LUCES Y SOMBRAS DEL PSIQUISMO HUMANO

LA NATURALEZA DE LO PSÍQUICO Y EL OBJETO DE LA PSICOLOGÍA

 

Alejandro Serani Merlo*

*Médico Neurólogo y Psiquiatra. Doctor en Filosofía. Pontificia Universidad Católica de Chile.


RESUMEN

Actualmente, no existe duda alguna sobre el acelerado desarrollo de la ciencia de la psicología. Lo que no es muy claro aún, desde un punto de vista epistemológico, es cómo debe ser definida esta disciplina y su dificultad para lograrlo radica en determinar una acertada conceptualización de la precisa naturaleza de la psique.

Solemos afirmar que para la psicología moderna la esencia de lo psíquico deber estar centrada en la conducta animal, ya que se trata a la vez de una realidad compleja y unitaria.

De acuerdo con la concepción aristotélica, concebimos cognición, afectividad y motricidad como las partes fundamentales de la conducta humana. Sin embargo, el comportamiento humano debe ser considerado como un comportamiento animal cualitativamente diferente. El reconocimiento de la particularidad de la cognición y la afectividad intelectual, es imprescindible para la comprensión formal de la conducta humana en concreto. La psicología moderna no ha logrado establecer el equilibrio adecuado entre libertad y moralidad en el contexto de la conducta de los seres humanos.

PALABRAS CLAVE: Afectividad, comportamiento animal, libertad, conocimiento, moralidad, psicología.


ABSTRACT

Nowadays, there is no doubt that psychological science is a growing field of human knowledge. What is much less clear, from an epistemological point of view, is how psychology as such must be adequately defined. The difficulty lies in the possibility to give an adequate conceptualization of the reality of psyche. We sustain that for modern psychology the main consideration must be centered on animal behavior. Human behavior, however, must be recognized as a qualitatively different kind of animal behavior. The recognition of the originality of intellectual cognition and affectivity is essential to the formal understanding of specifically human behavior. Modern psychology has been unable to give a balanced account of freedom and morality in the study of the human behavior.

KEY WORDS: Affectivity, animal behavior, freedom, knowledge, morality, psychology.


 

LA NATURALEZA DE LO PSÍQUICO Y EL OBJETO DE LA PSICOLOGÍA

La pregunta acerca de la precisa naturaleza de lo psíquico reviste en la actualidad una complejidad extrema. Se trata ciertamente de una pregunta de carácter filosófico y que, por lo tanto, correspondería a la filosofía el intentar aproximarse a una repuesta. No obstante lo anterior, y sin poner en duda el carácter últimamente filosófico de la pregunta acerca de la esencia de lo psíquico, pensamos que ningún estudioso o profesional que de algún modo tenga que ver con la psicología -y somos muchos- puede esquivar esta pregunta. No puede porque cualquier conocimiento válido acerca del fenómeno psíquico es ya una cierta respuesta acerca de su esencia, y porque nadie que se enfrente a la psicología, para estudiarla o para aplicarla, puede dejar de tener una idea, aunque sea vaga o implícita, de la esencia de aquello que estudia o que practica. Y por conocimiento de la esencia no estamos entendiendo ninguna entelequia abstracta, sino muy concretamente la expresión propia de lo que una cosa es.

Ahora bien, a lo largo de la historia de la psicología, desde los griegos a nuestros días, el ámbito de lo que se considera abarcaría lo psíquico ha pasado por innumerables y sucesivas extensiones y restricciones. Para algunos, lo psíquico tendría que ver con lo "consciente" o con lo "inteligente", lo que a su vez se reduciría exclusivamente al ámbito de lo humano; para otros, lo psíquico se extendería a la totalidad de la vida animal o a una parte de ella; para otros aun, el fenómeno psíquico sería coextensivo con la vida, y, todavía para los más extremos, el psiquismo sería una realidad universal, consubstancial a los elementos últimos de la materia (1). Difícil parecería, entonces, poder llegar a conocer algo acerca de la esencia de lo que subyace al fenómeno psíquico, si se toma en consideración que ya existe una espinosa dificultad para determinar su extensión y sus límites.

