DEFENSA PIADOSA DE LA VIDA

 

DAVID MEJÍA VELILLA

Director del Departamento de Derecho Canónico. Universidad de La Sabana.


1. Consideraciones de algunos términos

Muchos colombianos esperamos que en la vida del Estado ninguno de los poderes, por fuerte que sea, vaya a convertir en dogma sus determinaciones.

«Dogma», en el sentido más llano e inmediato, significa «proposición que se asienta por firme y cierta y como principio innegable de una ciencia».

¿Y quién nos dirá que los mandatos coercitivos no parecerían, en tantas ocasiones, en sí mismos, proposiciones que se asientan por firmes y ciertas y como principios no ya innegables sino incontrovertibles, de una pretendida ciencia de la vida?

Además, nos preocupa sobre todo el tema porque sabemos que la importancia de las providencias que emanan de los más elevados organismos del Estado radica no sólo en el contenido mismo que guardan sino en su inevitable valor de ejemplaridad, pues el ciudadano tiende a ver en ellas verdaderas normas de conducta, a las que ha de ajustar sus personales procederes, aunque lo suele hacer siguiendo una propia ó ajena interpretación, que como toda interpretación resulta casi siempre recreación del modelo, tantas veces deformante o deformada.

Esas normas o decisiones llegan de ordinario a constituir verdaderos dogmas humanos por su fuerza de obligatoriedad y por la inaccesibilidad en que están colocadas para un deseable controvertimiento, de tal manera que ni Papas ni emperadores tuvieron jamás en sus mandatos la fuerza de esas reglas constitucionales, o legales, o ejecutivas, o judiciales; y más bien los Papas y los emperadores, y aún los mismos magistrados que dictan los preceptos humanos, deben someterse a ellos, no escapan a su obediencia, yeso es digno de encomio. ¡Hay que ver los sabios maestros del derecho y de la moral, en todos los tiempos, cuánto han tratado de investigar el tema de la ley justa y de la ley injusta, en relación con su obligatoriedad, por ejemplo!

Y qué difíciles son de entender y de interpretar, y de aceptar racionalmente algunos de esos mandatos constitucionales, o legales, o judiciales, cuando, aún habiendo sido expresados con entera claridad, advertimos que pugnan contra esos más altos principios, «no dados por el Rey, ni por los hombres, sino por los mismos dioses», como proclamaba la Antígona de Sófocles ante el tirano, para señalar que su obediencia había sido más verdadera al atender a las divinidades, que si no hubiera desobedecido el mandato dogmático de su tío, de dejar insepulto, banquete de las aves de rapiña, el cadáver de su hermano.

Todo esto lo digo para significar ligeramente de que manera un estudiante y estudioso del derecho - y muchos de nosotros no lo hemos dejado de ser hasta ahora, desde que entramos a la carrera-, encuentra oscuro y arduo comprender y aceptar con la razón dos aspectos del desarrollo y decisión final del caso recientemente despachado en la Corte Constitucional sobre el asunto de la eutanasia.

La primera dificultad de comprensión, por nuestra parte, se nos ha presentado al advertir que el poder judicial exhibe allí la potestad -que ignoramos si lo asiste-, de innovar la legislación penal y reformarla; la segunda está en comprobar que la Corte Constitucional Colombiana haya acudido, para interpretar el querer de nuestro constituyente, no al sentir unánime del pueblo colombiano, con sus tradiciones jurídicas y morales, sino a una providencia que se experimenta en el país holandés, mediante la cual el Parlamento de aquel país ha permitido indirectamente la asistencia al suicidio y la eutanasia, no obstante seguir considerándola delito en su legislación penal.

Y todo, eso, en nuestro caso colombiano, hecho a nombre de un sistema jurídico-penal que en adelante estaremos obligados a considerar constitucional, no obstante ser tan ajeno a la índole y talante de lo que hasta ahora ha sido la estructura moral y jurídica del pueblo colombiano.

