CONSENTIMIENTO INFORMADO PARA EL PACIENTE TERMINAL Y SU FAMILIA

 

GILBERTO A. GAMBOA BERNAL

Médico Psiquiatra, M.D. Academia de Bioética de Santiago de Cali


Introducción (1)

El ejercicio de la medicina desde tiempos ancestrales ha combinado el arte y la ciencia. Desde los más remotos remotos albores de la medicina es indudable que predominó lo primero y muchas veces en forma de magia o superstición. Con el paso de los años el conocimiento del cuerpo humano, la influencia que sobre él tiene el medio ambiente, el uso de recursos terapéuticos y los descubrimientos de entes patógenos, drogas, instrumentos y procedimientos, han hecho que la medicina tenga cada vez mas de ciencia que de arte.

Sin embargo, la medicina pretécnica ha pervivido a lo largo de los siglos aportando no sólo algunas prácticas, sino también unas actitudes mentales que han servido de raíz para el frondoso árbol de la medicina de occidente. Y son precisamente esas actitudes mentales las que le han dado contenido al arte de la medicina; que no se puede perder por ningún motivo, ni siquiera por el avance tecnológico y científico tan propio de la medicina contemporánea.

Para que esto no ocurra, en la actividad del médico y del personal sanitario, cuando ésta es éticamente correcta, han de existir siempre unas constantes: la voluntad de ayuda por parte del médico, que se manifiesta como asistencia inmediata o como consejo a distancia. Esta ayuda ha de articular al menos tres dimensiones, una empírica (un puro "saber hacer algo"), otra racional (saber o interpretar qué es lo que se está haciendo) y otra creencial (creer o no creer -sobre todo por parte del enfermo- en la eficacia de eso que se hace. A partir de los antiguos griegos, Alcmeón de Crotona e Hipócrates, el quehacer terapéutico tiene el carácter de tekhne, de tal manera que el médico sólo actúa como tal cuando procede "técnicamente", es decir, cuando ejerce la medicina sabiendo, no únicamente qué hace, sino también por qué lo hace.

Una de esas actitudes mentales, que antes se mencionaba, se concreta en la relación médico-paciente que, como todo acto médico, es un acto ético que permite delimitar los diversos papeles que, mientras dure la enfermedad, han de asumir tanto el médico como su paciente, impidiendo que se produzca una transformación del carácter de la relación previamente establecida. Y esta relación no es distinta de una verdadera alianza terapéutica que se inicia desde la primera entrevista.

Y es precisamente dentro del marco de la relación médico-paciente donde cabe hablar de consentimiento informado o consentimiento idóneo.

GENERALIDADES

Concepto de consentimiento informado

En el seno de las relaciones médico-enfermo tiene un profundo sentido el consentimiento del paciente, pues determina en buena parte la actuación médica y además dicha relación goza jurídicamente de la condición de contractualidad.

El consentimiento, en general, se define como el acuerdo de voluntades que se apoya, por un lado, en la información suministrada por el médico y, por otro, en la decisión libre del paciente de aceptar o no lo que se le propone como pauta de acción. Se manifiesta, por tanto, en la ilustración conveniente y suficiente y en la aceptación sobre la cosa y la causa que han de constituir el contrato de prestación de servicio.

Esta relación puede estudiarse en una triple dimensión:

a) Profesional o técnica: el médico es un profesional que dispone de unos conocimientos y preparación que le capacitan para la prevención de enfermedades, su diagnóstico y tratamiento usando de los medios éticos y técnicos adecuados en cada caso. Esto no puede suponer caer en actitudes tecnicistas que reduzcan al hombre a la calidad de una máquina que es necesario reparar.

b) Económica y material: cuando el paciente acude al médico va en busca de esos servicios profesionales, por los que el médico ha de recibir la contraprestación económica correspondiente, sea directamente del paciente en el caso de la medicina privada, sea del Estado o de las instituciones en la medicina pública y prepagada.

c) Antropológica: el enfermo es una persona que está necesitada de la asistencia médica, que sufre física y espiritualmente con su enfermedad y que, por esa razón, se encuentra en situación de dependencia o minusvalía frente al médico.

Estas tres dimensiones son fundamentales para que la relación médico-paciente se establezca y progrese con el clima de confianza suficiente y necesario que haga fructífera y provechosa dicha relación.

La armonía y equilibrio de este conjunto de dimensiones son particularmente importantes para que la relación establecida se mantenga dentro de los límites que la dignidad humana y la condición personal de ambas partes demanda, de tal manera que sea siempre respetada y siempre tenida en cuenta esa dignidad y esa condición.

