar de una compatibilidad biológica entre partes orgánicas, podríamos hacerlo, también, de una psicocompatibilidad, que remite a la buena relación que se establece entre el yo y los distintos elementos corpóreos que le son inherentes.

Las preguntas que la fenomenología contemporánea se hace ocuparían poco espacio en el caso de que se sustentara una concepción dualista del hombre, en la cual el cuerpo propio resultara una especie singular de máquina organizada como un conjunto de elementos interactuantes, pero donde queda sin definir una identidad específica para cada uno de ellos. Ya Descartes fija en la sexta de sus Meditaciones metafísicas, publicadas en latín en 1641, el saber anatómico y fisiológico acumulado por la escuela prevesaliana: recluye el cuerpo al mundo de la extensión, cosa entre las cosas, objeto entre los objetos, instrumento íntimo y extraño empleado con diversos fines. La existencia de este cuerpo es confirmada por un procedimiento semejante al utilizado para verificar la existencia de cualquier objeto externo al sujeto mismo, es decir de cualquier objeto situado en el espacio. Y si yo comprendo –dirá Descartes– eso significa que dispongo de una inteligencia distinta del cuerpo. Este cuerpo –antes que nada– es una propiedad muy especial que se posee (habere) y no algo que intrínsecamente se es (esse): en esta forma verbal se juega el destino de esa relación que nos atañe entre yo y el cuerpo que se tiene, en cierta forma un extraño respecto de uno mismo. Es así como esta posesión, esta pertenencia, puede prestar un servicio instrumental; mientras que “mi esencia consiste en que soy una cosa que piensa”, “una cosa que piensa y carece de extensión”, si bien “poseo un cuerpo al que estoy íntimamente unido”, “casi fundido”, lo cual no significa que llegue a identificarme con él bajo ningún respecto (8).

Incorporada esta imagen dual de la naturaleza humana, los intercambios y los recambios de partes corpóreas quedan legitimados en tanto no se altere la conformación o estructura del conjunto y se permita su funcionamiento, su equilibrio vital. La identidad es una categoría que cada uno es capaz de establecer consigo mismo en tanto ser pensante, pero de la cual esa sustancia extensa particular que es el cuerpo propio queda excluida. La identidad personal, en suma, deviene de la conciencia, es decir de la apropiación que el yo hace de sus operaciones, estados presentes y pasados.

La biomedicina actual adopta estas nociones de cuño filosófico y centra su operatoria en encontrar el nuevo órgano que reemplazará en un cuerpo dañado al órgano enfermo y, al mismo tiempo, en conformar con su desempeño la estructura operante. El receptor debe, por necesidad, poner en funcionamiento una lógica idéntica, la que le permita incorporar esa parcela ajena al conjunto de su más íntima pertenencia. Ambos movimientos son estrictamente necesarios para llevar a feliz término cualquier intervención de trasplantes.

TRASPLANTES DE ÓRGANOS E IDENTIDAD: UNA APROXIMACIÓN EMPÍRICA

Las posturas antes señaladas, si bien contienen elementos de valía que permiten adentrarse en una relación poco explorada, portan consigo la limitación de haber nacido al abrigo de la reflexión teórica. Esto es, nacen de un libre juego de la imaginación y pueden desentenderse de su contrastación empírica. Nosotros, por el contrario, entendemos que enriquece el análisis incorporar aquí la palabra de las personas involucradas en la práctica biomédica estudiada, sus creencias y sentimientos en referencia a la identidad personal, pues existen a lo largo y ancho del globo estudios de campo que aportan material de primera mano sobre estos asuntos. Inclusive, investigaciones recientes llevadas adelante en nuestro territorio nacional, a las que trataremos de recurrir para elucidar diversas aristas del problema (9).

Como primera aproximación debemos reconocer que la técnica trasplantológica tiene un doble rostro, esto es, consiste, por un lado, en implantar órganos en enfermos que los necesitan para seguir viviendo, pero, por otro, implica también extraer esos órganos de personas vivas o muertas. Es especialmente esta última situación la que pone en movimiento las relaciones sociales, las visiones del cuerpo, la noción de integridad y la de sacralidad, el tratamiento del cadáver y su destino final, como bien advierten todas las personas que se encuentran en el trance de decidir por ellas mismas o por delegación el formar parte de un procedimiento de trasplante.