Para muchos de nosotros resulta ser una especie de imposición dogmática, por otra parte no establecida por el constituyente primario, ni por el secundario, ni por el poder constitucional legislativo, como sucedió en Holanda; sino por la más precaria y conflictiva mayoría de nuestra guardiana de la Constitución, compuesta de sólo nueve miembros.

Con el respeto que debemos guardar frente a una Sentencia de ese alto cuerpo, y con la fidelidad que nos inclina siempre al acatamiento de la Constitución Nacional y de las leyes, que hemos jurado obedecer cuando recibimos el título de abogados que nos otorgó la República, me referiré muy de paso a algunas facetas de la Sentencia N° C-239/97, que nos trajo una novedosa excepción en el ejercicio del derecho a la vida, a propósito del homicidio piadoso causado con la complacencia de la víctima, en los casos más apurados, vale decir, en los de enfermedad ya terminal.

No obstante, como también había hecho el Parlamento holandés en su caso, la Sentencia respalda, admirablemente, la validez constitucional de la tipificación penal del delito de homicidio por piedad, y su breve penalización, en virtud de la peculiar intencionalidad con que suele actuar en el caso quien es agente homicida. Esto es, a mi entender, de equidad o derecho natural.

La novedad con que por disfortuna nos sorprende el eminente fallador, es que, en su decisión, a continuación quita el carácter delictivo a la misma acción, cuando la víctima lo consciente, y padece, como ya hemos dicho, enfermedad en estado terminal.

2. Pluralismo, Equidad Natural, Humana Piedad

La Sentencia nos previene haber sido dada en virtud del pluralismo ideológico exigido por la preservación de la autonomía personal y de la libertad, valores sagrados que celosamente proclama nuestra Constitución. Cuando llamo sagrados a estos dones de la naturaleza humana, atiendo a esa categoría jurídica, heredada del Derecho Romano, mediante la cual se realzaba frente al príncipe, y también «erga omnes», la importancia de un derecho. No es, pues, un término religioso, como en algún pasaje de los documentos de la Corte se considera y reprueba. Los términos sagrado y sacramento, pertenecen originariamente al derecho romano.

Queremos advertir en ese pluralismo un principio general del derecho, que, por lo mismo, no desestima ni agravia otros principios jurídicos generales como el de la equidad natural, conocida en diversos ámbitos con el nombre de derecho natural. Y por eso señalamos dicha nota en lo que, en su oficio propiamente de control constitucional, ha decidido la Corte, al reconocer que si bien en el homicidio piadoso se trata de la comisión de un delito grave, su punición debe ser moderada en consideración a la intención compasiva del homicida.

En todos los pueblos alumbrados por la razón, la equidad natural ha sido buscada siempre como el más alto criterio en la interpretación de las normas del derecho.

Por otra parte, ignoro si también la Sentencia ha sido dictada piadosamente, y no sólo porque trata de la materia piadosa de la eutanasia

Tampoco sé si la llamada a preservar el pluralismo jurídico -que, por cierto aire dogmático muy sutil que se deja ver en su recurrente invocación, parecería estar maltratando al mismo principio de la equidad natural-, no sé, digo, si esa insistencia pretende resguardar el sentimiento de piedad del fallador frente al sufrimiento insoportable de los enfermos terminales.

Dediquemos algunos pensamientos al tema de la piedad.

En la motivación de la providencia se define la piedad como «un estado afectivo de conmoción y alteración anímica profundas, similar al estado de dolor que consagra el artículo 60 del Código Penal como causal genérica de atenuación punitiva; pero que a diferencia de éste, mueve a obrar en favor de otro y no en consideración a sí mismo».

En el lugar antes citado, el fallador se está refiriendo al sentimiento exacerbado de la compasión, a un estado pasional causante de «conmoción y alteración anímica profundas», según sus propias palabras. No se está ocupando, porque no es del caso, de la virtud de la piedad, integrante de la virtud de la justicia y de la virtud de la religión, según la doctrina del autor de la Ética a Nicómaco. No se está ocupando de la virtud, cosa abstracta a la vez que muy concreta, y recia y sin embargo tierna y espiritual en gran medida. Se está ocupando más bien del desorden en que se incurre a veces, no por la virtud, sino por el sentimiento piadoso inmoderado.

