LA BIOÉTICA Y EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

MODESTO SANTOS, PBRO. DR.

Catedrático de Ética y Sociología Facultad de Filosofía y Letras. Vicedecano y Director de Investigación, Facultad Eclesiástica. Universidad de Navarra (España).


Como es sabido, el término «bioética» fue acuñado en 1970 por Van Resslaer Potter, Profesor de Oncología en la Universidad de Winsconsin(l), para significar con él «el estudio de la moralidad de los comportamientos humanos en el campo de las ciencias de la vida».

En 1972 se introduce este término en The Joseph and Rose Kennedy Institute for the Study of Human Reproduction and Bioethics, fundado en la Georgetown University de Washington: el primer centro con el nombre oficial de Institute of Bioethics.

Hay que advertir, sin embargo, que con anterioridad a la fundación de este Instituto había ya interés por las cuestiones bioéticas. Así, en 1969 Willard Cayling y Daniel Callaghan fundan en Nueva York el Institute of Society, Ethics and the Life Sciences conocido actualmente como Hastings Center.

En Europa, el interés por la bioética se pone de manifiesto con la creación de diversos centros dedicados a este campo de estudio. Merecen citarse, entre otros, el Instituto Borja, fundado en Barcelona en 1975, el Institute of Medical Ethics de Londres, el Centro d'Études Bioethiques de Bruselas, afiliado a la Universidad Católica de Lovaina, el Instituto voor Gezondheitsethiek de Holanda, el Centro di Bioetica, perteneciente a la Facultad de Medicina y Cirugía «A. Gemelli» de la Universidad Católica en Roma, y el Centre d'Ethique Medicale de Lille.

En 1973 se habla de la bioética como de una nueva disciplina. (2)

En 1978 se publica la primera Encyclopedia of Bioethics en 4 volúmenes, con 315 artículos y con una impresionante documentación sobre el conjunto de cuestiones éticas y sociales en el ámbito de las ciencias de la vida, de la salud y de la medicina. (3)

En estas dos últimas décadas han nacido numerosas revistas dedicadas a la Bioética. Se han celebrado numerosos encuentros, congresos y simposios nacionales e internacionales.

El consejo de Europa organizó en 1989 y 1993 dos simposios que tuvieron lugar en el Palacio de Europa de Estrasburgo y en los que participamos numerosos profesionales de la Ética, de la Medicina, del Derecho, de la Teología, y de la Política.

Como puede verse, la bioética ha adquirido, a pesar de los pocos años de su existencia, un desarrollo excepcional y un interés central en el pensamiento filosófico, científico y jurídico de nuestros días.

Pero como ocurre con toda nueva disciplina que intenta abrirse su lugar en el concierto de los distintos saberes ya constituidos, la bioética está aun necesitada de definir con exactitud los límites de su objeto específico de estudio y, lo que es aún más importante, su propia fundamentación.

El presente estudio se propone analizar, en una perspectiva filosófica, este problema central de la bioética y exponer la aportación que al mismo ofrece el Catecismo de la Iglesia Católica.

I. HACIA UNA DEFINICIÓN DE LA BIOÉTICA.

Refiriéndose a la dificultad actual de definir el contenido material de la bioética y la perspectiva formal desde el que lo aborda, se plantea Sgreccia las siguientes preguntas:

¿Debe [la bioética] ocuparse predominantemente de los problemas planteados por la aplicación de la genética o de la bioingeniería, o debe comprender también los temas de la ética médica tradicional? ¿Debe ser la bioética una filosofía de la ciencia médica encaminada a captar la peculiaridad epistemológica de esta ciencia que es también arte? ¿Debe ofrecer la descripción evolutiva de los problemas y horizontes éticos planteados por el progreso imparable de la humanidad, o debe tender, en cuanto ética, a orientar normativamente la acción médica? ¿Debe referirse a criterios jurídicodeontológicos o debe basarse en una antropología filosófica y religiosa?. (4)

Ciertamente la bioética es un campo complejo de cuestiones, un carrefuor de reflexiones teóricas y prácticas en el interior de discusiones multidisciplinares.

La filosofía de la ciencia y del derecho, la deontología de la investigación y de la praxis médica, la antropología y la ética, la teología, etc., comparecen en un tema en el que está en juego el valor de la vida humana, su protección, desarrollo o... destrucción.

Es claro, sin embargo, que, de acuerdo con su propia denominación, la bioética debe tener como objetivo central la orientación normativa de la acción biomédica. Ha de ser ante todo una bioética: una ética de la vida.

Pero, entonces, ¿no es el término mismo de bioética algo superfluo?

