BIOÉTICA Y TRASPLANTES EL CASO DE LOS DONANTES A CORAZÓN PARADO
PARTE II

 

P. Euclides Eslava Gómez *

Médico Cirujano. Doctor en Filosofía. Bachiller en Teología. Universidad de La Sabana. E-mail: euclideseg@mail.com


RESUMEN

En este trabajo se resumen los principales aspectos éticos relacionados con los trasplantes: la peculiar dignidad del ser humano, la comercialización del cuerpo, el consentimiento informado la certificación de la muerte y la justicia al asignar los órganos. Además, se presentan las recientes controversias sobre los protocolos de donantes a corazón parado (DCP) y se estudian las implicaciones éticas de estos procedimientos, que hoy día parecen ser uno de los mejores caminos para aumentar el número de trasplantes. Los principales temas que ofrecen estos protocolos son: la determinación de la muerte del donante, los conflictos de intereses ante la desconexión del respirador, la atención al paciente y a su familia en lo referente a la preservación de los órganos y al consentimiento presunto, y, por último, la conveniencia de establecer una política nacional de DCP. En conclusión, se nota que el desarrollo de la medicina de trasplantes ha estimulado el análisis bioético en general, y vemos con satisfacción que los protocolos de DCP no tienen problema en sacrificar un poco la eficacia técnica, en aras de aumentar cada vez más las exigencias de respeto a la dignidad del donante. La primera parte de este artículo se publicó en el número 13 y 14 de la revista P&B.

PALABRAS CLAVE: Bioética de trasplantes, donantes a corazón parado, conflictos de intereses, consentimiento presunto.


ABSTRACT

This paper summarizes the principal ethical aspects related to transplants: the peculiar dignity of the human being, the commercialization of the body, the informed consent, the death certification and the assignation of the organs with justice. Furthermore, it presents the recent controversies regarding the protocols for NonHeartBeating Donors (NHBD), and studies the ethical implications of these procedures, that nowadays seem to be one of the best ways for increasing the number of transplants. The principal ethical issues which these protocols state are: the diagnosis the patient’s death, the interest and conflicts before the withdrawal, the attention the patient and his/ her family in respect to the organ preservation and his/ her previous consent; finally, the convenience establishing a national policy NHBD. In conclusion, the development the transplant medicine has stimulated the bioethical analysis and we notice with satisfaction that the NHBD protocols do not have a problem in sacrificing some technical efficiency, in order to increase the requirements of respect of the donor dignity. First part this article appeared in No. 13 and 14 of P&B.

KEY WORDS: Transplants Bioethics, Non-Heart-Beating Donors, conflicts of interest, presumed consent.


La medicina de trasplantes ha sido uno de los más importantes avances científicos en las últimas décadas del siglo XX. Sin embargo, no ha estado exenta de controversias relacionadas con la bioética en ninguna de las etapas de su evolución. En este artículo presentamos un resumen de los principales aspectos éticos de los trasplantes en general, y específicamente de los protocolos de donantes a corazón para do (DCP), que hoy día constituyen uno de los medios para aumentar el número de órganos disponibles para trasplantes.

PRINCIPALES ASPECTOS ÉTICOS DE LOS TRASPLANTES

Varios autores coinciden en estudiar la ética de los trasplantes de acuerdo con su desarrollo cronológico. En este artículo confrontaremos inicialmente dos estudios complementarios: el de A. S. Daar y el de D. Gracia, que estudian por décadas los principales aspectos bioéticos relacionados con el tema(1). En primer lugar, los dos autores señalan que los años cincuenta tuvieron como principal interrogante la salud del donante vivo y que, por lo tanto, este período puede denominarse como el de la “ética de la mutilación”. La misión principal en estos tiempos era la de elaborar toda la teoría ética y jurídica para justificar la donación de un órgano: que una persona padeciera una importante lesión, con miras al bien de otra. La respuesta ya estaba esbozada en la tradición cristiana, que siempre ha entendido este tipo de acciones como pertenecientes a la caridad, al amor de benevolencia.

En la década de los sesenta, el principal problema ético se relacionaba con la posibilidad, que surgió por aquel tiempo, de la donación renal hecha por una persona viva que no fuera pariente del receptor. También se apunta que esta década se caracteriza por la “ética de la experimentación”, porque en muchas ocasiones los trasplantes no podían considerarse verdaderamente como terapéuticos, sino solo como experimentales. Fue entonces cuando surgieron los comités de ensayos clínicos, para velar por los intereses de los pacientes en los cuales se experimentaba.

En los años setenta se tuvieron en cuenta los problemas ocasionados por el almacenamiento y la distribución de los órganos extraídos, así como los DCP. En esta década primó “la de la donación”. Un tema muy delicado, que se remonta a este tiempo, es el del tipo de consentimiento necesario, al que aludiremos al final de este artículo. Estos años estuvieron dominados por las controversias sobre la validez de los hoy llamados “criterios neurológicos de muerte”, que antes se conocían como “muerte encefálica” o, de modo menos preciso, como “cerebral”. Aunque D. Gracia y A. S. Daar parecen sugerir que este tema ya está superado, es necesario continuar insistiendo en que defender el concepto de “muerte encefálica total”, distinto de la “del tronco encefálico” o, más aún, de la “neocortical” no es un capricho, sino una visión coherente, tanto con la neurología como con la antropología rectamente entendidas.