La virtud de la piedad -o si se quiere hablar de otro modo la virtud de la misericordia, la virtud de la compasión- genera sin duda una de las formas más altas del amor. En la parte que dentro del pluralismo nos corresponde a los creyentes, habría que considerar que es esa la forma del Amor de Dios a los hombres, y si el corazón humano tiende alguna vez a la misericordia, demuestra con esa inclinación la verdad de haber sido hecho a la medida de su Creador. Un ejemplo de mucho relieve lo hemos vuelto a tener en días pasados, contemplando el significado de la vida y de la obra de la Madre Teresa de Calcuta.

El así llamado amor de misericordia, virtud excelsa, genera el sentimiento de la compasión, capaz de manifestaciones verdaderamente conmovedoras, y que es un motor de lágrimas y de acciones nobles o menos nobles, y dentro de estas menos nobles, aún de conductas criminales, cuando se trata del desorden de la humana compasión, cuando la virtud de la compasión, no moderada por la virtud de la prudencia y de la justicia, se transforma de virtud de la piedad en tentación de la compasión, inductora de conductas del todo inadecuadas.

No obstante, digo esto de la compasión del hombre, no de la de Dios, puesto que en Dios no existe el mal, ni existe el desorden, ya que El es la bondad absoluta, el Sumo Bien y el Gran Ordenador. En Dios los creyentes pretendemos advertir con frecuencia excesos de amor misericordioso, pero esos excesos no dañan, sino realzan, los fueros de la virtud, y, por lo mismo, al expresamos de ese modo, llamando excesos a las bondades extremas de Dios, no hacemos más que usar el propio idioma no materno sino personal, no metafísico sino imaginativo, y no estamos con él calificando filosóficamente la divina bondad, sino atribuyéndole las medidas de nuestro pensamiento y de nuestra expresividad, tan poca cosa por cierto.

Y otro tema es el de la piedad humana, de suyo inmoderada e inmoderable tantas veces, en algunos quizá muy desordenada habitualmente, más por carencia y defecto que por exceso, aunque está claro que en el homicidio piadoso se trata de desorden por exceso.

Del hombre se pueden predicar, por ejemplo, no sólo el homicidio piadoso, sino también la mentira piadosa, el latrocinio robinjudesco, y otras más piadosidades de signo muy negativo. Ustedes habrán leído una novela inglesa en la que la trama no es otra que los repetidos adulterios que un pastor anglicano comete con una feligresa, víctima sentimental de la frialdad e indiferencia conyugales, mujer que le despierta muy intensa compasión al pastor, y lo lleva «misericordiosamente» a ocupar el lugar del esposo en el frío tálamo.

3. Peculiaridades de la sentencia C-239/97

Ninguna inmoderada compasión parece más pervertida que la que conduce a quien la sufre, a arrogarse la facultad de disponer en definitiva de la vida propia o ajena, a directa o indirectamente matar al compadecido, o a hacerse cómplice de su suicidio.

Tal vez por eso la Sentencia, que quita la condición de delito a la eutanasia en determinados casos, ha causado tan claro y tajante rechazo en la Corte misma y en una corriente muy respetable y numerosa de la opinión jurídica nacional.

En su «fieri» ha sido una providencia muy conflictiva. Bástenos considerar, para afirmarlo, que de 9 magistrados que componen la Sala Plena de la Corte, y que firman el fallo, tres lo hacen apartándose de él, mediante salvamentos de voto; dos más aclaran su voto porque hubieran querido que se acabara también la tipificación delictiva de la asistencia al suicida, y uno de estos dos aclarantes es el mismo ponente de la sentencia; y otro más explica su voto largamente, esta vez porque acusa que la providencia no registró la fórmula decisoria aprobada en Sala Plena, que él había presentado, sino una ajena a aquella deliberación... Y sólo, pues, los tres restantes magistrados simple y llanamente firman la Sentencia.