Tomando pie en el uso actual y corriente de la palabra y en las características de lo que por esa expresión es designado, pensamos, con algunos otros autores (2), que resulta razonable circunscribir el significado del término "psíquico" a "todo aquello referente a la vida cognoscitiva y afectiva". Lo anterior, en el entendido de que no existen argumentos a priori para negar la existencia de una genuina vida cognoscitiva y afectiva en los seres vivos no humanos, en concreto, los animales. No desconocemos que este planteamiento se opone a quienes pretenden reducir el ámbito de lo psicológico al estricto dominio de lo humano, y que contraría también una tendencia muy presente en la psicología anglosajona contemporánea que identifica lo psíquico con el conocimiento. Esta tendencia, muy presente en representantes de la psicología cognitiva o en los estudiosos de la inteligencia artificial, tiene como consecuencia ya sea la reducción del ámbito de lo afectivo a un cierto tipo de conocimiento -llamado "valorativo"-, ya sea hacer lisa y llanamente abstracción de su existencia. Esperamos poder mostrar con claridad en lo que sigue, las razones de nuestro distanciamiento de estas posiciones.

Una de las razones que más han contribuido -a nuestro juicio- a la confusión que reina en relación con la naturaleza de lo psíquico procede de haber perdido de vista que lo psíquico o, si se quiere, los fenómenos cognoscitivos y afectivos, no pueden ser adecuadamente entendidos haciendo caso omiso de su integración con el resto del ser y el operar del animal total, en el cual se presentan. La importancia desmesurada atribuida a la subjetividad consciente a partir de Descartes, con su insistencia en la primacía de los conceptos claros y distintos, determinó que la "función conocimiento" casi se autonomizara de un sujeto cuya consistencia se redujo hasta el punto de hacer de él nada más que un yo pensante. Si el cogito cartesiano se transforma en la experiencia fundante, no solo de la psicología, sino de toda ciencia posible, se comprende que afirmar que el conocimiento es una más de las diversas operaciones del animal no es sino una hipótesis. Hipótesis que, además a la corta o a la larga, dado el carácter fundante del cogito, tendrá que ser descartada.

Si queremos recuperar un cierto orden, resulta entonces imperioso volver a recuperar las evidencias primeras. Con confesada resonancia aristotélica pensamos que una de estas evidencias primeras debe ser expresada del modo siguiente: "De entre los seres vivientes, hay algunos que poseen el conocimiento y otros no". Entendiendo, desde luego, la sensación como una forma de conocimiento. ¿Es necesario demostrar la validez de este punto de partida? Por supuesto que no. Como bien había visto Aristóteles, ninguna ciencia demuestra sus puntos de partida; se los ve, y entonces hay algo que estudiar, o no se los ve y entonces todavía no hay nada sobre lo que se pueda hablar.

Pero, ¿cómo llegamos a saber que ciertos seres vivientes conocen, y cómo los podemos distinguir? Ya que estas preguntas sí que nos las podemos formular; realismo no significa ingenuidad o carencia de espíritu reflexivo. Sin lugar a dudas, el primer viviente que conocemos y del cual tomamos noticia somos nosotros mismos, en cuanto individuos y en cuanto especie. Y esto no significa antropomorfismo, sino primariedad o proximidad de nosotros a nosotros mismos (3), (4).

¿Y qué hay con respecto al conocimiento que tenemos de los demás seres vivientes? Aquí nos parece que más allá del criterio de analogía de los órganos, que no debe ser ni menospreciado ni absolutizado, lo que prima es el criterio del operar propio de los seres en estudio, en definitiva, el criterio de la conducta. Por mucho que se haya querido ver, para dar cuenta de ciertas manifestaciones de las plantas, la existencia en ellas de conocimiento y de afectividad, y que este punto no deba ser tomado a la ligera, por mucho también que no resulte siempre fácil trazar una neta línea divisoria entre la vida puramente orgánica o vegetativa y la vida animal o sensitiva, nos parece que resulta a todas luces manifiesto que entre el operar de un vegetal, como por ejemplo una palmera, y el de un animal, como la paloma torcaz, existe una diferencia que no es puramente de grado.