Admitiendo de buen grado que el cuerpo humano es una construcción simbólica más que un dato en sí, un resultado de la interfase física, social y cultural, podemos asegurar que en nuestra comunidad concreta pueden entreverse distintas posiciones respecto del cuerpo. Estas posiciones han sido tematizadas bajo el rótulo de metáforas por algunos autores (10), y como imágenes y representaciones por otros (11), pero en rigor tanto uno como otro marbete expresan vínculos emocionales de la persona con su propia encarnación. Así, entonces, podemos recoger y resumir esos sentidos ya anunciados en estas cuatro figuras básicas: la del cuerpo-máquina (típica de la visión reductiva de cuño biologicista que describimos aquí, por economía, como cartesiana), la del cuerpo-propio o vivido (en la cual el yo no puede pensarse escindido de su contracara corporal) y otras dos visiones complementarias de las anteriores: la del cuerpo-jardín y la del cuerpo-sagrado o inviolable, solidarios de la primera y segunda visión anotadas respectivamente (12). Según se vuelquen hacia una figura u otra, hemos dicho, las personas se mostrarán psicológicamente inclinadas a donar y recibir órganos, o bien se negarán a hacerlo. Importa destacar, en cualquier caso, que siempre el cuerpo representa un valor para otras personas o para sí mismo, aun después de muerto, según se desprende de los reportes mencionados.

Por un lado, los individuos proclives a donar entienden que la muerte delimita el ámbito de la utilidad corporal, tanto para el fallecido como para sus allegados. El cadáver es mirado con desapego porque resta un envase inútil y deshumanizado. La posibilidad de participar como donante post mórtem de un trasplante es una estrategia corporal de puesta en valor, con lo cual el desguace que implica la ablación es tolerado estoicamente y aun disfrutado. Diferentes sistemas de creencia habilitan esta lectura, desde orientaciones filosóficas (dualismos cuerpo-ánima o corrientes vitalistas) hasta las orientaciones religiosas (dualismos materia-espíritu o cuerpo-alma) y laicas (persona-cuerpo). Pero aquí conviene hacer alguna consideración que modula en otro tono lo señalado, porque son muchos los que, aun adhiriendo a esta posición, insisten en diferenciar entre un adentro y un afuera del cuerpo. Los actos altruistas que están dispuestos a realizar alcanzan la interioridad del cuerpo, es decir los órganos vitales sólidos (corazón, pulmón, hígado, páncreas, etc.), pero no así el material anatómico que podría comprometer la estética del donante (por ejemplo la piel, los huesos o las córneas) (13). La ley de trasplantes argentina se hace eco de esta preocupación póstuma en su artículo 25, inciso a, obligando a los efectores de salud en donde se realiza la ablación a “arbitrar todos los medios a su alcance en orden a la restauración estética del cadáver...”(14). Ahora bien, aceptando que no disponemos en el país de estudios etnoanatómicos y etnofisiológicos acabados –aunque podemos rescatar un puñado de trabajos de buena calidad elaborados por Gustavo Pis Diez– (15), podríamos preguntarnos: ¿qué sentido alcanzaría esa prevención si acaso los donantes adhirieran a rajatabla a una postura del cuerpo-máquina como la ya comentada? ¿Será acaso que aún el cadáver, a fin de cuentas, continúa siendo el portador de un valor ritual para los deudos y una representación del yo fallecido durante el velatorio? Otro manojo de preguntas sin respuesta se dibuja en el aire cuando revisamos el alcance de la estrategia corporal de puesta en valor del cuerpo muerto: algunas personas de medios sociales argentinos bajos describen las donaciones como uno de los pocos sistemas sociales que les permiten ejercer protagonismo, actuar como sujetos socialmente integrados y no como objetos marginados o necesitados de ayuda (16). Pero cabría también preguntarse si, además, cuando idéntica conducta es registrada en personas de sectores argentinos medios no se la debe leer quizá como gesto positivo del hombre viviente por adelantarse a su destino final ya entrevisto. Dentro de una sociedad atravesada por las relaciones mercantiles y por los reclamos utilitarios, volver provechoso el material de desecho tiene por fuerza que verse con agrado, especialmente si es el propio donante el que activamente se anticipa a la descomposición que lo acecha y le hace un corte de manga a su destino entrevisto al reciclar su materia en un nuevo círculo de encarnaciones.