Los tres salvamentos de voto se apartan del fallo por considerado violatorio de la Constitución Nacional, y de los fueros del poder legislativo: y se apartan de algunos de los considerandos de la Sentencia, que no comparten. Pero, en el fondo, la denuncia que hacen de la injuridicidad del documento se debe, a nuestro entender, a que lo encuentran violatorio del principio del humano derecho más fundamental.

De estos salvamentos de voto, signados por la diafanidad, alabamos sobre todo la defensa que hacen de los preceptos constitucionales más explícitos, del respeto que guardan a la separación de los poderes públicos, y en especial al fuero legislativo; lo que, por lo mismo, implícitamente entraña ardua lealtad a los derechos del constituyente primario, que ha sido quien consagró las instancias que, a juicio de esos salvamentos, se han violado.

4. El fondo jurídico de la controversia

La breve historia de la disposición controvertida comienza cuando la Corte acoge la demanda de inexequibilidad que un ciudadano presenta contra el artículo 326 del Código Penal vigente, porque considera que las atenuaciones en la punición del homicidio piadoso son violatorias del derecho inviolable a la vida humana, consagrado esencialmente en la Constitución Nacional vigente. Dicho en lenguaje usual, el peticionario busca el endurecimiento de las sanciones previstas en nuestra legislación para el homicidio piadoso.

La pequeña historia continúa con el trámite normal. Se solicita concepto a quienes se permite intervenir en el proceso previo a la decisión, vale decir, al Defensor del Pueblo, al Fiscal General de la Nación y al Jefe del Ministerio Público. Pero, por supuesto, sus dictámenes han versado no sobre el «ultra petita» que añadirá la ponencia de la Corte Constitucional, sino escuetamente sobre la petición del Demandante. Por este motivo, las posibles luces de esas tres altas instancias no pudieron originarse en tomo a la destipificación del homicidio piadoso causado a enfermos terminales complacientes.

Y luego entra la Corte a formular sus propias consideraciones.

En el acápite de la sentencia titulado «Elementos del homicidio por piedad» se precisan del siguiente modo «los interrogantes que -en el caso- debe absolver la Corte»: a) si desconoce o no la Carta, la sanción que contempla el artículo 326 del Código Penal vigente para el tipo de homicidio piadoso; y b) cuál es la relevancia jurídica del consentimiento del sujeto pasivo del hecho.

Estas formulaciones muy poco o nada tienen que ver con la materia de la demanda de inexequibilidad presentada por el acusador Parra Parra, y en cambio arman y estructuran otro juicio, ya no de control constitucional, sino de introducción a nuestro sistema jurídico, de una teoría muy novedosa en el derecho penal colombiano.

Especialmente el segundo interrogante, que he considerado un «añadido», abre camino ancho y llano a la sorpresa que la ponencia guardaba, y, para decirlo no sin cierta ironía, para «modernizar» no sólo su propia jurisprudencia, sino nuestra misma legislación, proporcionándonos el ingreso a una especie de Club de los Tres, esto es, de Club de los tres países que dejaron de considerar delito al homicidio piadoso.

Por esas mismas fechas, Colombia aparecía en la prensa internacional como parte de otro grupo de Tres, pero en ese caso se hablaba de los pueblos más corruptos de la tierra: otra señalación con Tres nos había comprendido antes, clasificándonos con los pueblos más violentos del Globo.

5. El mal ejemplo de Holanda

Esa especie de Club de Tres era antes un grupo de cuatro, pero el compañero australiano se apartó horrorizado y escarmentado. Hemos quedado casi solos, al lado de la patria de Erasmo, y de algún Estado de la Unión Americana. De Holanda encontré el pasado julio una corresponsalía de José Antonio Nuñez, que debo reproducir porque hablará mejor que mis explicaciones. Desde luego, ya se ha dicho que en Holanda no fue el poder judicial sino el Parlamento, ni fue una Sentencia sino una ley, la fuerza eximente de penalización a la eutanasia y a la asistencia al suicidio, aún sin, muy contradictoriamente, dejar de considerar delictivas las respectivas conductas.