En los años ochenta se propusieron alternativas polémicas, como la extracción de órganos a pacientes anencefálicos, y comenzaron a surgir acusaciones de comercio de órganos, al tiempo que se ponía el acento en la importancia de la justicia en los criterios de asignación, y las organizaciones de obtención de órganos se fortalecieron más en distintas partes del mundo. En esta época, la aparición de la ciclosporina incrementó dramáticamente los trasplantes. Al mismo tiempo, se consolidó el trasplante de otros órganos distintos a los riñones, aunque con cada técnica aparecían nuevas dudas:¿vale la pena hacerle un trasplante de hígado a un alcohólico,o de corazón a un fumador? ¿Es aceptable usar donantes vivos de segmentos de hígado? En esta década se puso el énfasis en “la ética de la distribución”. Este es un punto muy delicado, y corresponde al momento en el que se pone en juego la confianza que el público tendrá en la entidad nacional encargada de los trasplantes.

Para países como Colombia existe el llamado a superar cuanto antes esta etapa, supeditando intereses particulares, de tipo económico, político o regional, al bien común. Hoy día es bastante claro, en los países que están a la cabeza en el número de trasplantes realizados, que los criterios para asignación de los órganos deben ser de tipo médico, no clientelista, discriminatorio o utilitario: se ha de tener en cuenta la histocompatibilidad, el tiempo de espera, aunque también la urgencia y la gravedad de cada caso. Para garantizar la objetividad de estas decisiones, los criterios y líneas de manejo han de estar claramente definidos, y debe haber un control frecuente que garantice su cumplimiento.

En los años noventa aparecieron nuevas preguntas sobre los DCP, que estudiaremos en la segunda parte de este artículo; se planteó la posibilidad de aceptar los incentivos a los donantes a sus familias, y aumentaron las sospechas sobre el problema irresuelto del comercio con los órganos. También se discutió el establecimiento de futuros“mercados de órganos de cadáveres” (juzgado como aceptable por la Asociación Médica Norteamericana), la utilización, como donantes, de prisioneros ejecutados, y los intercambios de órganos, sin contar los problemas de la legislación sobre donación de vivos, sometida a leyes nacionales, pautas mundiales, etc. En esta década se consolidó“la ética de la organización”, que debe asegurar el cumplimiento de los siguientes puntos: máximo rigor en la aplicación de los criterios neurológicos de muerte (diagnóstico de muerte encefálica) y en los criterios de inclusión en las listas de espera y de asignación de órganos, y evitar la mínima apariencia de comercio.

Después de este somero repaso histórico, podemos concluir que los principales aspectos éticos relacionados con los trasplantes, vigentes aún hoy día, son los siguientes: en primer lugar, al evaluar la posibilidad de realizar un trasplante, se ha de tener en cuenta–ante todo– la peculiar dignidad del ser humano. En segundo lugar, la donación debe corresponder a una decisión generosa y altruista, que descarta la comercialización del propio cuerpo. Por cuanto se relaciona con la decisión de ser donante, hay que asegurar el consentimiento informado que garantice la autenticidad del don. Además, es prioritaria la rigurosa certificación de la muerte, sea por criterios cardiopulmonares por criterios neurológicos. Por último, es importante extremar la exigencia en la aplicación de la justicia al asignar los órganos donados.

Por otra parte, desde ahora se comenta la validez de unas técnicas que podrán emplearse en el futuro, especialmente la utilización de células estaminales adultas, que pueden ser pluripotenciales (como las de la médulaósea, el cerebro, el mesénquima de varios órganos la sangre del cordón umbilical) y quizás eficaces en muchas patologías. Al contrario de la utilización de las células estaminales embrionarias, que implica graves problemaséticos y legales, las células estaminales adultas pueden constituir una alternativa viable, y respetuosa de la dignidad del ser humano(2). La otra posibilidad que se ve para el futuro próximo corresponde a los xenotrasplantes, uso de órganos procedentes de otras especies animales. Ya desde 1956 Pío XII los había estudiado, y los principios que formuló entonces siguen siendo válidos. Se exigen dos condiciones para la licitud de esos trasplantes: que se respete la integridad psicológica o genética de la persona que lo recibe, y que haya posibilidad comprobada de éxito para ese trasplante(3).

UN FUNDAMENTO PARA LA ÉTICA

Antes de pasar al análisis concreto de los protocolos de DCP, es conveniente hacer dos anotaciones al estudio de D. Gracia: en primer lugar, es muy sugerente su visión de los trasplantes como un “micromodelo” de la bioética. El interés que esta materia suscita es señal de la importancia del tema que tenemos entre manos: la vida humana, y en una situación crítica. Como él mismo dice, lo que aquí se pone a punto hoy podrá aplicarse más tarde a los demás campos. De hecho, hoy por hoy se presenta esa situación concreta: aclarar la muerte encefálica, por ejemplo, clarifica lo que sucede en el desarrollo fetal, en la anencefalia en el síndrome vegetativo persistente.

Su excelente síntesis de la reflexión ética acerca de los trasplantes constituye un llamado de atención sobre la necesidad que experimentamos hoy por hoy de un fundamento para la ética, que se sitúe más allá del simple consenso. Y para encontrarlo, hace falta acudir al acervo de la ética clásica. Es importante no caer en un mal entendido deontologismo, que lleve a afirmar sin más que “no solo podemos hacer cosas, sino que también debemos hacerlas”, argumentando que “la experiencia del deber es universal y tiene sus propias leyes”. Es necesario sustentar este tipo de afirmaciones, y el método más racional para hacerlo es acudiendo precisamente a la razón práctica, capaz de captar las exigencias de la ley natural (4). Esta es una labor urgente para la bioética: explicar por qué “no todo lo que se puede hacer se debe hacer”. Porque si no se encuentra un fundamento objetivo para la bioética, se terminará acudiendo a otras bases mucho más cuestionables, como el consenso de la mayoría.

