UN NUEVO SIGLO


Pablo Arango Restrepo*

* Médico Ortopedista, especialista en Bioética y candidato a Magíster en Bioética. Profesor de Bioética, Universidad de la Sabana, Chía, Cundinamarca, Colombia. E-mail: pablo.arango@unisabana.edu.co


Llegamos al año 2001. El nuevo siglo comenzó el primer día de 2001; todos hemos querido adelantar la celebración un año, al final de 1999, tal vez porque queríamos dejar atrás un siglo que fue absolutamente paradójico: por un lado ha sido el siglo más cruel de la historia de la humanidad, con dos enormes guerras mundiales y cientos de guerras por todas partes y a todo momento, con desigualdades enormes en el desarrollo de los pueblos, y mientras unos están realmente en el apogeo, otros se encuentran en una profunda miseria espiritual y humana. Sin olvidar el comunismo marxista, que cobró más vidas que las mismas guerras, y el nazismo, que no se quedó atrás. Pocas veces antes la dignidad humana había sido tan atropellada. Pero no todo ha sido negativo: vimos un desarrollo científico verdaderamente desbordado; se afirma que los últimos 25 años la humanidad duplicó los conocimientos adquiridos desde los tiempos más remotos; se logró controlar muchas enfermedades, que hasta hace poco tiempo diezmaban poblaciones enteras; se lograron avances enormes en la conquista del espacio, en el manejo de la energía nuclear, y muchos más. El siglo pasado no se caracterizó precisamente por un desarrollo de las humanidades, aunque en los últimos años se notó un resurgir del interés por la ética, tal vez al ver hacia dónde nos llevaba la ciencia desbocada. En este siglo que comienza debemos darle un espacio a las humanidades, a la ética. Debemos detenernos a pesar quiénes somos, qué queremos, a dónde vamos, y al mismo tiempo enmendar los atropellos contra el hombre y su dignidad. Creo todos estamos de acuerdo en respetar la dignidad, en lo que tal vez no estamos de acuerdo es en qué es esa dignidad. Posiblemente no haya otra expresión más repetida, invocada y aceptada por todas las sociedades y códigos de valores como la de la dignidad intrínseca de la persona. La raíz de dignitas  está en el verbo decet (es justo, honesto), de donde derivan los sustantivos decor y decus: algo que tiene excelencia y dignidad en virtud de su decencia y decoro. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua poco ayuda a aclarar el concepto, pues define la dignidad como “gravedad y decoro de las personas en la manera de comportarse”. Al lado de este significado, relacionado con la acción, hay otro de dignidad entendida como cargo o título honorífico. Pero la dignidad no ésta en el cargo, sino en la persona que lo desempeña, porque, como dice Max Scheller, la persona es un “protovalor”, el valor primero y fundamental, goza de una dignidad intrínseca  por el hecho de ser persona.

Entre los antiguos filósofos griegos y romanos hubo un atisbo sobre la igualdad entre los seres humanos, pero es la cultura judeocristiana la que pone los cimientos de este universal ético, valor en sí, con dignidad propia irrenunciable, que llamamos persona. Agustín de Hipona fue el primer escritor cristiano en usar el término dignidad; dice que “Dios concedió al hombre la máxima dignidad entre los seres de la Tierra”. Tomás de Aquino y, en general, los autores medievales fundan la dignidad de la persona en su naturaleza racional y subsistente. Pero fue  Kant quien absolutizó  el valor de la persona, en cuanto que es “fin en sí misma”, “sujeto de la ley moral”, que no obedece a ninguna otra ley. Por ello, debe reconocérsele un valor absoluto y no puede ser nunca considerada como medio al servicio de otro: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto que en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un in al mismo tiempo y nuca solamente como un medio”. Kant establece la bella y ajustada distinción entre la dignidad y precio: “En el lugar de lo que tiene un precio puede ponerse alguna otra cosa equivalente; lo que; por el contrario, se eleva sobre todo precio y, por lo tanto, no permite ningún equivalente, tiene dignidad”. Las cosas tienen precio, solo la persona tiene dignidad.

Se puede afirmar que la dignidad de la persona no es consecuencia del obrar moralmente, sino que la  dignidad le es intrínseca al hombre por el hecho mismo de ser persona. Por esto, toda persona, sin distinción de raza, sexo o cociente intelectual, tiene dignidad y es digna de respeto, aún cuando los demás no se la reconozcan. Esta es la base y el fundamento de los derechos humanos, los cuales no emanan de ningún consenso, ni Estado alguno los puede conceder o usurpar.

La dignidad se predica de la naturaleza humana concreta, incluso depauperada: es digno un enfermo, un  drogadicto, un preso, un feto, un enfermo Terminal, un retraso mental, porque la salud, la cultura, la inteligencia o la culpabilidad de un delincuente son accidentes, y lo esencial, que es la naturaleza  (esencia del hombre), conserva su valor supremo. A un retrasado mental no lo nombraremos profesor o presidente de un país, pero sí lo respetaremos y le reconocemos  sus derechos a la vida, a la integridad, a la educación acorde con su situación. A un delincuente lo encerramos, pero sin humillar la dignidad que en él encontramos.

Uno de los principales enemigos que tiene la dignidad de la persona es la actitud de los científicos y su curiosidad que nos lleva a pensar que por el hecho de conocer cómo es el funcionamiento de las células, los tejidos, los órganos, están autorizados para manipularlos y hacer con ellos lo que quieran.

La ciencia es seductora y fascinadora, porque nos hace descubrir lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, y conseguir resultados impresionantes. Pero conviene recordar que, aunque tenga la capacidad de explicar el funcionamiento biológico y las interacciones entre las moléculas, no podría enunciar por sí sola la verdad última y proponer la felicidad que el hombre anhela alcanzar, ni dictar los criterios morales para llegar al bien. En efecto, estos últimos no se establecen sobre la base de las posibilidades técnicas, ni se deducen tampoco de las verificaciones de las ciencias experimentales, sino que “están en la dignidad propia de la persona” (Veritatis splendor, 50).

El sujeto humano es un valor absoluto, que merece un infinito respeto. Es un valor incondicionado y último, respecto del cual cualquier otro valor se convierte en condicionado, penúltimo, instrumental.

El respeto de toda vida humana es un precepto moral universal, proclamado en todas las grandes civilizaciones, y constituye la trama de toda sociedad democrática. Los católicos no tienen el monopolio de la defensa de la vida humana.

La vida es el primero de los bienes, el primer valor, que condiciona el acceso a todos los demás valores.

La dignidad humana es una calidad intrínseca del hombre, que lo hace superior sobre las otras cosas del mundo y asume la función de valor supremo. El valor supremo que hay en el mundo es la naturaleza humana en un individuo concreto, al cual  se le reconocen unos derechos fundamentales y una dignidad en la vida social.

El hombre es el centro, y al él tienden todas las cosas del mundo y las actividades de la sociedad que están a su servicio. ¿Para qué hacemos un régimen jurídico, unos hospitales, unas viviendas? Para que el hombre viva y desarrolle su personalidad. El hombre se diferencia del resto de las especies, es algo evidente, el hombre el libre, el hombre razona; sin embargo, hay autores que afirman que somos uno más en el reino animal.

El progreso científico y técnico, sea el que sea, debe, pues, guardar el mayor respeto por los valores éticos, que constituyen la salvaguarda de la dignidad de la persona humana.