 

El lenguaje corriente sanciona de hecho esta diferencia, reservando preferentemente los términos conducta y, más aún, comportamiento, para designar la acción o el operar propio de los animales. Y esto inclusive dentro del mismo sujeto. Hablamos, en efecto, de conducta o comportamiento de caza o de cortejo para referimos a ciertas acciones de un animal, mientras no designamos la contracción cardíaca o la secreción pancreática como una conducta o un comportamiento de ese mismo animal. Y aun reconociendo que el uso corriente del lenguaje no es juez inapelable en materias científicas, no resulta prudente para el científico apartarse mucho de él en cuestiones de principios; ya que no otra cosa es la ciencia que el intento por dar cuenta de modo razonado y explícito de lo que previamente a la constitución de esa misma ciencia se entrevió.

Ahora bien: ¿qué es lo que define el operar de un ser vivo en tanto que conducta, desde el punto de vista descriptivo? Si situados en un bosque observamos con detención la alfombra de tierra, hojas, ramas y otros desechos vegetales sobre la cual nos apoyamos, la presencia de una hormiga se nos revela por su comportamiento singular. A diferencia de los objetos inertes que se mueven de forma pasiva y estereotipada al vaivén de las fuerzas que les aplicamos al hurguetear entre el humus, el minúsculo animal revela su presencia por un desplazamiento en el espacio que, sin dejar de afectarse por las fuerzas que se le apliquen desde fuera, manifiesta una variabilidad y una autonomía que no encontramos de ningún modo en las piedrecillas, ramas y hojas secas. Además y aun a pesar de los movimientos extrínsecamente impuestos, la hormiga genera sus propios desplazamientos reaccionando con sentido a los peligros que próximamente la acosan. Se trata de un desplazamiento que surge desde el animal mismo y que tiene una direccionalidad plástica en función de la variabilidad de los peligros que la acechan o de los estímulos que la atraen. Se trata de un autodesplazamiento orientado en función de la aparición temporal de atractores o peligros.

Si es cierto que el comportamiento animal se nos descubre, en una primera aproximación, de la manera que hemos descrito, podemos preguntamos en seguida: ¿en virtud de qué el animal es capaz de producir estas acciones? Como ya lo vio Aristóteles con claridad, nos parece que son tres los momentos o componentes básicos de toda conducta externa. En primer lugar, es necesaria la aprehensión intencional de aquella realidad que atrae o que amenaza, y no solo eso, sino que es necesario que estas realidades sean aprehendidas en tanto que benéficas o nocivas, es decir, muy precisamente un conocimiento práctico. En segundo lugar, resulta imprescindible un disponerse del animal frente al objeto mismo conocido, en tanto que realidad apetecida o repulsiva. El animal se orienta intencionalmente en términos de atracción o repulsa, es decir, surge en él una disposición afectiva de atracción o repulsión hacia la realidad benéfica o nociva aprehendida como tal, en virtud de una acción propia del animal que llamaremos genéricamente una inclinación afectiva o apetito. En tercer lugar, toda conducta animal externa exige unas capacidades locomotrices, capaces de ser activadas en función de la atracción o de la repulsa y que son orientadas en su desenvolvimiento por aquel mismo conocimiento que la originó. Esto hace que el animal no sea en realidad desplazado por sus capacidades locomotrices en virtud de una vis a tergo, como un hombre empuja una carretilla, un tronco es llevado por las aguas o un títere mecánico se contonea en virtud de la energía mecánica que le imprime su cuerda. Las capacidades locomotivas del animal se encuentran traspasadas por dentro por la fuerza del apetito y la orientación del conocimiento. Y si no hubiese eso, simplemente no se activarían. Y aun si se llegaran a activar autónomamente de un conocimiento y de un afecto, producirían a lo más movimientos incoordinados y sin sentido, como ocurre con la estereotipia de un reflejo o con la contracción clónica producida por una descarga convulsiva. El movimiento animal es, en consecuencia, un movimiento en el que el animal todo se encuentra comprometido, y en el que conocimiento, afecto y desplazamiento, más que tres acciones separables, se integran todas ellas en una síntesis original o indisoluble. De modo análogo a lo que ocurre a las acciones vegetativas, por ejemplo, en que no es el pulmón el que respira, sino el animal entero el que respira por el pulmón. Es decir, que no es la parte sola la que actúa, sino que es todo el animal el que actúa por la parte. Del mismo modo, la conducta o comportamiento animal no puede ser reducido a la parte que se mueve, conoce o apetece, sino que es todo el animal el que se mueve cuando es la parte la que se activa.