Conviene recordar que “la mayoría” es acomodaticia, pues suele estar condicionada no solo por los defectos que a todos atañen, sino también por los medios de comunicación que controlan la opinión pública, propiedad, ellos sí, de una selecta minoría. No se puede elevar el concepto de “toda la comunidad” de “la democracia” hasta el punto de que sea la mayoría estadística parlamentaria quien decida si lo bueno lo malo puede ser considerado como tal, pues este no es un tema de discusión. Como aconseja Ratzinger, no podemos olvidar que “la mayoría” eligió democráticamente a Hitler como guía de un pueblo decisivo en la primera mitad del siglo pasado. Como ya había vislumbrado Platón en un momento privilegiado de nuestra historia, hay temas en los cuales es necesario buscar la verdad aunque no guste a la masa, y las cuestiones éticas pertenecen a ese género. A continuación estudiaremos la aplicación de los principios estudiados hasta este punto a un caso concreto de la medicina de trasplantes: la ética de los protocolos de DCP.

ASPECTOS ÉTICOS DE LOS DCP

Los protocolos de donantes a corazón parado son, hoy por hoy, una de las esperanzas en el esfuerzo por acortar la enorme brecha que hay entre el número de pacientes que se encuentran esperando la posibilidad de un trasplante y la cantidad de órganos disponibles para trasplantar (5). Aunque están llenos de ventajas para el desarrollo de la medicina de trasplantes, se han denunciado posibles excesos en su planteamiento o ejecución, que amenazan su continuidad. Teniendo en cuenta su actualidad y su futura importancia, en este artículo se estudian las implicaciones éticas de estos protocolos.

Entre las ventajas que ofrecen los DCP está, en primer lugar, el incremento en el número de órganos disponibles para trasplantar. Por ejemplo, Orloff y cols., en Estados Unidos, extrajeron 24 riñones de DCP en dos años, de los cuales 19 fueron trasplantados con buenos resultados (6). En Europa, algunos programas han obtenido hasta un 40% de sus trasplantados acudiendo a esta fuente(7). Además, es una manera de limitar las dificultades de tipo ético que algunos autores planteaban la década anterior, sobre la aceptabilidad del trasplante a partir de pacientes en muerte encefálica.

Por último, son un medio seguro y efectivo, que permite obtener más órganos de modo ética y legalmente aceptable. J. A. Robertson piensa que el protocolo de Pittsburgh no difiere sustancialmente de los esfuerzos para obtenerórganos de pacientes en muerte encefálica. Segúnél, si se tiene el consentimiento y se siguen las pautas para evitar los conflictos de intereses, estos protocolos son moralmente aceptables como programas para incrementar las reservas de órganos, aunque se debe estar atentos a la actitud del público, para evitar que ocurra el efecto contrario(8).

Pero no todo son ventajas en los protocolos de DCP; estos también presentan dificultades legales e inconvenientes éticos. Muchas leyes, por ejemplo la de Colombia, tienen previstos solamente los criterios neurológicos de muerte para la extracción de los órganos; pero como estos criterios exigen pruebas repetidas con un intervalo de varias horas entre sí, esperar ese plazo en un paro cardíaco irreversible supone que los órganos serán inviables. Por otra parte, no son pocas las dificultades de tipo ético que se plantean al hablar de los protocolos de DCP. Aunque en este apartado no se tratan todos, se presentan los más llamativos, muchos de los cuales pueden ser objeto de estudios posteriores.

LA MUERTE IRREVERSIBLE DEL DONANTE

El protocolo de Pittsburgh

Como anota D. T. Dombrowiak, antes de la extracción de los órganos se deben resolver las cuestiones fundamentales, que son: la definición y la irreversibilidad de la defunción, además de la definición legal exacta de lo que es la muerte(9). El concepto de “irreversibilidad” es clave en las discusiones sobre la muerte, tanto si se consideran los criterios neurológicos como si se diagnostica teniendo en cuenta el paro cardiopulmonar. El protocolo de Pittsburgh justifica legalmente su procedimiento, argumentando que la irreversibilidad está garantizada por la “incapacidad de autorreanimación” que caracteriza al paciente en muerte cardiopulmonar después de dos minutos de espera, sin intervenciones externas que puedan reanudar la función cardíaca.

Sin embargo, este protocolo de Pittsburgh ha recibido muchas críticas desde su promulgación, en 1992, precisamente debidas a esa definición de irreversibilidad, ya que en este caso el factor clave para que no se restaure la función cardíaca no es la falta de medios, sino la decisión, tomada por el equipo médico y/o el paciente, de no usarlos. R. M. Veatch hace notar que –tanto con el protocolo de Pittsburgh como con otros protocolos– permanece la duda sobre el momento exacto en que los pacientes en paro cardíaco deben tratarse como muertos, cuando se puede certificar la muerte. Según este autor, en el caso de los paros cardíacos“incontrolados”, los médicos deben aplicar la reanimación cardiopulmonar hasta quedar convencidos de que es un esfuerzo inútil; solo entonces se puede concluir que el paro es irreversible. El último Real Decreto Español (RDE) legisla este aspecto de un modo más sencillo, señalando que se debe aplicar según “los pasos especificados en los protocolos de reanimación cardiopulmonar avanzada que periódicamente publican las sociedades científicas competentes”.