¿No existe ya -se pregunta Spinsanti- la ética médica que se ocupa de los interrogantes morales que surgen de la práctica de la medicina? Los paladines de la bioética responden que es precisamente la innovación tecnológica producida por las ciencias biológicas y médicas la que pone de manifiesto que la reflexión ética no puede hoy limitarse al ámbito de las relaciones interpersonales de carácter terapéutico.

La acción del nombre se extiende al campo biológico en toda su amplitud. La naturaleza viviente no es sólo objeto de estudio sino también de intervención: hoy es posible introducirse en el ser mismo de la vida, con efectos espectaculares, pero también cargados de consecuencias para el presente y el futuro de la humanidad.

Nuestra capacidad de manipulación se extiende hasta los primeros elementos infinitesimilares de la materia viviente (ingeniería genética): las implicaciones éticas de este poder eran hasta ahora impensadas, porque eran impensables. La misma observación vale para la capacidad de intervención sobre la generación, con procedimientos que se distancian ostensiblemente de los naturales (fecundación in vitro, gestación extracorpórea, clonación). (5)

La bioética responde, en efecto, a un ámbito específico de cuestiones: las suscitadas por el desarrollo científico técnico de las ciencias biológicas y médicas. Un campo de cuestiones no atendido por la tradicional ética médica, por la sencilla razón de que no habían hecho su aparición estas nuevas posibilidades biotecnológicas.

Cuando el arte médico de curar toma a su servicio la tecnología, la tradicional misión terapéutica de la medicina amplía su campo de acción: tiene en sus manos el dominio de la vida física en todo el arco de su existencia.

G. BOURGEAULT, tras rastrear las posibles definiciones de la bioética, concluye diciendo que ésta debe entenderse como la ética frente a las tecnologías de la salud y de la vida: son estas tecnologías lo que constituye el campo específico de la bioética. (6)

Pero si ciertamente son las nuevas posibilidades de intervención en la vida del ser humano, conseguidas por el hombre a través de las técnicas biomédicas, lo que constituye el campo específico de consideración de la nueva disciplina, es claro, según se ha indicado anteriormente, que debe abordado, no de un modo puramente descriptivo, sino normativo. La ética es una ciencia normativa, y normativa debe ser la perspectiva desde la que la bioética aborde su campo de estudio.

Ante la nueva situación que el desarrollo biomédico ofrece, se trata de establecer las condiciones para que el hombre mantenga su identidad y el valor incondicionado de su vida, y de una vida auténticamente humana. Hans Jonas ha reformulado el imperativo Kantiano para el obrar moral en estos términos: Obra de tal modo que las consecuencias de tu obrar sean conciliables con la supervivencia de una vida verdaderamente humana sobre la tierra. (7)

Nos encontramos así ante la necesidad de situar la bioética dentro de los saberes que tienen por objeto el estudio de la verdad sobre el hombre, sobre lo que constituye su identidad como ser personal, y sobre las exigencias objetivas que esta verdad presenta a la libertad y a la responsabilidad del agente racional y libre que es el ser humano. Es decir, la necesidad de que la bioética se abra a la antropología y a la ética.

Sin este fundamento antropológico ético la bioética quedará privada de su carácter normativo para reducirse a una mera exposición descriptiva de las diversas situaciones en las que los individuos se encuentren y de las diversas opciones, absolutamente privadas, que adopten en cada caso de acuerdo con el modo, enteramente subjetivo, como entiendan su ser, el valor de su propia vida y la de aquellos que de ellos dependan.

La bioética, si no quiere entrar en contradicción con su propio nombre, ha de formar parte de la filosofía moral: es filosofía moral de la investigación y de la praxis médica, (8) o aquella parte de la filosofía moral que considera la licitud o no de las intervenciones sobre la vida del hombre y, en particular, de aquellas intervenciones ligadas a la práctica y al desarrollo de las ciencias médicas y biológicas. (9)

II. EL PROBLEMA DE LA FUNDAMENTACIÓN DE LA BIOÉTICA

1. Bioética y ética

Una vez reconocida la novedad que la bioética representa en cuanto que se los ha relacionado con un conjunto de nuevas cuestiones planteadas por la innovación biotecnológica y el consiguiente dominio del hombre sobre el hombre en el campo biomédico, cabe preguntarse: ¿Justifica este nuevo hecho científico técnico la necesidad de elaborar una nueva ética? ¿Exige este hecho abandonar el legado de la tradición sapiencial que tanto la reflexión filosófica y teológica del pasado como la vieja ética médica ofrecen a nuestro presente?