Es cierto que para producir el desplazamiento del animal en el espacio se ponen en juego las mismas energías físicas y químicas que dan cuenta, en último término, del desplazamiento de una piedra en un plano inclinado o de la lava en un volcán. No obstante lo anterior, eso no es sino una parte de la realidad completa del movimiento animal. El caminar de la gacela es un género ontológico de movimiento distinto del desplazamiento de las nubes en el firmamento, como ya el crecer de las raíces de una planta es de otro género ontológico diferente del de la filtración del agua en la arena. Si es cierto, como ya lo había intuido Anaxágoras, que todo movimiento natural se encuentra en cierto modo transido de conocimiento, el movimiento animal se caracteriza por existir en dependencia de un conocimiento y de un apetito actuales, en dependencia de una capacidad propia y específica de conocimiento y de apetición. Se podrá decir que la existencia de una inclinación afectiva no es empíricamente objetivable y que, por lo tanto, no existe. En realidad, el conocimiento como tal tampoco es empíricamente objetivable. Sin embargo, para realidades del orden intencional, su no existencia empírica no es un título de miseria sino un título de gloria. Se comprende, no obstante, que en una época de empirismo dogmático, la originalidad del universo afectivo sea tanto o más difícil de ver que la realidad y originalidad del universo cognitivo, ya que en este último los correlatos orgánicos son más fáciles de detectar.

¿A dónde apuntamos con todas estas consideraciones? A algo muy simple y que es lo siguiente. La observación de la conducta animal -de todo animal y no solo la del animal humano- nos lleva a reconocer la existencia de dos órdenes de realidades que, estando en relación con el orden físico corpóreo y con el orden de la vida vegetativa, no se reducen sin embargo a estos, sino que los trascienden y los sobrepasan. Estos dos nuevos órdenes de realidad, situados en el plano ontológico de la intencionalidad, son el universo del conocimiento o de la aprehensión intencional de las cosas por un sujeto, y el universo de lo apetitivo o de la inclinación afectiva del sujeto hacia las cosas. Y esto todavía en el plano del conocimiento y de la afectividad sensibles, en el cual comunican todos los animales en tanto que tales. Más allá, entonces, de las analogías orgánicas entre animales, hay que afirmar que la conducta animal en tanto tal exige el conocimiento y la afectividad. Y esto lo podemos afirmar aun cuando no tengamos -y que probablemente no podamos tener nunca- intuición directa de lo que sean en términos vivenciales esa vida cognitiva y esa vida afectiva animal.

Si hemos dicho al comenzar que psiquismo se refiere a todo lo relativo al conocimiento y a la afectividad, podemos agregar ahora algunos elementos que han surgido de nuestra investigación. En primer lugar, es necesario afirmar que, en el orden jerárquico de los seres, la psicología se extiende desde allí mismo donde comienzan las primeras manifestaciones de la vida animal, hasta culminar en las más elevadas manifestaciones del psiquismo humano. El estudio de la psicología no debe reducirse al ámbito exclusivo de la psicología humana, como tampoco puede extenderse indefinidamente hasta abarcar todo el universo viviente y hasta el mismo universo inanimado. Esta sería una primera conclusión y que dice relación con las categorías de seres a los cuales se extiende la realidad psíquica y, por lo tanto, nos señala el campo que debe abarcar un estudio completo de la psicología.