Sin embargo, según el mismo Veatch, en los paros cardíacos “controlados” es menos claro cuándo se puede determinar exactamente la muerte. Desde el punto de vista del trasplante–para el que el paciente ha expresado su consentimiento–, la determinación debe hacerse tan pronto como se pueda, a partir del momento en que el paro es irreversible. Pero el concepto de irreversibilidad es, como ya se ha visto, bastante peligroso: ¿Se refiere al momento en el que la función cardíaca no puede tornar espontáneamente, si los médicos presentes no pueden–con sus conocimientos y sus instrumentos– restaurar la función cardíaca, a la condición ideal en la cual no pueden lograrlo los médicos más talentosos y con el mejor equipo?

Los defensores de la obtención de órganos a partir de DCP (como el protocolo de Pittsburgh) sostienen que la función cardíaca se acaba de modo irreversible cuando es imposible para el paciente reanudarla por los propios medios. Estos autores opinan que la intervención médica debe acabar aproximadamente a los dos minutos de asistolia, de acuerdo con la decisión previa del paciente, y aunque fuera posible restaurar la función con medios artificiales. Según Veatch, una manera más segura puede ser esperar a que el músculo cardíaco se deteriore y a que los médicos no puedan restaurar la función, aunque lo intentaran.

Pero aparece un nuevo problema: si el paro cardíaco es irreversible a los dos minutos, podría producirse la con el cerebro funcionando. Esto lleva a replantearse si realmente se puede tratar a las personas como muertas aunque exista la función cerebral. Para Veatch es evidente que, en los casos normales de paro cardíaco prolongado, se puede continuar determinando la sin medir la función cerebral, porque es sabido que esta desaparece con la suspensión de la irrigación sanguínea. Pero en el paro cardíaco controlado debería insistirse en que pase tiempo después del paro, no solo para suspender la reanimación, sino también para asegurar que se ha perdido de manera irreversible la función cerebral.

Del mismo modo, DuBois sugiere que la obtención de órganos de DCP puede ser éticamente justificada, pero que con una espera de solo dos minutos no es seguro que el paciente esté en muerte encefálica, ni que el paro cardíaco sea irreversible. Según este autor, para declarar la muerte del paciente sin encefálica se pueden usar los criterios cardiopulmonares, y la incapacidad de autorreanimación sería prueba suficiente de irreversibilidad en caso de que se hayan rechazado tratamientos posteriores.

Pero de esta manera habría que esperar al menos diez minutos después de que las funciones cardíacas hayan desaparecido, para pasar de los criterios cardiopulmonares a los neurológicos(10). Según esta opinión, en un protocolo de DCP que no espere diez minutos, existen dudas sobre la muerte de todos los donantes al comenzar el procedimiento, y estas dudas, como señala J. Menikoff, no han sido afrontadas seriamente, ni siquiera por los defensores de los criterios cardiopulmonares usados en los protocolos de DCP(11).

DuBois propone que se establezca un concepto único de muerte, que sea compatible con dos criterios muy diferentes para determinarla (de la misma manera que un tipo de criterio, como la muerte encefálica total, se puede probar de varios modos diferentes); que la encefálica no sea considerada como esencial para la muerte, pues aunque esto sea cierto en algunas leyes (como la de EE. UU.), también lo es ontológicamente, y, finalmente, sugiere que sea legítimo declarar muerto al paciente cuando se haya establecido que la circulación y la respiración han cesado, y que esas funciones no reaparecerán espontáneamente. En tal caso, el médico no debería reanimarle (por decisión del paciente o de sus familiares, al considerarlo excesivo o fútil), aunque sea posible técnicamente.

En el mismo sentido se pronuncia J. Lynn, para quien una definición aceptable de muerte (como puede ser la del protocolo de Pittsburgh) puede incluir la pérdida de la capacidad de autorreanimación. Sin embargo, este concepto debe usarse con cuidado, pues no hay completa seguridad acerca de la muerte en ese protocolo, porque “nadie ha estudiado una serie de pacientes monitorizados a los que se les haya dejado morir, y por eso no es posible diseñar una curva de autorreanimación tras varios períodos diferentes”. Esto no quiere decir que los criterios del protocolo de Pittsburgh necesariamente sean incorrectos, sino que la evidencia científica que apoya esta posición es inadecuada como base para una política pública amplia. Según esta autora y algunos críticos más, antes de extender la creación de programas para obtenerórganos de DCP, sería necesario monitorizar un amplio número de pacientes durante desconexiones controladas del ventilador, hasta que se pueda, con base en esas observaciones, garantizar la confianza en los criterios propuestos(12).

Este tema también es afrontado por D. Cole, para el cual los principales problemas del protocolo se derivan precisamente de la noción de “irreversibilidad”. Para este autor, el concepto que maneja el protocolo de Pittsburgh es un enunciado difícil de creer. Sin embargo, piensa que los pacientes que cumplen los criterios del protocolo se acomodan a nuestra noción ordinaria de muerte, que “no incluye el concepto de irreversibilidad”(13). T. Tomlinson, por el contrario, opina que aunque la irreversibilidad sí forma parte de la definición de muerte no significa imposibilidad lógica; solo quiere decir “que la posibilidad de la reversibilidad es éticamente insignificante”. Concluye afirmando que como los pacientes del protocolo de Pittsburgh han rechazado el tratamiento desproporcionado, cuando pierden la capacidad de autorreanimación están muertos(14).