Estas someras advertencias se encaminan a mostrar que no puede leerse el índice de donaciones alcanzado en el país como una muestra de altruismo generalizado (componentes solidarios), como de manera algo arbitraria razonan algunos (17). Por necesidad ha de integrarse también la motivación utilitarista-pragmatista que mueve a muchas personas a desenvolverse de manera acorde con el ritmo de la sociedad y sus valores predominantes, en nuestro caso ofreciendo partes de su organismo cuando intuyen que en un cierto momento estas habrán perdido para ellos utilidad y no podrán ya brindarles servicios (v.g., con la muerte).

Por otro lado se conforma el grupo de aquellos que perciben y valoran su cuerpo como extensión del yo, el de los que entienden el cuerpo como realidad inescindible de la mismidad, y para los cuales donar significaría, sin más, donarse, entregarse, inmolarse. Es difícil calcular a ciencia cierta qué porcentaje de la población nacional adhiere a esta postura, no así sus implicancias teóricas y prácticas. La terminología popular apunta a expresar esta realidad con imágenes crueles: desarme, mutilación, vaciamiento, descuartizamiento y demás expresiones semejantes, que subrayan el hecho de que en la continuidad vivo-muerto se mantiene la unicidad de la persona y de su yo. La integridad corporal aparece así como un desiderátum existencial que no asume la muerte humana a la manera de límite temporal o cesación definitiva, sino que la incorpora al decurso vital y la integra a su proceso. En otras palabras, se rechaza la idea de que el morir humano pueda ser análogo a la desintegración de lo inorgánico o a la terminación de las cosas, para mejor resaltar, en términos restrictivos, que el morir del ser humano es asunto reflexivo y experiencial que se conjuga en primera persona del singular bajo la figura de la muerte propia.

La resistencia cultural a la donación y a la aceptación de un órgano extraño que implica esta posición no se juega con exclusividad dentro de un terreno marcado por la creencia religiosa, en la cual impera la necesidad de contar con un cuerpo íntegro para después de la muerte, tal como sugieren las opiniones de sectores urbanos argentinos de estratos bajos, identificados con valores tradicionales (18). Antes bien, los sectores urbanos argentinos de estratos medios combinan ese fundamento del rechazo con otras preocupaciones críticas a la operatoria invasiva de la biomedicina occidental contemporánea (19). La técnica de trasplantes opera con la materia viviente del dador como si se tratara de un cadáver, es decir desconoce esa historia individual que está escrita sobre el cuerpo para poder seccionar, aislar, extraer. Para permitir estas operaciones habría que reconocer, primero, que el yo subjetivo ha tocado a su fin, que ha perecido de una vez y para siempre, que la identidad integrada de mi universo motivacional y cognitivo se ha deshecho, y con ella, mi centro de conciencia, emoción, juicio y acción organizados. Aquí la dificultad insalvable reside en la incerteza que rodea a tal proceso, pues existe una incredulidad radical de los individuos en cuanto se plantean teóricamente la finitud de su vida. Hay una falta de experiencia obligada en aquello que remite a la muerte propia, puesto que nuestro conocimiento personal del morir siempre, por necesidad, se ha obtenido a través de terceras personas que efectivamente han muerto (20). Si, entonces, el cadáver no denota a los ojos de estos individuos una reificación, si no pierde necesariamente todo valor por el hecho de yacer inerte, si el yo mantiene algún tipo de conexión íntima con el cuerpo en que encarnó, es de esperar que este grupo de personas se niegue ya en vida a ser tratado en el futuro como cosa, como resto mortal extinto, como mercadería que silencia su sentido último y personal.