Sin embargo, y constituyendo ya lo anterior un cierto progreso con relación al estado de indefinición que hacíamos ver al principio, nos parece que no es esta la única ni la principal conclusión de lo que ya hemos expuesto.

El principal aspecto que quisiéramos subrayar, y que deriva directamente de lo anterior, tiene que ver con la íntima e indisoluble unión del universo de lo psíquico con la conducta. Ya hemos dicho que la conducta animal es constitutivamente psíquica, en el sentido de que todas sus manifestaciones empíricas se encuentran traspasadas de conocimiento y de afectividad, y es en el elemento psíquico donde lo empírico encuentra finalmente su inteligibilidad y su sentido. Esta conclusión, que la hemos visto surgir a partir de una consideración global de la vida animal, la veremos aparecer con mucha mayor fuerza de evidencia aún, al considerar el problema de la psicología humana. Digamos, por el momento, que todas las reducciones del estudio psicológico a los solos aspectos cognitivos, afectivos o empíricos constituyen otras tantas mutilaciones de la realidad, que no pueden sino conducir a conclusiones aberrantes. O la psicología estudia, además, el todo de la conducta o ha perdido simplemente su objeto, y esto, insistimos, en razón de la dimensión constitutivamente psíquica del comportamiento animal.

EL PROBLEMA DEL PSIQUISMO HUMANO

Del mismo modo que una desconsideración de la diferencia, no solo cuantitativa sino también cualitativa, entre el plano de la vida puramente vegetativa u orgánica y el plano de la vida sensitiva o animal, resulta en aplicaciones o restricciones indebidas del objeto de la psicología, pensamos que un desconocimiento de la diferencia cualitativa y de la originalidad de la vida propiamente humana, con relación a la vida puramente animal, conduce a confusiones aún mayores, que han llevado no pocas veces a un desprestigio de la psicología como ciencia.

No debemos olvidar, sin embargo, que este desconocimiento de lo propiamente humano en el hombre, que mueve a mirarlo con los estrechos lentes de la pura animalidad, tiene también su extremo opuesto, no menos pernicioso, que consiste en un maravillamiento exclusivista de la espiritualidad, admiración excesiva que lleva a hacer del hombre un ángel. Y si para el ángel el ser ángel no tiene nada de malo, el hombre que se cree ángel provoca o muchos daños o, cuando menos, un triste espectáculo.

Decíamos que la conducta animal en tanto que animal nos revelaba en él la presencia operante del conocimiento y de la afectividad sensibles. Ahora bien, el conocimiento sensible descubre al animal las cosas, a través de sus apariencias concretizadas en el aquí y ahora, agregándose a esto un cierto juicio práctico que descubre en ellas su carácter benéfico o nocivo, y despertando en el animal la atracción o la repulsa, cuando no la indiferencia. Las investigaciones modernas de teología animal, en particular las del grupo de Lorenz, Tinbergen y Eibleibesfeldt, han tenido la virtud de mostrar esto con gran precisión y claridad y en multitud de especies animales.