Estos tres últimos autores están de acuerdo en que no hay datos empíricos claros para probar que, con solo dos minutos de asistolia, si un paciente cumple los criterios del protocolo de Pittsburgh para muerte cardiopulmonar, también cumple los de la muerte encefálica. A esta crítica se adhiere Truog, el cual presume que si en ese protocolo no se intenta la reanimación cardiopulmonar, es porque los dos minutos de asistolia son muy poco tiempo para asegurar la aparición de la muerte encefálica. Según él, es probable que estos pacientes readquieran la conciencia durante el proceso de extracción, a pesar de haber sido diagnosticados como “muertos” (15).

En el mismo sentido se pronuncia A. Pardo, para quien no está garantizado el cese completo de la sensibilidad con dos minutos de asistolia;“por tanto, tampoco es seguro el cese de las operaciones racionales, y el trasplante se realiza a costa de anular un período de vida racional del donante, y es, por esto, un efecto desproporcionado”(16). De igual manera, R. Arnold afirma rotundamente que “por llevar la declaración de la muerte al momento más temprano posible desde que cesa la función cardiopulmonar, la donación de órganos a partir de DCP corre el riesgo de extraerórganos a personas que aún no han muerto”(17).

Las respuestas de los autores del protocolo de Pittsburgh a estas objeciones son tres: primero, que se trata de una conducta de consenso, pues habitualmente nadie se refiere a la reanimación al hablar de la muerte. Pero, en este caso–se les podría objetar–, el problema es que no se habla de una situación habitual, sino de la muerte en un quirófano, donde se tienen todos los medios a mano. En segundo lugar, otros autores defienden que los pacientes que siguen este protocolo no pueden ser reanimados o no hay posibilidades éticamente significativas de reanimarlos. Por último, algunos creen que la irreversibilidad no es parte del concepto ordinario de muerte: el problema sería, entonces, la definición actual de muerte, no el protocolo de Pittsburgh. A esta explicación cabría responder que el público donante se acoge habitualmente a la definición actual y ordinaria de muerte que es la que comparten, y no a la definición que determine un grupo de expertos.

Finalmente, para defender el corto período de espera previsto en el protocolo de Pittsburgh, M. DeVita examinó 112 casos reseñados en siete estudios, durante un período de 58 años. Según ese trabajo, solo en dos casos hubo recuperación espontánea después de 65 segundos, y en ambos casos los pacientes no cumplían los criterios del protocolo de Pittsburgh: en el primero, el paciente estaba apneico, pero no había evidencia de asistolia, y en el segundo no había apnea, por lo cual es posible que no hubiesen cesado definitivamente ni la actividad cerebral ni la circulación. A partir de estos datos, DeVita concluye que la recuperación espontánea después de dos es “en extremo improbable” (18). En ese orden de ideas, DuBois sostiene que “cuando se pierden las funciones cardiorrespiratorias, y el médico observa esta situación por dos minutos sin que se dé autorreanimación, podemos certificar que el paciente se encuentra en un estado naturalmente irreversible de muerte; sea, que podemos declararlo muerto de forma ética y médicamente responsable”.

El riesgo de esta polémica es que se comienza aprobando prácticas en la frontera de la (como el período mínimo de espera, la preservación de los órganos) y se termina negando la “regla del donante muerto”. Por ejemplo, Younger y Arnold defienden la seguridad, la eficacia y la eficiencia, aunque sucumban los aspectos éticos relacionados con la muerte (“definiciones legales, rituales, tratamiento”), porque el paciente ya ha dado antes su consentimiento, y sugieren que si el paciente ha estado de acuerdo con la donación, hay ciertos procedimientos invasivos que pueden estar implicados en su deseo de donar los órganos. De esta manera, se llega a decir que no es necesario esforzarse por declarar el fallecimiento tan pronto como sea posible, porque bajo ciertas condiciones sería ético extraer los órganos antes de la muerte (19).

Las directrices de maastricht, del IOM y del RDE

En la reunión de Maastricht de 1995, se tuvo en cuenta el período de espera del protocolo de Pittsburgh, pero se propuso la ampliación de ese tiempo hasta diez minutos de asistolia, para marcar la transición del ser paciente a ser cadáver. Esa nueva propuesta se refería exclusivamente al trasplante de riñones, que pueden tolerar bien la isquemia y permiten siempre acudir a la terapia de diálisis, en el caso de que la función renal se altere después del trasplante.

Teniendo en cuenta estas controversias, el equipo que realizó el informe del Institute of Medicine (IOM), en 1997, investigó 63 organizaciones que extraen órganos para trasplante, de las cuales recibió 29 protocolos. En ellos, cerca de la mitad no mencionan un tiempo específico de espera. Veinte protocolos declaran una espera de pocos minutos (entre uno y cinco) y algunos reconocen que la extracción se comienza inmediatamente después de verificar el paro cardíaco. Para evitar los problemas relacionados con las discusiones sobre ese período, el informe recomienda esperar cinco minutos, que garanticen la pérdida irreversible de las funciones circulatorio respiratorias en el sentido de la autorreanimación. Sin embargo, sugiere que este período de espera puede ser acortado en el futuro(20).

Finalmente, el RDE de 31-XII-1999 se acoge a este último período de espera de cinco minutos, pero exigiendo la práctica de reanimación cardiopulmonar en todos los casos y prohibiendo la preservación de los órganos hasta que no haya pasado ese tiempo(21).

CONFLICTOS DE INTERESES

En principio, es fácil estar de acuerdo en que nunca debe comprometerse el cuidado de los pacientes vivos en favor de los potenciales receptores de órganos; pero, en la práctica, esta preferencia por el cuidado del enfermo puede terminar descuidándose. Así lo denuncian Spielman y Mc Carthy: en varios hospitales, los cirujanos del equipo de trasplantes intervienen en las decisiones sobre el manejo del paciente vivo que es, a la vez, un posible donante. Además, señalan que como el empeño en los trasplantes es complejo, pueden existir otros motivos para su actuación, además de salvar vidas humanas: nuevos empleos, subvenciones, porcentaje de ocupación de las camas, prestigio por la investigación clínica (22).