Aunque sea un tema más propio de la relación médico-paciente, es necesario decir una palabra sobre el fin de esa relación, ya que con base en él se ha de establecer el verdadero consentimiento. Tradicionalmente se ha venido aceptando que el objetivo final de esta relación contractual es el de combatir el evento que ha llevado a una persona a consultar a un profesional de la salud.

Sin embargo, hay que tener presente que el fin de esa relación no es necesariamente la curación del paciente, pues hay enfermedades y situaciones que no tienen tratamiento específico y definitivo, e incluso que son mortales. El verdadero fin de la relación médico-paciente se ha de establecer en el servicio que uno puede prestar a otro.

Un poco de historia

La medicina hipocrática, modelo de la medicina de occidente, no habló de consentimiento informado. Sin embargo esto no quiere decir que no se tuviera en cuenta o que fuera un tema desestimado y sin importancia. Una crítica que se le ha hecho a este sistema es el excesivo paternalismo del que siempre hizo gala: al médico, ese ser especial y superior, era necesario acudir con reverencia, respeto e incluso miedo, para beneficiarse de sus conocimientos.

Algunos autores han querido ver en el paternalismo promulgado por el Juramento Hipocrático la causa del maltrato sufrido durante siglos por los pacientes que tenían la desventura de "caer en las manos de los médicos". Si bien es cierto que se han presentado atropellos a la hora de aplicar un paternalismo desmedido y autoritario, esto no ha sido la regla general. El ejercicio de la medicina necesariamente tiene un carácter paternalista que debe ser convenientemente dimensionado para no caer en abusos y atropellos, y esto por la especial situación de indefensión y debilidad que el enfermo tiene y que no puede ser desconocida por el médico tratante.

El concepto de consentimiento informado es relativamente reciente, aunque en mayor o menor medida haya sido una realidad en la práctica médica, como resultado de su ejercicio humano y responsable. Esta realidad surgía con la espontaneidad propia de todo trabajo bien hecho; es decir, el médico solicitaba el consentimiento de su paciente sin que fuera necesaria la presencia de la actual reivindicación del consentimiento informado como derecho del paciente.

Es muy llamativa la manera como surgió el concepto de consentimiento informado. No fue precisamente en el ambiente médico donde se empezó a hablar de ese nuevo derecho de los pacientes. La primera referencia al consentimiento informado se produjo a finales de la década del cincuenta, en los Estados Unidos, con ocasión de una demanda por negligencia en el caso de un paciente al que le fue practicada una aortografía translumbar y que tuvo como secuela una parálisis permanente. Es el famoso "Caso Salgo", en el que la Corte dictaminó que al médico le correspondía el deber de informar previamente al paciente sobre todo lo relacionado con el procedimiento al que se iba a someter. Desde ese momento se consideró la posibilidad de que el consentimiento informado fuera reconocido como un derecho del paciente. De una instancia jurídica el consentimiento informado pasó al campo ético.

Otro juicio famoso, también en los Estados Unidos, fue el llamado Nathanson vs. Kline. En esta oportunidad la señora Nathanson demandó por que luego de una mastectomía fue irradiada con cobalto, que le produjo una extensa quemadura en el sitio de aplicación; esta complicación no había sido mencionada por su médico.

Para ese caso la Corte sentó doctrina: "El derecho angloamericano se basa en el supuesto amplísimo de la autodeterminación. De él se sigue que todo el mundo es dueño de su propio organismo, y que por tanto puede, si se halla en sus cabales, oponerse y prohibir expresamente la ejecución de operaciones quirúrgicas o cualquier otro tratamiento, aún cuando tenga por fin salvarle la vida. Un médico puede creer que una operación o alguna forma de tratamiento pueden ser deseables o necesarias, pero la ley no le permite sustituir con su propio juicio el del paciente mediante ninguna forma de artificio o engaño".

No es posible dejar sin comentarios el anterior texto, puesto que antes de un principio verdadero expresa uno falso. En primer término, el concepto de autodeterminación de la persona se apoya en una incompleta interpretación de la autonomía, que desde Kant, viene haciendo carrera en la filosofía. Kant muestra la autonomía como "la propiedad de la voluntad de tener en sí misma su ley (independientemente de los objetos a que se dirige)... El principio de autonomía es el único de la moral" (Fundamentos de la metafísica de las costumbres). Para Kant autonomía y libertad se identifican: la autonomía viene a ser la libertad en su dimensión positiva, es decir, obediencia a una ley que es interna a la propia voluntad. Este error lleva a expresar que la persona es dueña de su propio organismo, cosa que a la luz de la ética no es verdad.