Sin embargo, es fuerza reconocer en el animal humano un otro y nuevo tipo de conocimiento que, alzándolo sobre el aquí y el ahora de la sensación, lo pone frente a los objetos en tanto que realidades. Por la inteligencia, el animal humano se sale de su entorno para situarse en el mundo -como diría von Uexküll- o, yendo más lejos, el entorno humano no es puro entorno sino que, además, es mundo. y como las cosas en ese mundo, aparte de ser determinísticamente apetitosas o repugnantes, son reales, la conveniencia o disconveniencia con el sujeto ya no viene solo juzgada por la luz del instinto, sino también y por sobre todo por un juicio de la razón. Y es este juicio de conveniencia o disconveniencia para el sujeto, que el mismo sujeto emite por su razón, el que se corresponde con un nuevo orden de apetitos de atracción o rechazo, un orden de apetitos propiamente intelectivo s en su raíz y que proceden de la voluntad; este es el inmenso campo de los afectos, sentimientos, amores y odios propiamente humanos. Ahora bien, dado que ese juicio de conveniencia o disconveniencia no viene dictado por el determinismo del instinto sino por la determinación condicional o contingente de la razón, es por eso mismo por lo que el apetito volitivo no queda inexorablemente atrapado y emerge como libertad. Libertad que es siempre libertad humana y no angélica, es decir, libertad condicionada por toda una variedad de determinismos. Algunos sumamente rígidos, como los que derivan de las necesidades básicas de alimentación y protección del animal; otros más plásticos, que proceden de las pulsiones animales en el hombre, que no son otra cosa que los vestigios incompletos de los instintos animales. Curiosa condición esta, la de un espíritu metido en un animal y que hace que el espíritu no sea tan espíritu ni el animal tan animal.

No pocas corrientes de psicología han querido desconocer -en su doctrina o en su práctica- el abismo insalvable que va de lo sensible a lo racional. Ciertamente que en la existencia humana concreta ambos órdenes se encuentran estrechamente imbricados. Sin embargo, integración no es ni fusión ni confusión. La psicología racional, hoy tan injustamente olvidada, y la psicología experimental están llamadas ambas a complementarse y potenciarse, sin perder cada una su propia especificidad epistemológica, pero reconociendo que lo que en la consideración científica puede existir separado, debe en último término ser reunido en la realidad. Ahora bien, esto que no parece tan difícil de cirio no es tan fácil hacerla. En lo que me resta de exposición quisiera hacer algunas proposiciones para esta síntesis, que para muchos podrá parecer periclitada o ilusoria, pero que a nosotros nos parece inescapable si se quiere volver a darle unidad al estudio de la psicología, y un poco más de humanidad a sus aplicaciones.

Toda totalidad ordenada supone la reducción de la multiplicidad a lo uno en virtud de un principio. Si hemos sugerido que en los estudios de psicología en la época actual reina un cierto desorden, toda proposición de orden exige el encontrar un principio. ¿Qué camino emprender en la búsqueda de ese principio de orden para la psicología moderna?

Un orden puede ser natural o artificial. Es natural cuando las partes de un todo se ordenan de acuerdo con lo que en la realidad les otorga su unidad; es artificial cuando el principio de unidad es arbitrario. Si los huesos de un esqueleto los ordenamos según su contribución a la función mecánica del todo, tal como están en el animal, los habremos ordenado según un orden natural. Si los ordenamos de acuerdo con su peso, color, tamaño, belleza, extrañeza o cualquier otro principio arbitrario, les habremos impuesto un orden artificial. Pero, ¿cuál sería el orden natural en el cual se ensamblan las diversas partes de la psicología?

Si hemos sostenido que la psicología no debe perder de vista la integración de los fenómenos propiamente psíquicos en la conducta, debemos ser coherentes. Ahora bien, la conducta humana tiene una peculiaridad y una superioridad propias con relación a la conducta de todos los demás animales. La conducta humana en cuanto tal es libre, y porque es libre es moral. Desde el punto de vista de la conducta, el ser humano es un animal ético. Lo anterior no quiere decir, ni mucho menos, que toda conducta humana sea siempre libre -y por lo tanto moral-, ni tampoco que todas las conductas lo sean en el mismo grado, ni que todas las opciones morales de un hombre individual sean necesariamente buenas. De lo que sí no hay duda es de que todas las demás conductas o parcialidades de conducta el hombre las ordena hacia la libertad. De tal modo que la conducta humana será propiamente humana en la medida exacta en que ella haya conquistado en el mismo sujeto los ámbitos propios de la libertad y de la moralidad. Y esto nos parece capital para el problema que examinamos de la unidad de la psicología como saber.