Para asegurar la rectitud de las acciones, hay que exigir que los nuevos programas prevean medidas para proteger los intereses del potencial donante. Entre ellas, podríamos enumerar las siguientes: el rigor para el consentimiento (según la ley vigente), que se obtenga después de una información cuidadosa; al legar la documentación requerida, y que los diversos equipos de médicos (el de tratamiento, el de reanimación y el de trasplante) estén convenientemente separados, para evitar hasta la mínima sospecha de conflictos de intereses o de prácticas en beneficio de las preferencias institucionales. También hay que insistir en la apertura y transparencia de los protocolos, y en la revisión interna y externa, para demostrar,“más que la ausencia de autointerés, la manera en que las políticas y los procedimientos previenen de los intereses contrarios al paciente y su familia”(23). De otro lado, hay que evitar que la atmósfera inconscientemente recargada de trasplantes lleve a laxitud en los protocolos o a cambios en las restricciones sobre conflictos de intereses en favor de la “eficacia”, principalmente en los grandes centros de trasplantes(24).

Otro de los temas éticos que el protocolo de Pittsburgh ha lanzado, es el de la obtención de órganos de pacientes a los que se les suspenden los medios extraordinarios de mantenimiento. La desconexión del ventilador pasa a ser, de esta manera, una acción que se puede interpretar de diversas maneras, y quizás uno de los factores más importantes en relación con el conflicto de intereses. En ese orden de ideas, J. F. Childress analiza el principio del doble efecto, y no encuentra ninguna condición en el protocolo de Pittsburgh que viole ese principio, pero al mismo tiempo llama la atención sobre la “proporcionalidad”, como una condición significativa en el discurso ético.Para este autor, aunque el protocolo de Pittsburgh no viole ninguna regla moral, no se justificaría si llevara a una disminución en las tasas de donación de órganos.

Weisbard critica a Childress y al principio del doble efecto, y amplía la discusión al movimiento por el derecho a morir. Defiende que hay un peligro en el protocolo de Pittsburg, y es el de buscar la aceptación social de “matar” a una persona para salvar a otra. Considera que el protocolo es brutalmente utilitario y pragmático, pero, también, que al mismo tiempo es moralmente defendible(25).

ATENCIÓN AL PACIENTE Y A SU FAMILIA

Irónicamente, los esfuerzos meticulosos del protocolo de Pittsburg, para evitar la sospecha de adelantar la muerte del donante, han interferido con el óptimo cuidado del paciente. Por ejemplo, en el caso del enfermo terminal conectado al ventilador, es normal que los médicos administren dosis adecuadas de morfina para prevenir el malestar antes de la desconexión. Pero el protocolo de Pittsburgh prohibía explícitamente esta práctica, y exigía que la medicación solo se diera para necesidades demostradas durante el proceso de desconexión. Actualmente, esta parte se ha revisado, y se permite suministrar analgésicos para evitarle molestias al paciente.

Otra de las críticas hechas al primer protocolo de Pittsburgh se relacionaba con la desatención a las familias, que se veían impedidas para acompañar a su ser querido en el momento de la muerte, pues el paciente fallecía en un quirófano, ante extraños (26). Algunos autores han sugerido que el protocolo debe prever la desconexión del ventilador en la UCI, mejor que en el quirófano–aunque esto aumente el período de isquemia–, pues de esa manera se podría permitir que el paciente muriese en presencia de su familia y del sacerdote (27). En el próximo parágrafo se estudia una propuesta alternativa.

Preservación de los órganos

En los países que no tienen leyes de consentimiento presunto, los cirujanos se enfrentan a un dilema: por una parte, hay dudas sobre la capacidad funcional de los órganos procedentes de DCP y, por lo tanto, se plantea la necesidad de preservar los órganos para garantizar su viabilidad. Tras el paro cardíaco es necesario perfundirlos pronto, durante unos 30 minutos, para poder trasplantarlos con éxito (28). Pero si no hay datos sobre la voluntad del paciente respecto a la donación, esa perfusión está prohibida legalmente, hasta que se obtenga el permiso de la familia. Y el consentimiento familiar es difícil de obtener en muchos casos, lo que lleva a plantearse nuevos problemas éticos. Veatch sugiere que, en los paros cardíacos incontrolados, el tiempo puede ocasionar serios problemas para obtenerórganos viables, y que la única alternativa para esos casos sería permitir legalmente solo la perfusión, y continuar exigiendo el consentimiento para las etapas posteriores.

Por el contrario, en los casos de paros cardíacos planeados, el paciente puede dar su consentimiento para la extracción de los órganos y para los pasos preliminares necesarios(29). Pero como sugieren Youngner y Arnold, es una estrategia que –a pesar de sus potenciales ventajas– no está libre de problemas, pues para promover la obtención de órganos se recurre al malestar adicional para un paciente vivo. Y esta práctica parece cruzar la línea que separa los cuidados al paciente aún vivo de los procedimientos relacionados con el trasplante(30). Sin embargo, esta denuncia no fue tenida en cuenta por el IOM, que en su informe sugiere que se puede considerar la realización de prácticas para preservar los órganos, y la única limitación que propone es que las decisiones deben ser hechas individualmente.