La ley holandesa de eutanasia contempla exigencias notables. El doctor Nuñez nos informa en la Revista española PALABRA, que «en nombre de la Conferencia Episcopal Holandesa, el Obispo de Haarlem, Monseñor Bomers, ha dirigido una carta al Ministerio de Justicia... denunciando las graves infracciones en la práctica de la eutanasia detectadas por una comisión parlamentaria. Según ésta, el sesenta por ciento de los médicos que han practicado la eutanasia o han asistido al suicidio de un enfermo no comunicaron nada a las autoridades, en contra de lo que prescribe la ley (...) Por lo tanto, concluyen los Obispos, no se está logrando lo que habían asegurado las autoridades al defender la ley, que se iba a controlar la práctica de la eutanasia mediante la obligación de informar por parte de los facultativos (...) Los obispos recuerdan que, por muy discutibles que sean estos procedimientos informativos legales, su rechazo no puede ir en detrimento de la protección de la vida, que es un deber absoluto (...) Juzgan como positivo el propósito del gobierno, formulado después de la encuesta parlamentaria, de mantener la eutanasia como delito, pero deploran su intención de aumentar las circunstancias en las que no se perseguirá judicialmente y su control será exclusivamente médico (...) Los resultados de la investigación ministerial pusieron al descubierto que los casos de eutanasia han aumentado de 2.300, en el año 1990, a 3.500 en el año 1995 y que el 60% de los casos no son registrados como tales, frente al 82% en 1991. La cooperación al suicidio ha variado muy poco: de 400 casos en el 90 a 540 casos en el 95 y la práctica de la eutanasia sin consentimiento explícito se mantiene en torno a los 1000 casos. Las peticiones explícitas de eutanasia o asistencia al suicidio crecieron en un 9% desde 1990 (...) Fruto de la reflexión acerca de los datos obtenidos en estos cinco años de aplicación de la ley, Holanda ha introducido ligeras modificaciones. Se podrían resumir en los siguientes puntos: los médicos no tendrán que comunicar al Ministerio Fiscal si han ayudado a un enfermo a morir, sino a comisiones regionales formadas por médicos, juristas y deontólogos, para que verifiquen si han cumplido los requisitos previstos por la ley. Sólo los casos que esta comisión considere dudosos o no conformes con la ley pasarán al Ministerio Fiscal (...) Además, el gobierno se propone fomentar la medicina paliativa, para que nadie pida la eutanasia por motivos de desamparo o falta de atención. No obstante la eutanasia seguirá figurando como delito en el Código de Derecho Penal, porque la mayoría de los holandeses, incluidos muchos médicos, lo quiere así, aunque se pueda solicitar su aplicación. Es lo que se denomina en Holanda «legislación de la tolerancia», una especie de cajón de sastre con el que se intenta contentar a todos (...) Para el gobierno la máxima preocupación es ese 60% que escapa a su control; para algunos médicos lo importante es no quedar registrado como posible culpable. Pero en este debate se echa de menos la voz del paciente (...) Es cierto que la mayoría de los médicos está a favor de la eutanasia y la población también (un 71 % según sondeos de opinión). Pero habría que matizar este estado de opinión. Por ejemplo, el diario NEDERLANDS DAGBLAD ha publicado una encuesta según la cual el 63% de la población está en contra de la eutanasia cuando el médico garantiza una adecuada ayuda contra el dolor. También el 55% de los encuestados siente miedo de que le apliquen involuntariamente la eutanasia. Y este miedo al poder de los médicos está cundiendo cada vez más entre la gente de la tercera edad (...) Sin embargo, hasta ahora sólo los pequeños partidos confesionales, la Conferencia Episcopal y algún intelectual se han atrevido a levantar la voz en su defensa», en defensa del deber maravilloso de vivir y de morir conforme a los procesos naturales de origen y de fallecimiento. La Sentencia colombiana, por cierto, parece muy apurada en recomendar al legislador ajustar una norma permisiva con todos esos requisitos holandeses incumplidos, y aún con más, si fuere del caso.