La psicología no puede perder de vista que la casi infinita y multiforme variedad de elementos que participan en la conducta humana se encuentran últimamente ordenados hacia la conducta y hacia una conducta lo más plenamente libre y lo más plenamente moral que a cada hombre concreto le sea dado y posible. Esto no significa que el psicólogo tenga que transformarse en un moralista, aunque sí pienso que un psicólogo debería conocer la ciencia moral y conocerla en profundidad. Como un médico la anatomía y la fisiología, y un ingeniero la física y las matemáticas. Creo que todo psicólogo práctico tiene claro, por lo menos de modo implícito, que cuando intenta ayudar a una persona, su ayuda es una ayuda para la libertad. De lo que no estoy tan seguro es de la conciencia que se tenga acerca de la ordenación y subordinación de la libertad a la moralidad, y ese es en definitiva el punto capital.

No se nos oculta que nuestra proposición pueda tener algo de original para algunos, de escandaloso para otros y, espero que para los menos, algo de inaceptable. Reconocemos que nuestra proposición va a contracorriente de una cierta cultura que se nos propone y hasta se nos impone desde los países materialmente más desarrollados; sin embargo, nuestro planteamiento no tiene en el fondo nada de novedoso. Lo que nosotros proponemos no es sino la manera en que un Aristóteles, un Séneca, un Cicerón, un Tomás de Aquino y tantos otros concibieron el estudio de la conducta humana por más de dos mil años de historia. El patrimonio cultural dejado por esa pléyade de sabios y observadores es inmenso, y, sin embargo, en nuestras escuelas modernas de psicología aparece como olvidado o inexistente. Útil a lo más para un curso de historia de la psicología, en el cual las doctrinas taxidermizadas y polvorientas se mal estudian y se deforman.

Pensamos que, en el plano teórico, la recuperación y reasimilación de todo ese colosal patrimonio cultural y su confrontación con los fascinantes descubrimientos de las ciencias naturales biológicas y psicológicas, deberían constituirse en un poderoso estímulo a la investigación y redundar, sin lugar a dudas, en un progreso inmenso para la psicología. Pensamos que esta estimulante confrontación y la aproximación de la psicología a la ética deberían hacer surgir lo que podríamos llamar nuevas disciplinas puente, en particular lo que hemos venido sosteniendo con algunos otros autores, el desarrollo de una psicología moral. Esta nueva subdisciplina podría mostrar con mayor y mejor claridad a los psicólogos, por una parte, que detrás de la animalidad se oculta un espíritu, y por otra, a los moralistas, que, aunque parezca fuerte decirlo, la moral humana es la moral de un animal.

Pensamos que en lo que se refiere a las aplicaciones de la psicología en los ámbitos clínico, educacional y laboral, la introducción de la ética como principio ordenador y jerarquizador debe redundar en una inyección de humanidad en el torrente circulatorio de la sociedad y en una dignificación de la labor del psicólogo, tan ignorada y subvalorada hoy en día por la opinión pública y a veces hasta por los mismos psicólogos.


1 Cf. Barbado, P. M. Introducción a la Psicología Experimental, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Luis Vives de Filosofía, Madrid, 1943.

2 Barbado, 1943, p. 65.

3 A juzgar por la triste experiencia de niños abandonados en la naturaleza, parece que la interacción temprana con otros seres humanos resulta indispensable en el hombre para saberse hombre y desarrollarse como tal. De tal modo que no resulta posible afirmar, de buenas a primeras, que, desde el punto de vista genético, primero nos conocemos a nosotros como vivos cognoscentes y luego afirmamos lo mismo de los demás, ya que ambos conocimientos se encuentran íntimamente imbricados.

4. Aun aceptando como probable que la idea acerca de sí mismo en tanto que yo cognoscente pueda ser primera, en el orden genético, que la de sí mismo como vivo cognoscente, esto no supone, ni mucho menos, que el autoconocimiento de sí mismo como puro sujeto cognoscente tenga que ser el verdadero principio de la ciencia psicológica y que lo segundo no sea de suyo evidente.