En la reunión de Maastricht se estudió el caso de los países que no tienen legislación sobre el consentimiento presunto, y alguno de sus autores sugirió que se podría seguir el ejemplo legal de algunos estados norteamericanos (como Washington D. C.), donde se permite la perfusión de los órganos antes del consentimiento familiar. En Holanda está permitido, desde 1998, introducir un catéter para infundir soluciones preservantes, mientras se interroga a las familias. Con todo, el consentimiento familiar para la donación de órganos sigue siendo necesario antes de que pueda comenzar la extracción. Por su parte, el RDE exige, con mayor atención para el donante, que el equipo encargado del procedimiento de preservación o extracción solo iniciará sus actuaciones cuando el equipo médico responsable del proceso de reanimación cardiopulmonar haya firmado la constancia escrita de la muerte, especificando la hora del fallecimiento.

El consentimiento presunto

Uno de los puntos de desacuerdo en la literatura mundial sobre DCP se relaciona con el tipo de consentimiento que se requiere de parte del donante. Esta discordancia se debe principalmente a las diferencias entre las legislaciones de cada país, a las cuales se deben adaptar los protocolos. Por ejemplo, Gnant señala que, antes de 1981, los procedimientos para conseguir órganos se basaban en el consentimiento de los familiares. Después de 1982, en Austria se estableció la ley de consentimiento presunto, según la cual todas las personas se consideran donantes si no han hecho una declaración expresa de rechazo; y para los menores de 18 años, sus padres pueden tomar la decisión. Para los adultos, sin embargo, sus parientes no tienen posibilidad de objetar la extracción de los órganos. Esa regulación es comparable con las de Bélgica, Francia o Alemania, y sigue las indicaciones del Consejo Europeo.

Para este autor, la legislación del consentimiento presunto ofrece la solución más ética para el problema de la donación de órganos, pues traslada la responsabilidad de la decisión sobre la donación de los órganos desde los familiares hacia el individuo, en un tema que se refiere de modo especialísimo a su derecho de autodeterminación (31).

Sin embargo, en varios países donde rige legalmente el consentimiento presunto, se consulta a los familiares por diversas razones, y los órganos no se extraen si la familia no está de acuerdo. En el fondo, no se les pregunta su opinión, sino el dato sobre cuál era la voluntad del paciente, si había manifestado su rechazo positivamente, porque, si no es así, se supone que estaba de acuerdo. De este modo, se considera que todos los ciudadanos son donantes, a no ser que se manifiesten en contra, en cuyo caso habría que respetar su negativa (32). En el art. 10 del RDE se condiciona la obtención de órganos de donantes fallecidos a que el donante “no haya dejado constancia expresa de su oposición a que después de su muerte se realice la extracción de órganos”.

Algunas personas manifiestan su desacuerdo con estas medidas, pues parece que el Estado se hiciera dueño de los cuerpos de sus ciudadanos, aunque también se podría objetar que ni siquiera uno mismo es dueño de su cuerpo. Como se verá más adelante, también se critica que la implantación del consentimiento presunto es una medida meramente utilitarista (33).

No entramos a fondo aquí en su análisis, pues la solución a este problema puede ser tema para otros estudios, en que se consideren tanto la importancia del consentimiento como la necesidad de órganos disponibles para trasplantes. Al mismo tiempo, será importante resaltar que la donación debe tener su motivación en la generosidad solidaria, y no en una mal entendida autonomía, que pretendiera situarse por encima del orden ético.

DCP COMO POLÍTICA NACIONAL

Como se ha podido ver, el análisis de la extracción de órganos de DCP incluye consideraciones legales y políticas, pues tiene implicaciones personales y sociales. En el análisis monográfico del protocolo de Pittsburgh, Robertson y Caplan estudian apartados técnicos del protocolo, y encuentran que no tiene mucha diferencia con los programas de muerte encefálica, que han sido aceptados ampliamente.

Por el contrario, R. Fox lo critica de modo radical, y concluye que el protocolo es moralmente cuestionable e irreverente para con el fallecido. Afirma que es el plan más elaboradamente macabro que se haya conocido para obtenerórganos, y no lo considera ni médicamente aceptable, ni éticamente permisible, aunque aumente el número de donantes y de trasplantes. También critica la rapidez para declarar el fallecimiento y la falta de dignidad de una muerte en la que no están presentes los familiares (34).

Para estudiar la conveniencia de los programas de DCP como política nacional, caben varias preguntas. En primer lugar, hay que considerar el estatuto de los trasplantes dentro de las terapias actuales: ya está ampliamente aceptado que no es un simple procedimiento de investigación, sino un tratamiento médico. Pero habría que preguntarse si se inscribe en la categoría de los tratamientos normales o es un medio desproporcionado. La respuesta a esta cuestión ayuda a discernir las decisiones individuales, pues nadie está obligado a someterse a tratamientos extraordinarios desproporcionados, ni tiene“derecho” a ellos, aunque, si existe una política nacional, debe tener la posibilidad de acceder a esos servicios en igualdad de condiciones con los demás ciudadanos.

Otro aspecto que debe tenerse en cuenta es si la lucha por aumentar la disponibilidad de órganos es una práctica utilitarista. Es evidente que, en estos temas, hay situaciones irregulares, como el comercio de órganos de donantes vivos; esta práctica, aun siendo criticada, continúa ejerciéndose, principalmente en los países en desarrollo. Sin embargo, hay otra posibilidad propuesta en el debate bioético reciente: estimular la donación, no solo con campañas educativas, sino también a través de “incentivos”.