En segundo término, el texto de la sentencia antes citada muestra, con gran claridad, varios elementos importantes que deben ser tenidos en cuenta cuando se habla de consentimiento informado.

De esta manera se estableció que la autodeterminación era un derecho moral del paciente que el médico debía respetar siempre, para no ser enjuiciado legalmente.

A partir de estos antecedentes muchos códigos de ética médica incluyen, dentro de sus articulados, una reglamentación sobre el consentimiento informado.

Sin embargo, el tener en cuenta al paciente, a la hora de tomar una decisión o instaurar un tratamiento, no debe hacerse solo por el peso que ejerce la legislación; este es un elemento importante pero no el fundamental.

La buena práctica de la medicina incluye necesariamente el tratar al paciente como persona que es, respetando no solo su autodeterminación sino también, y principalmente, su dignidad. Es decir, el médico no necesitaría de la coactividad para realizar bien su trabajo, pues el mismo carácter de servicio que este tiene le obliga naturalmente a comportarse de una determinada manera frente a su paciente y tratarlo sin olvidar, en ningún momento, que tiene frente a sí a una persona humana, que además sufre y / o padece.

ELEMENTOS DEL CONSENTIMIENTO INFORMADO

Una vez repasado a vuela pluma el concepto de consentimiento informado y de haber hecho una breve reseña histórica, es conveniente recordar los elementos que lo constituyen. De esta manera será posible aplicarlo con propiedad y seguridad en todos aquellos eventos que así lo requieran.

Estos elementos serán útiles para poder determinar qué y cuánto debe saber el paciente, y cómo y cuándo debe el médico proporcionar la información pertinente a cerca de la enfermedad, de su pronóstico y tratamiento. Solo así será posible darle una dimensión correcta a aquel aforismo médico según el cual "ni el paciente tiene que saberlo todo, ni el médico tiene que decirlo todo".

Elementos dependientes del paciente

a) Capacidad de conocer. Para tomar una decisión libre la persona ha de conocer primero y esta capacidad puede estar limitada o alterada por la edad o la enfermedad. En el primer caso, los menores, aunque puedan conocer -a partir de los 7 años en general- se consideran como no idóneos para prestar un consentimiento informado cabal. Esto no quiere decir que nunca se cuente con la opinión de ellos, y que tampoco el médico se exima del deber de explicar de una manera sencilla lo pertinente en razón de la edad del paciente. Aunque las normas prescriban que, en estos casos, sean los padres o tutores quienes han de prestar el consentimiento idóneo o en su defecto o incompetencia el Estado- siempre se debe hablar con el menor. En el otro polo de la vida, en la ancianidad, la capacidad de conocer puede estar disminuida o no existir, dependiendo no sólo de la edad sino también de patologías degenerativas que puedan mermar la función cerebral.

b) Capacidad de decidir. Pero la decisión no depende sólo del conocimiento. Es necesario un efectivo uso de la voluntad para que la libertad de la decisión sea plena. Todos los limitantes del ejercicio de la voluntad deben ser considerados: ignorancia, miedo, violencia, pasiones.

c) Situación emocional. Aún conservando indemnes las anteriores facultades, es necesario tener presente que el consentimiento idóneo puede interferirse por las reacciones emocionales que la enfermedad puede producir en el paciente, disminuyendo o quitando su plena capacidad decisoria.

d) Situación psíquica. La patología psiquiátrica dificulta en gran medida el poder definir cuándo hay o no el consentimiento idóneo. Es frecuente suponer que el enfermo mental no puede decidir, por su falta de autonomía y de autodeterminación; sin embargo, es necesario hablar con él.

e) Grado de dependencia. Por su misma condición, el enfermo experimenta cierta dependencia del médico tratante, que es distinta según aquel sea un paciente ambulatorio o esté hospitalizado. En el primer caso, el paciente que acude al médico solicitando un servicio evidencia un mayor dominio de sí mismo y la dependencia no es necesariamente grande. Caso contrario ocurre cuando el paciente se encuentra hospitalizado: su indefensión es mayor y su estado de pasividad lo puede llevar a plegarse con mayor facilidad a las demandas del médico o del equipo tratante, corriéndose un riesgo mayor de pasar por encima el tomar en cuenta su consentimiento.