Los estudios que seguimos desestiman la importancia cuantitativa de este último grupo, y aun la subestiman. Sin embargo, argumentos que le serían afines aparecen con regularidad en boca de individuos que, en principio, se muestran como bien predispuestos a la donación y, eventualmente, a la recepción de órganos humanos; entre ellos, la repulsa por el tratamiento poco respetuoso de los despojos, la fantasía de “continuidad” vital en otro organismo, el carácter de intocable que reciben ciertos individuos dentro de una familia –en especial los niños–, etc. Esto permite sospechar que los instrumentos metodológicos no se han afinado lo suficiente como para poder captar en detalle qué es lo que sucede en las mentes de los entrevistados a este respecto. La consecuencia directa de ello es que el rechazo termina atribuyéndose a otras muchas causales, entre las cuales se encuentra apenas mencionada la posibilidad que estudiamos.

CONCLUSIÓN

Las técnicas de trasplante actuales operan sobre un cuerpo desdivinizado, ciertamente, pero también sobre un cuerpo desencantado. Al morir, el yo o el sujeto parecen volatilizarse, dejando atrás apenas un “resto” mortal, colección de piezas sueltas a la espera de cumplir con una nueva performance en otro organismo viviente. Literalmente, se trata de un cuerpo sin hombre (¿acaso la ecuación recíproca tendría algún sentido?) el que entra en la etapa de su reproducción técnica, para decirlo con una paráfrasis de Walter Benjamin

Aquellos que ven con recelo las promesas de la biotecnología aplicadas al cuerpo humano se refugian en la creencia de que las modificaciones plásticas orientadas a rediseñar lo humano les acarrearán una crisis de identidad o, por mejor decir, los obligarán a negar in limine esa coincidencia entre el yo y el cuerpo propio, para mejor disponer y permutar materiales anatómicos diversos. En el caso de ser receptores, se los forzará a dolerse por aquello que pierden (a realizar un duelo por el órgano perdido) y, a la vez, a apropiarse de un elemento ajeno, que ya trae consigo “una historia” íntima y cifrada. En el caso de ser dadores, en cambio, abdicarán de fragmentos de su cuerpo (de su yo) para que continúen probando suerte dentro de otros organismos (de otros yoes). El recelo surge al advertir que cualquier alteración, en más o en menos, de la propia corporeidad implicará también un posicionamiento distinto respecto del medio circundante, lo cual plantea una dialéctica inédita entre el yo y el mundo.

¿Por qué razón en todas partes del globo se multiplican las barreras culturales, se vuelven rígidas las convicciones religiosas y afloran las restricciones morales frente a los trasplantes de órganos entre humanos, cuando se aceptan de manera simultánea prácticamente todos los demás frutos ofrecidos por la moderna biomedicina con escaso cuestionamiento? Aunque resulte difícil elaborar una sencilla respuesta a esta interrogante última, tenemos que reconocer que, en este caso especial, el saber occidental entra en colisión con nuestra visión secular de la vida humana y del morir y con nuestra manera antepredicativa de entender el cuerpo vivo y el cuerpo muerto. La imagen (o representación) que nos forjamos de nosotros mismos, base sobre la cual construimos nuestra identidad, es una realidad cultural y socialmente operante todavía, aunque mucho en su contra se haya escrito y hecho en estos años atravesados por la impronta posmoderna y por el despliegue técnico y científico.


1 Sarmiento, Pedro José. “La bioética de los trasplantes de órganos”, Persona y Bioética, 4 (9-10): 115-132, 2000.

2 Ad-Hoc Committee of the Harvard Medical School to Examine the Definition of Brain Death. “A Definition of Irreversible Coma”, Journal of American Medical Association, 205: 337-340, 1968. Machado, Calixto (ed.). Evolución histórica en el concepto y diagnóstico de muerte, La Habana, Instituto de Neurología y Neurocirugía, 1993.

3 Mainetti, José Alberto. “El médico frente al derecho del hombre sobre su cuerpo (reflexiones deontológicas a propósito del trasplante de órganos entre seres humanos)”, Cuadernos del Instituto de Humanidades Médicas, 1: 3-39, 1973.

4 Mainetti, José Alberto. “La revolución trasplantológica”, en Estudios bioéticos II, La Plata, Quirón, 1993, págs. 157-167.