P. Wamser y cols., en una encuesta al personal médico relacionado con las UCI, les preguntó qué pensaban sobre la compensación económica para el donante hospitalario después de la extracción de los órganos. Las respuestas mostraron que el 59% de los médicos no están en desacuerdo con la compensación, frente al 28% de las enfermeras (35).

El art. 8 del RDE prohíbe expresamente “percibir gratificación alguna por la donación de órganos humanos por el donante, ni por cualquier otra persona física o jurídica”, así como “hacer cualquier publicidad sobre la necesidad de un órgano tejido sobre su disponibilidad, ofreciendo buscando algún tipo de gratificación remuneración”. Del mismo modo, prevé que “no se exigirá al receptor precio alguno por el órgano trasplantado”. En cualquier caso, también dispone, en la línea de las propuestas del IOM, que “la realización de los procedimientos médicos relacionados con la extracción no será, en ningún caso, gravosa para el donante vivo ni para la familia del fallecido”.

Como señala Bosch, el sistema de las donaciones se basa en la convicción ética de que cualquier donación debe ser hecha“por nadie y para nadie”, subrayando el hecho de que ningún ser humano–todo él sus partes– puede ser objeto de compra venta. La gratuidad es importante también, porque podría darse el caso de personas que escondan enfermedades que posiblemente contraindiquen la donación, para poder ganar dinero.

Además, en el RDE se prohíbe facilitar divulgar informaciones que permitan la identificación del donante y del receptor de órganos humanos (art. 5). En concreto, los familiares del donante no podrán conocer la identidad del receptor, ni el receptor o sus familiares la del donante y, en general, se evitará cualquier difusión de información que pueda relacionar directamente la extracción y el ulterior injerto implantación. En el supuesto de los donantes vivos, se excluyen de esta limitación los directamente interesados.

Al principio de confidencialidad se opone R. M. Sade, quien propone –para estimular el aumento en las donaciones de órganos– que los donantes participen en un programa de “selección de potenciales recipientes de trasplantes”(36). Pero esta opción, aunque es atractiva a primera vista, y podría aumentar el número de donaciones, no parece la más adecuada, porque termina desvirtuando la naturaleza del acto de la donación, que debe ser un “regalo de vida”, desinteresado y universalmente solidario. Cuando entran en juego otros factores, se condiciona la infraestructura de los servicios de trasplantes, y se corre el riesgo de cometer injusticias. Lo que sí debe potenciarse, en cambio, son las medidas de control y trasparencia en la asignación de los órganos extraídos, como se verá más adelante.

Además de los aspectos técnicos, los nuevos programas deben prever también que el sistema de asignación de órganos debe ser efectivo, solidario y transparente. Para ayudar a que esto se cumpla, los comités éticos están llamados a cumplir un papel importante a la hora de decidir quién puede recibir un trasplante y quién no (37).

Un ejemplo de los problemas relacionados con la adjudicación de los órganos es el de los trasplantes para personas con SIDA infectadas con el VIH. El aumento en la esperanza de vida de las personas infectadas con el VIH probablemente llevará a la inclusión de esos pacientes en las listas de espera. En esos casos, los agentes antivirales no solo permitirían estabilizar el progreso de la enfermedad, sino también tolerar mejor el trasplante. Pero como no hay experiencia todavía, debe decidirse individualmente cada caso(38).

LA ÉTICA DE LOS DCP: SUMARIO

Los principales programas de DCP están de acuerdo en varios puntos principales: el respeto a la familia (sin pedirles nada antes de la decisión de suspender la terapia de sostenimiento), la asistencia ética durante todo el proceso y la separación de los equipos de tratamiento y trasplantes.

Sin embargo, permanecen algunas partes conflictivas: la sugerencia de evitar la aplicación medidas de para preservar los órganos antes de la muerte no es aceptada fácilmente donde no está legislado el consentimiento presunto, y continúa el debate sobre la licitud de aplicar agentes farmacológicos que no benefician al paciente, pero que tampoco le hacen daño, como la heparina. Es más, algunos autores proponen insertar catéteres antes de la muerte, para adelantar más rápidamente la preservación de los órganos.

La asistencia de los familiares para el momento de la desconexión del ventilador es aceptada de modo unánime, también en el protocolo de Pittsburgh, que la negó inicialmente. Allí se lleva al paciente y a la familia a una sala semiprivada, adyacente al quirófano, donde se suspende la ventilación artificial en presencia de los familiares. Después de la muerte del donante, salen los parientes y se procede a la extracción de los órganos. Más adelante, la familia puede ver de nuevo al paciente, después de que se ha hecho la extracción.

El punto de mayor divergencia continúa siendo el tiempo de espera entre el momento del paro cardíaco y la determinación de la muerte; pero un buen síntoma es que las nuevas medidas no temen ser más conservadoras que las anteriores (Maastricht, el IOM y el RDE esperan que el protocolo de Pittsburgh), y se busca garantizar la certeza de la muerte del donante, aunque sea al precio de una posible disminución en la viabilidad del órgano trasplantado.

Puede decirse que, como fruto de los debates sostenidos en los años noventa, los protocolos de DCP van alcanzando medidas bastante aceptables de seguridad pública y de respeto a la ética, como se nota especialmente en el RDE. Sin embargo –según hemos dicho en la primera parte de este trabajo–, la confianza del público es un premio que los agentes responsables deben ganarse día a día, no solo con la apertura y la transparencia de los protocolos, sino también con su cumplimiento fiel y exigente a la hora de adjudicar los órganos según los criterios establecidos. Esta es una batalla en la que muchas vidas están en juego.


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