f) Tipo de enfermedad. Es un dato que se ha de tener en cuenta para pedir el consentimiento informado. En las enfermedades de curso agudo al paciente tiene necesidad urgente de solucionar el problema que lo aqueja y, de alguna manera está más a merced del médico; esto hace que pueda omitirse el consentimiento, pues de pronto ambos lo presuponen. Cuando la enfermedad es de curso crónico normalmente la situación es al revés, pues el paciente tiene un grado de conocimiento mayor de su patología y, por decirlo así, "ha aprendido a vivir con ella" o está en proceso de hacerlo.

g) Información previa. Otro elemento que no se puede olvidar a la hora de solicitar el consentimiento a un paciente es la exploración que el médico ha de realizar sobre qué es lo que sabe el paciente de su enfermedad, qué ha oído sobre su pronóstico y que informaciones tiene sobre el tratamiento de la misma. Con frecuencia los pacientes se inhiben de prestar el consentimiento por una serie de informaciones inexactas, fragmentarias, cuando no abiertamente erróneas, que reciben por muy diversos medios.

Elementos dependientes del médico

a) Conocimiento científico. Es claro que cuando el dominio técnico del arte de la medicina es mayor, el profesional tratante tiene muchos más elementos al momento de dar la información necesaria y suficiente a su paciente. Sin embargo, el médico ha de desprenderse de utilizar los tecnicismos del lenguaje pues no son, en buena parte de los casos, adecuados para informar a los pacientes, ya que la comprensión de lo que se quiere decir disminuye. También es necesaria la suficiente prudencia en el sentido de no avasallar al paciente con una gran cantidad de información, con el pretexto de demostrarle la gran talla intelectual y el acierto que tuvo al escoger médico. Cuando el dominio que se tiene de la patología del paciente no es suficiente, el médico está en la obligación de escuchar la opinión de un colega con mayor preparación o experiencia, para después poder solicitar el consentimiento al paciente, que ya tendrá muchos más elementos para suministrarlo. El médico ha de tener la suficiente honradez y entereza para reconocer que no lo sabe todo; y además, nadie puede pretender que así sea.

b) Rectitud de intención. El médico ha de abstenerse de manipular la información que da a su paciente; ha de evitar sesgar dicha información de tal manera que el paciente no se vea inclinado a decidir según un propósito predeterminado por el médico. El objetivo no puede ser obtener, a cualquier precio, el consentimiento del paciente, sino brindarle toda la información necesaria para que este pueda tomar una decisión libre y espontánea.

c) Disponibilidad de tiempo. Todo el proceso que culmina con el consentimiento informado por parte del paciente demanda cierto tiempo. Dentro del presupuesto que cada médico ha de hacer, antes de proceder a tratar a un paciente, ha de contemplar el destinar el suficiente tiempo para todo lo relacionado con dar la información que el paciente requiere para dar su consentimiento idóneo. Es cierto que las nuevas condiciones del ejercicio profesional (Ley 100, por ejemplo) hacen que el profesional tratante vea restringida de una manera significativa el tiempo que ha de dedicar a su paciente. Sin embargo, y pese a las múltiples limitantes, es importante disponer del tiempo suficiente no sólo para obtener el consentimiento sino también -y principalmente- para establecer una relación adecuada médico-paciente, de tal manera que se pueda provocar, de una manera natural, la llamada "alianza terapéutica".

d) Información. Es el elemento más importante, pues de él depende en buena parte la claridad y conocimiento que el paciente pueda tener para dar su consentimiento idóneo. El profesional ha de buscar que la información que proporciona sea completa, libre de prejuicios y de acuerdo a las condiciones físicas, psíquicas y culturales del paciente. Completa significa que deben darse todos los datos que ayuden a tomar una decisión libre. Sin prejuicios significa con rectitud de intención; es decir, no permitiendo condicionar o coaccionar al paciente. Para que sea acertada la información que se proporciona, el médico ha de procurar conocer a su paciente de una manera integral, y así hacerse una idea no sólo de lo que debe decir sino también de cómo debe decirlo. También es importante tener presente la oportunidad a la hora de suministrar la información: el médico ha de desarrollar una especie de "sexto sentido", que le posibilite llegar a su paciente en el momento justo y oportuno, eventualmente "preparando el terreno", de tal manera que con la información suministrada el paciente, lejos de asustarse o inhibirse para dar su consentimiento, se sienta con la suficiente autonomía y libertad de espíritu para hacerlo. Finalmente el médico ha de proporcionar al paciente un tiempo razonable para que él piense en la información que ha recibido y pueda madurar su decisión y prestar un consentimiento verdaderamente idóneo. No se puede pretender que de forma inmediata el paciente manifieste dicho consentimiento, y menos cuando su decisión puede representar cambios radicales para él, para su familia o para la sociedad.

e) Soporte legal. Con el desarrollo de la medicina, de una manera paralela, se ha venido experimentando la necesidad, cada vez más perentoria, de dar a la actuación médica la suficiente seguridad frente a la legislación vigente. La relación médico-paciente ha dejado de tener la connotación simplemente humana para pasar a constituirse en un verdadero "contrato asistencial o contrato médico", con deberes y derechos mutuos. Este hecho hace que tanto médicos como pacientes han de tener consciencia de las implicaciones legales que sus actuaciones puedan ocasionar.