6. La religión de la antirreligión

Hay en la Sentencia ciertas alusiones, y aún referencias, a temas o conceptos religiosos, que nos han vuelto a hacer pensar a muchos en si existirá en la Corte un prejuicio invencible -hasta ahora por lo menos no habría sido vencido- contra lo que pueda considerarse propio del pensamiento cristiano, y más específicamente católico, esto es, contra la tradición romano-cristiana del derecho fundamental de nuestra civilización.

Es como si la Corte viera un peligro -y a la verdad que no me gustaría tener razón en afirmarlo-, un riesgo de inconstitucionalidad y de incurrir en grave injusticia, lo que hay que eludir a toda costa, en aceptar que las instituciones cristianas -vale decir, por ejemplo, la defensa de la existencia de unos deberes y derechos inherentes a la misma naturaleza humana, como la vida, la libertad, el amor, la moral, la religión, la trascendencia, la ley moral natural y la ley jurídica natural-, que esas instituciones cristianas, digo, entre muchas otras, legítimamente han descubierto y proclamado como válidos y pertenecientes universalmente a unos principios fundados en la razón, cuando esta facultad excelsa ha meditado y descansado en el conocimiento de unas riquezas y a la vez de unas exigencias hechas evidentes más allá de la voluntad del humano legislador y de la humana jurisprudencia

Es como si se quisiera convertir una actitud de aborrecimiento a la tradición jurídica colombiana, por considerada en sus grandes temas, quizás inspirada en la devoción de nuestros mayores a la Civilización que se asentó en el Evangelio, convertir esa actitud -digo- de rechazo antirreligioso, en verdadera religión orientadora de los procesos jurídicos más trascendentales. Como si se tratara de convertir en religión la antirreligión, no sin cierto prurito que haría aflorar una tal posición mental en casi toda ocasión propicia.

El doctor Brian Pollard, experimentado treinta años como anestesista y cinco como médico con plena dedicación «en el servicio de cuidados paliativos de Sydney («donde atendí, dice, cerca de mil enfermos que estaban a punto de morir»), afirma con gran sentido común que «los partidarios de la eutanasia reclaman no el derecho a morir, sino derechos bien distintos: el derecho a ser matado en ciertas circunstancias y el deber de un tercero de matar. En nuestra sociedad -agrega, refiriéndose a Australia-, estos derechos y deberes no existen y no pueden establecerse mediante afirmaciones. Sus promotores han preferido hasta ahora, más o menos intencionadamente, esconder sus propuestas con frases más suaves». Estoy tentado a decir que éso exactamente es lo que ocurre o está ocurriendo en el debate colombiano.

Esa que podríamos llamar relectura de los derechos humanos naturales, es lo que pienso que empieza a constituir una tendencia a hacer de la antirreligión una religión, tal vez porque no se ve con buenos ojos que la religión haya sido celosa en la defensa del valor intrínseco de la persona humana, y se tema que el real pluralismo pueda dejar con vida el dogma de la inviolabilidad del derecho, o dicho de otro modo, que ese pluralismo pueda llegar a ser compatible en su existencia con la afirmación de la inviolabilidad del derecho a vivir.

Se huye, como del enemigo malo, de toda profundización acerca del hecho de la invocación a Dios en el Prefacio ó Preámbulo de nuestra Constitución del 91, como si el constituyente nada nos hubiera querido decir impetrando la protección divina, y como si nos fuera a hacer daño conocer con plena conciencia cuáles son las exigencias jurídicas y morales de no ser un país jurídicamente y constitucionalmente ateo.

Quiera Dios que jamás llegue a convertirse, entre nosotros, la antirreligión en dogma constitucional.

7. Un altruismo de siglo negativo

La Sentencia objeto de estas consideraciones, sienta un principio al que nos debemos referir.