5 Pfeiffer, María Luisa. “El trasplante de órganos: algunas cuestiones éticas”, Quirón, 29 (2): 84-90, 1998. Pfeiffer, María Luisa. “El cuerpo ajeno”, en Rovaletti, María Lucrecia (editora). Corporalidad. La problemática del cuerpo en el pensamiento actual, Buenos Aires, Lugar, 1998, págs. 25-34.

6 Mainetti, José Alberto. Realidad, fenómeno y misterio del cuerpo humano, La Plata, Quirón, 1972.

7 Eilan, N., et al. “Self-Consciousness and the Body”, en Bermúdez, José Luis, et al (editores). The Body and the Self, Cambridge, MIT Press, 1998. Sharp, L. “Organ Transplantation as a Transformative Experience: Anthropological Insights into the Restructuring of the Self”, Medical Anthropological Quarterly, New Series, 9 (3): 57-89, 1995.

8 Descartes, René. Meditaciones metafísicas, Madrid, Espasa-Calpe, 1984. Rovaletti, María Lucrecia. “El saber biomédico y la metáfora mecanicista”, Perspectivas Bioéticas en las Américas, 3 (6): 24-39, 1998. Rovaletti, María Lucrecia. “La objetivación del cuerpo o el cuerpo como simulacro biológico”, en Rovaletti, María Lucrecia (editora), op. cit., págs. 349-368

9 Freidin, Betina. Los límites de la solidaridad. La donación de órganos, condiciones sociales y culturales, Buenos Aires, Lumière, 2000. INCUCAI, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Actitudes de la población de la ciudad de Buenos Aires respecto de la donación y el trasplante de órganos, Buenos Aires, 1998, mimeo. Musci, José. Donación de órganos: conclusiones prácticas de una encuesta. Ponencia de las IV Jornadas Argentinas y Latinoamericanas de Bioética, noviembre de 1998, Buenos Aires, Argentina.

10 Belk, R. W. “Me and the Versus Mine and Thine: How Perceptions of the Body Influence Organ Donation and Transplantation”, en Organ Donation and Transplantation: Psychological and Behavioral Factors, Washington, American Psychological Association, 1990.

11 Le Breton, David. Anthropologie des corps et modernité, Paris, PUF, 1990.

12 Freidin, Betina. Op. cit.

13 Sque, M., y Payne, S. “Dissonant Loss: The Experience of Donor Relatives”, Social Science and Medicine, 43 (9): 1359-1370, 1996. Bigio, L., et al. La tarea de coordinador de trasplante en la donación de órganos. Ponencia en la IV Jornada Argentina y I Rioplatense sobre Aspectos Psicosociales en Diálisis y Trasplante, agosto de 1996, Facultad de Psicología, Universidad Nacional de Buenos Aires, Argentina.

14 Ley Nacional 24193 / 1993 y Decreto Reglamentario 512 / 1995 sobre Trasplantes de Órganos y Materiales Anatómicos Humanos.

15 Pis Diez, Gustavo. “Concepciones populares acerca del cuerpo”, Quirón, 19 (1): 50-55, 1989. Pis Diez, Gustavo. “El trasplante de órganos como problemática antropológica”, Quirón, 21 (3): 20-24, 1990. Pis Diez, Gustavo. “Cuerpo de vida, cuerpo de muerte: las dimensiones socioantropológicas del trasplante de órganos y sus implicancias morales”, Quirón, 22 (1): 96-103, 1991.

16 Freidin, Betina. Op. cit.

17 Musci, José. Op. cit.

18 Freidin, Betina. Op. cit.

19 Freidin, Betina. Op. cit. Joralemon, D. “Organ Wars: The Battle for Body Parts”, Medical Anthropology Quarterly, New Series, 9 (3): 335-356, 1995.

20 Domínguez Roldán, J. M., et al. “Aspectos culturales de la percepción de la muerte. Su influencia en la donación de órganos”, Nefrología, 11 (1): 52-54, 1991. Cecchetto, Sergio. Curar o cuidar. Bioética en el confín de la vida humana, Buenos Aires, Ad-Hoc, 1999.