En relación con el consentimiento informado, la Ley 23 de 1981 dice lo siguiente:

"Artículo 12: El médico solamente empleará medios diagnósticos o terapéuticos debidamente aceptados por las instituciones científicas legalmente reconocidas. Parágrafo: si en circunstancias excepcionalmente graves un procedimiento experimental se ofrece como la única posibilidad de salvación, éste podrá utilizarse con la autorización del paciente o sus familiares responsables y, si fuere posible, por acuerdo en junta médica".

"Artículo 14: El médico no intervendrá quirúrgicamente a menores de edad, a personas en estado de inconsciencia o mentalmente incapaces, sin la previa autorización de sus padres, tutores o allegados, a menos que la urgencia del caso exija una intervención inmediata".

"Artículo 15: El médico no expondrá a su paciente a riesgos injustificados. Pedirá su consentimiento para aplicar los tratamientos médicos y quirúrgicos que considere indispensables y que puedan afectarlo física o psíquicamente, salvo en los casos en que ello no fuere posible, y le explicará al paciente o a sus responsables de tales consecuencias anticipadamente".

Antes de pasar adelante es necesario hacer unos breves comentarios al articulado anterior. Según la Ley 23, el consentimiento informado directo sólo ha de obtenerse como requisito previo al empleo de procedimientos experimentales y a tratamiento médicos y quirúrgicos, que eventualmente puedan llevar a complicaciones o efectos secundarios negativos.

Según le ley el médico no quedaría obligado a tener en cuenta el consentimiento de su paciente de manera rutinaria. Sin embargo, la práctica ética de la medicina obliga a que, por prudencia, el paciente conozca directamente de su médico tratante todo lo relacionado con su padecimiento, tratamiento, etc., y preste su autorización para realizar cualquier tipo de procedimiento, así se trate de más simple.

También es necesario aclarar que no sólo las intervenciones quirúrgicas, como lo señala la ley, demandan el consentimiento por parte del paciente, sus familiares o tutores; todos los procedimientos diagnósticos invasivos o no, así como también la utilización de recursos heroicos, necesitan para su realización de contar con el consentimiento idóneo.

CONTENIDO DEL CONSENTIMIENTO INFORMADO

En todo consentimiento informado, bien sea expresado por escrito o simplemente de manera verbal, debe hacerse mención, al menos, de lo siguiente:

1. Procedimiento propuesto: explicación técnica del mismo.

2. Riesgos materiales: los más comunes y los más graves, así como su frecuencia, por lo menos de los más graves.

3. Complicaciones: las más comunes y las más graves y la incidencia, al menos, de las más graves.

4. Procedimientos alternativos: ventajas e inconvenientes respecto al que se propone en primer lugar.

5. Riesgos previsibles en caso de que el paciente decida rechazar el procedimiento propuesto.

 

EL CONSENTIMIENTO INFORMADO PARA EL PACIENTE TERMINAL Y SU FAMILIA

Un hecho que no escapa al conocimiento de todos, y que con gran probabilidad motivó la realización de este Congreso, es la carencia de profesionalidad frente al enfermo terminal y moribundo por parte de los médicos. No hace falta hacer un repaso del curriculum académico para constatar que en la formación de los profesionales en salud no se contempla ésta materia, aunque de hecho es indispensable en el ejercicio profesional. Mucho menos se enseñan las habilidades que son necesarias para relacionarse y acercarse al paciente terminal o moribundo, para ayudarle a prepararse en esa etapa final. Es tarea de todos subsanar este defecto.

Sobre el consentimiento informado para este tipo de pacientes y sus familias hay que tener en cuenta los elementos que se mencionaron con anterioridad, además de algunas peculiaridades derivadas de la condición misma de enfermo terminal.

Sin embargo, antes de pasar adelante es necesario hacer unas reflexiones que eventualmente ayuden a iluminar esta faceta del ejercicio profesional tal olvidada en las cátedras universitarias.