Dice así: «Quien mata a otro por piedad, con el propósito de ponerles fin a los intensos sufrimientos que padece, obra con un claro sentido altruista, y es esa motivación la que ha llevado al legislador a crear un tipo autónomo, al cual atribuye una pena considerablemente menor que la prevista para el delito de homicidio simple o agravado».

Aunque dé mucha amargura aún decirlo, parece coherente que en uno de los países más violentos de la historia, matar sea considerado altruismo. Pero la Corte nos debió aclarar que se trataba allí de un altruismo de signo muy negativo, del más negativo signo, mejor dicho. El dolor humano, es cierto, nos inspira compasión y rechazo, nos produce repugnancia, que tratamos de vencer atendiendo a más altas consideraciones, que se han llamado casi siempre virtud. Como decía nuestro viejo poeta: «Feliz el que consulta, oráculos más altos que su duelo...» (Rafael Pombo).

El propio dolor, y aún la contradicción esperada o sobreviniente, nos urgen a buscar alivios y soluciones que supriman esas adversidades. Y también el dolor ajeno, y la ajena contrariedad, nos interesan en los mismos términos, porque desde la primera «paideia», hemos sido formados para la más honda solidaridad.

Eso es lo natural, como natural es la repugnancia ante el dolor.

Pero el hombre, desde siempre, también ha sabido salir al paso de caminos equivocados, abiertos por su desesperación, o por la errada permisión humana.

No resulta ajeno a lo intensamente humano el apólogo representado en la figura de Job, que no deja de considerar la Sentencia de marra s como un ejemplo de heroicidad, a su parecer no para ser imitado. Todos somos dolientes y todos somos o hemos sido Job en cierta manera: y lo seremos, tarde que temprano. Todos hemos experimentado las etapas de Job, en alguna medida. Hemos conocido la bonanza, el abatimiento y la posterior resurrección. El Apologista de la paciencia, no otro que el Espíritu Santo, en ese caso como en todos los demás en que ha intervenido, nos ha querido comunicar una sabiduría a todos los hombres, mostrándonos el camino de la felicidad verdadera, en la aceptación de la Voluntad de Quien es nuestro Creador y Dueño.

Otra cosa con visos de algo muy trágico, es que nuestro propio ser a veces nos estorba, y quisiéramos destruido, cuando un sinsabor profundo, o una profunda depresión, nos alteran la misma sindéresis, y deseamos tal vez, como Job, no haber nacido; o, si se nos ha ofendido, ansiamos, como dice el dicho folklórico, «matar y comer del muerto». Quémenos, pues, que también al pensar en los demás, consideremos a veces que los enfermos y los ancianos nos estorban, y que debemos buscar y encontrar la manera de suprimidos de nuestra vida y de nuestro hábitat, a unos sepultándolos en las tumbas anticipadas de asilos mercenarios; a otros enviándolos a morir en las calles, y a la vista de todos: a otros, no pocas veces, matándolos a disgustos, a desprecios, y de tantas varias maneras despiadadas.

Lo diré no con la hermosura de la más excelsa de las baladas inglesas: cuando los enfermos y los ancianos se nos vuelven insoportables, a unos los matamos con una inyección, que lacera como puñal; y a otros con un beso de despedida, les apresuramos la muerte, apartándolos de nuestro lado, y abandonándolos a su suerte.

Y de la humanidad que fluye y nos estorba, a unos los matamos en el vientre materno, primer «escondite» que les guarda la providente protección; y a otros se les quiere dar muerte en el ocaso de la vida que naturalmente pugna por cesar.

Y muy equivocadamente pretendemos a veces hacer aquello a nombre de la piedad, a nombre del éxito humano, a nombre de la defensa de nuestras propias víctimas.

Dios nos ampare de correr ese riesgo de asumir o cohonestar tales conductas, que adulteran los códigos de la Creación.


* Intervención en el Foro Internacional por la Vida, Universidad de La Sabana y Academia Nacional de Medicina, Santafé de Bogotá, Auditorio del Hotel Tequendama, 24 de septiembre de 1997.