La muerte forma parte de la vida de cada uno y constituye un momento personal y único. Vivir y morir forman parte de lo mismo: morir es uno de los parámetros del vivir. Cada vida humana que se apaga en el silencio es un misterio que apenas pueden intuir los que están a su lado. Nadie puede sustituir al moribundo, ni tan siquiera comprenderle, pues por mucho que alguien intente ponerse en su lugar, siempre se continuará estando muy lejos y distante de quien agoniza. El que se muere lo hace a solas consigo mismo; nadie puede hacerlo por él. Morirse es una experiencia individual y única.

La muerte constituye una situación límite íntimamente relacionada con la personal trayectoria biográfica y las actitudes ante la vida que se hayan tenido. Estas actitudes marcarán sus vivencias y orientarán el comportamiento que se manifiesta en la fase terminal, cuando la hay, pues no siempre así acontece. La atención al enfermo en esta fase terminal constituye una de las funciones más importantes e ineludibles del médico, para la que, como se decía anteriormente, casi no recibe en la actualidad ningún tipo de información.

Pero también es cierto que a nadie se le enseña a morir, ni en la casa, ni en el colegio, ni en la universidad. La pedagogía de la muerte debería empezar desde el principio de la educación. Los padres no suelen hablar de la muerte a sus hijos, como tampoco los maestros a sus alumnos.

Alguno podría pensar que las anteriores reflexiones poco o nada tiene que ver con el tema que nos ocupa. Sin embargo me parecer clave resaltar todo lo anterior, pues una de las manifestaciones más graves de aquella omisión es que los médicos evitan hablar de la muerte a los enfermos y, por tanto, no se pueden dar todos los elementos para el consentimiento informado.

En la comunicación con el enfermo terminal no hay lugar para las mentiras piadosas. Aunque algunos autores afirmen lo contrario, no puede ser posible escamotear la verdad a una persona que libremente la desea acerca de un hecho fundamental para su existencia. Y si, como se decía atrás, al médico no se le forma para tratar al paciente terminal, mucho menos para saber cómo hablar con él y cómo prestarle la información que se le debería facilitar al paciente en relación con su propia muerte.

En el entorno de un enfermo terminal se da en la actualidad un cambio de actitudes y comportamientos. Lo ordinario es que al paciente se le aísle, creándose alrededor de él un extraño clima de sobreprotección y distanciamiento, entreverando en ocasiones de engaño, que ha sido calificado justamente con el temino "conspiración del silencio".

Esta situación se pretende justificar aludiendo a la necesidad de evitar al paciente el "trauma" que, seguramente, podría causarle conocer la gravedad del estado en que se encuentra. Los familiares más próximos quieren convencerse de que el enfermo es mucho menos consciente de su situación de lo que suele ser. Quienes así piensan se olvidan de que en ocasiones el propio enfermo es moralmente más fuerte que los que le cuidan. En estos casos es lógico pensar que la "conspiración del silencio" a quien realmente protege no es al enfermo, sino a sus familiares y cuidadores. De ahí que sean éstos quienes -acaso por sus temores y la angustiosa resonancia que en ellos produce la vivencia de la muerte- traten de sustraer al paciente y a sí mismos de enfrentarse con la situación y tomar las decisiones oportunas.

Se engaña a los moribundos porque a los vivos les cuesta decir la verdad. El criterio por el que no se comunica la verdad, en la mayor parte de los casos, no es por caridad con el que se va a morir sino por el miedo del que sigue vivo.

En la mayoría de las seudorazones y argumentos a los que se apela, para tratar de hacer racional lo que en absoluto es, late incontenible una gran falsedad. Es falso que la persona que está muy grave ignore la más de las veces su estado; que si se le informa puede empeorar, a causa de la noticia suministrada; que tal vez se le haga sufrir con esa información más de lo necesario, etc.

Con muchas de esas prácticas -en el contexto que se viene tratando- se ha olvidado que el hombre podría definirse con estos dos conceptos fundamentales: un ser para la verdad y un ser para el bien.

El hombre es un ser para la verdad, porque el hombre está abierto al conocimiento, que permite hacerse con la cosa conocida. En eso consiste la verdad. La verdad encarnada por el hombre implica una perfecta adecuación entre lo que se piensa y lo que se dice, lo que se dice y lo que se hace, y lo que se piensa y lo que se hace. Eso es la verdad. Cuando hay discrepancia en estas instancias, acontece la mentira, el error y la falsedad.

Con esto se está afirmando el derecho a la verdad que todo enfermo tiene, entendiendo la verdad de forma operativa como una cierta coincidencia entre el hacer, el decir y el pensar. Y es que el hombre es un ser para la verdad. Por eso cuando se le oculta la verdad o simplemente se le engaña, en cierto modo se le trata como si no fuera hombre, porque se frustra lo que como hombre más propiamente le pertenece: su permanente apertura al conocimiento de lo que es verdadero. Poco importa que se le conserve la vida del cuerpo, si irreversiblemente se le ciega frente a la luz de la verdad.

Pero también el hombre es un ser para el bien, el bien que afecta primordialmente a la voluntad, porque el objeto propio de la voluntad es el bien, como el del entendimiento es la verdad. Generalmente lo que se quiere es el bien, pero eso lleva a conocerlo mejor. Cuanto más se conoce la verdad, en tanto que bien, tanto más se quiere el bien que es la verdad.

Por esto tal vez pueda afirmarse que una peculiaridad propia del hombre es su voluntad de verdad. La voluntad de verdad consiste en querer la verdad, característica que sólo es propia del hombre y que ningún otro ser tiene lugar. Y la verdad es, en última instancia, la que da sentido a la vida del hombre.

Por todo esto no se le puede ocultar la verdad al enfermo terminal, porque se corre el gran riesgo de frustrar su última voluntad sobre sí mismo. Es un deber no sólo del médico sino también del equipo sanitario, cuando se da esta circunstancia, el comunicarse con el enfermo, con sus familiares y amigos más próximos. Y se ha mencionado el equipo terapéutico, ese conjunto de profesionales de la salud, porque puede suceder en algunas ocasiones que la persona mejor capacitada para ayudar a un determinado enfermo, sea un auxiliar de enfermería, dadas las peculiares características que en ella concurren de madurez personal, sensibilidad para atender ese paciente, simpatía y profundidad del diálogo que pueda haber entre ellos, etc

La comunicación profunda con el enfermo terminal exige, previamente, haber tomado conciencia de la decadencia personal y de la propia muerte y haber superado la angustia que esto conlleva. De lo contrario, el profesional de la salud sólo verá en el paciente el reflejo de su propia y mal asumida muerte, por lo que difícilmente le podrá ayudar. El engaño, el distanciamiento y la innecesaria aplicación de técnicas agresivas durante esta etapa son manifestaciones que expresan bien la intención de huir de la confiada y profunda relación con la persona que se está muriendo.

También expresan la convicción -más o menos consciente- que pueda tener el médico, o su equipo de trabajo, de que la muerte es un enemigo contra el que se ha de luchar irrestrictamente, sin admitir nunca la posibilidad de fracaso. Y es que el médico ha sido formado para combatir la muerte y salir victorioso. La actitud del médico frente a la muerte ha de ser diametralmente opuesta: no es un enemigo al que imperiosamente hay que vencer, la muerte es una amiga que se debe conocer, que se debe respetar, que se debe aprender a tratar; más aún, en realidad el médico no está ni frente a ella, ni en contra de ella, sino frente a una persona que la experimenta y a la que hay que ayudar.

El médico es también responsable de que al paciente no se le deje solo con su sufrimiento, en estas circunstancias. El médico ha de intervenir personalmente siempre que, en su equipo o en la familia del enfermo, no haya nadie más capacitado que pueda y quiera hacerlo. A pesar de que haya otra persona que reúna éstas características, el médico debe aportar siempre su ayuda, bien de forma indirecta o bien colaborando directamente con las personas que más estrechamente cuidan al paciente. Esta relación entre el médico y el paciente forma parte -y parte importante e irrenunciable- del tratamiento que el paciente ha de recibir. A través de esa relación, el médico puede aliviar o aumentar las expectativas del paciente, aun cuando persistan o sean muy intensas sus molestias, más allá del tratamiento antálgico que de forma adecuada esté recibiendo.

Un acercamiento holístico al sufrimiento del paciente terminal permitiría captar mejor los componentes psicológicos, orgánicos, sociales y espirituales que en él se integran y, de esta manera, tener todos los elementos necesarios y suficientes para poder informar al paciente y solicitar su consentimiento idóneo.

Finalmente es necesario abordar un tema que a primera vista podría parecer difícil y espinoso. ¿Cuál debe ser el contenido del consentimiento informado en un paciente terminal?, ¿Qué es lo que se espera que consienta?, ¿Qué se le ofrece para su decisión?.

Muchas cosas se podrían incluir en este apartado final, pero sólo me referiré a una en particular, por considerarla de la máxima importancia en el momento histórico que vivimos.

El paciente terminal, a pesar de buscar la verdad sobre su situación real, encuentra no pocas veces los obstáculos que son anterioridad se mencionaron en sus médicos, cuidadores e incluso familiares.

Además de hablar con claridad y prudencia el médico ha de ofrecer soluciones reales y posibles, pero también humanas al paciente que se encuentra próximo a la muerte. Humanas quiere decir que estén de acuerdo con la dignidad de la que es titular la persona, así se halle en estado terminal.

Entramos así en el ámbito de la muerte digna. No se puede negar que bajo este concepto subyace algo confuso y hasta contradictorio. Muchos autores identifican la muerte digna como una clara manifestación de la autonomía y la autodeterminación personal de quien está en estado terminal; que justificaría la iniciativa de cegar la propia vida (solo o con asistencia), por considerarla indigna o poco valiosa de ser vivida, librándose así del sufrimiento y del dolor que son, entre otras cosas, generalmente, compañeros inseparables de quien recorre los últimos tramos de la existencia, padeciendo un síndrome terminal de enfermedad.

Autores no menos agudos plantean la muerte digna de otra manera. Para ellos morir con dignidad significa terminar la existencia en un contexto verdaderamente humano, que implica necesariamente un preciso sentido de la vida, que mientras no se tenga no es posible hablar de darle un sentido humano a la muerte.

Y esto porque tanto la vida como la muerte se exigen mutuamente en el ser personal. El morir sólo acontece en quien un día emergió a la vida. También el vivir, todo vivir humano, en tanto que finito, es destinatario de una muerte segura, indistintamente de que sea incierto el modo, el momento y las circunstancias en que aquella puede suceder, y también de manera independiente a que el hombre se lo haya o no planteado.

Difícilmente podrá esclarecerse en qué consiste la dignidad de la muerte humana si previamente no se ha esclarecido cuál es el sentido de la vida. La conexión entro uno y otro extremo resulta obvia.

El hombre es un ser que no tiene en sí la razón explicativa del principio de su origen, y mucho menos la razón de su término. Origen y término marcan los límites de toda trayectoria biográfica. El esclarecimiento de uno ilumina el otro, y viceversa.

La autonomía y la autodeterminación en el hombre están en el plano de las manifestaciones, por eso ellas no pueden, de ningún modo, aducirse como criterios para darle dignidad a la muerte. Es cierto que son realidades constitutivas y hasta exclusivas de la persona, pero siempre remiten a unas facultades previas y más altas: la razón y la voluntad. Sin embargo, estas facultades, en sí mismas, no dignifican a la persona si no van orientadas hacia la verdad y hacia el bien.

De ahí que la sola autodeterminación del enfermo terminal o, cuando ésta no se puede manifestar, la sola voluntad de la familia o de la junta médica, de ninguna manera, pueden servir de criterio para dignificar la muerte.

Con esto se quiere decir sencillamente que la dignidad de la muerte no depende de la autonomía o de la voluntad. La muerte será digna si en su proceso natural el hombre alcanza el grado de perfectibilidad al que apunta la perfección de su vida, es decir al bien absoluto al que se ordena. Y esto, a todas luces, no se puede lograr obrando en contra de absolutos morales y de principios éticos.

En este punto es necesario hacer el entronque con el tema general que nos ocupa: el consentimiento informado.

Ni el médico ni los familiares pueden utilizar la necesaria comunicación con el enfermo terminal para inducirlo a que acepte poner término a su estado a través de un medio antiético.

Como tampoco la voluntad del paciente terminal de solicitar una "muerte piadosa" autoriza ni justifica el emprender acciones en tal sentido.

El consentimiento informado no puede convertirse en el "nihil obstat" de la eutanasia.

Antes bien, es la herramienta que puede y debe utilizar el médico y el equipo de salud para garantizar que el paciente terminal se prepare y viva sus últimos momentos sin abdicar de aquella dignidad personal que le es propia.

Para el médico ayudar a morir con dignidad significa asistir durante el proceso de la muerte al enfermo y a sus familiares, con honestidad y compasión. Además de administrar los cuidados físicos y psicológicos necesarios, ha de esmerarse en evitar el sufrimiento y la inseguridad, que con mayor frecuencia son producidos por la soledad y la indiferencia; y también ha de facilitar el apoyo y la asistencia espiritual que necesita su paciente.


1 Conferencia presentada en el Primer Seminario sobre El Manejo Interdisciplinario del Paciente Terminal y su Familia. Santiago de Cali, agosto 1998.


Bibliografía

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