Creo que no. Si en esta tradición no ha existido, por razones obvias, una reflexión sobre el campo específico de la moderna bioética, hay en toda ella una atenta consideración sobre el valor de la vida humana, sobre el respeto que ésta merece y sobre los principios que deben inspirar la actuación del hombre ante un bien suyo tan fundamental.

Y es este valor permanente el que debe seguir ofreciendo el criterio inspirador de las respuestas de la bioética ante los nuevos interrogantes. Si los problemas de la bioética son nuevos, no es nueva la exigencia de una valoración propiamente moral de los problemas suscitados por la medicina.

Como con acierto señala Tettamanzi:

La historia da testimonio (...) de que el médico ha sido también, a su modo, un filósofo, «un filósofo moral». Es significativo al respecto el título de un escrito de los tiempos de Galeno: «II meglior médico e anche filosofo»: significativo de una noble tradición que ha caracterizado la relación entre el médico y el paciente como una relación no simplemente técnico-profesional sino propia y profundamente «humana», de hombre a hombre: con la atención, por tanto, a la riqueza y a la complejidad del hombre mismo. Recientemente ha escrito G. Thibon: «¿Cómo podría el técnico de la medicina saber qué cosa tiene el enfermo, si no sabe qué cosa es él?. (10)

En parecidos términos se expresa Spinsanti:

Hablar de ética biomédica es querer aceptar que en el campo de las ciencias biológicas y de la práctica sanitaria entre el discurso filosófico que reflexiona sobre el comportamiento humano desde el punto de vista de los valores.

El científico, el médico como filósofo: ¿es una prospectiva realista o sólo un nostálgico recuerdo de una figura del pasado? Vista la distancia cronológica, deberíamos unimos al «pasado remoto»... El médico como philosophos, como amigo de la sabiduría, es un modelo del mundo griego. El médico hipocrático es típicamente filósofo, ocupado no solo de cuestiones de patología y de terapia, sino también con interrogantes en relación con el hombre y la naturaleza. (11)

Tampoco se puede olvidar la aportación que, dentro de esta línea de pensamiento clásico sobre los aspectos éticos, humanos, de la medicina, ha ofrecido la moral de la vida humana propuesta por la Iglesia:a la luz del mandamiento divino «No matarás» (Ex.,20,13).

La bioética, si ha de cumplir la misión que se propone, no puede renunciar a esta constante reflexión de la filosofía, de la ética médica y de la teología sobre los principios que deben regular el comportamiento humano sobre ese bien fundamental que es la vida humana.

Lo que a la bioética le corresponderá hacer de modo particular, en virtud de su campo específico de estudio, será profundizar en el viejo problema de la relación entre ciencia, técnica y ética.

Esta es su cuestión central, tanto desde el punto de vista sistemático como desde el sociocultural. Desde el punto de vista sistemático, por cuanto la bioética está conceptualmente ligada a las ciencias biomédicas y a las biotecnologías. Y desde el sociocultural, ya que la bioética surge en el interior de una cultura configurada con carácter hegemónico por la racionalidad científico-técnica y en la que, por obra del cientificismo positivista, se ha erigido esta racionalidad técnica en paradigma de todo saber objetivo y universal, dejando el saber sobre la verdad y las normas en el mundo de lo irracional, del mero sentimiento subjetivo.

Pero sólo en la medida en que sea capaz de superar esta interpretación distorsionada que el cientificismo hace de la racionalidad científica y técnica estará en condiciones de ser una ética de la biotecnología: una bioética.

2. Bioética, Ciencia y Técnica

Al llevar a cabo esta tarea, la bioética habrá de distinguir cuidadosamente dos cuestiones: a) el valor positivo que las conquistas de la ciencia y de la técnica en el ámbito de la vida humana contienen en orden a promover su protección y desarrollo: curar sus eventuales deficiencias y perfeccionarla; b) las consecuencias negativas que para la vida humana entraña entender el conocimiento científico-técnico generador de estos logros como el único conocimiento racional y objetivo y fuente inmediata del obrar humano como pretende el cientificismo positivista.

Es este positivismo cientificista, y no las posibilidades biotecnológicas en cuanto tales, el obstáculo principal que la bioética tiene para la gestación de esos principios éticos, racionalmente fundados, a fin de que los logros alcanzados por las ciencias biomédicas se pongan al servicio de la integridad y dignidad de las personas.

Cuanto más avanzan la ciencia y la técnica, tanto más necesaria se hace la reflexión racional sobre los principios directivos del obrar humano. No para frenar e impedir el bien que la ciencia y la técnica puedan proporcionar al hombre, sino para evitar los posibles males que un uso irresponsable de este nuevo poder cientificotécnico puedan acarrearle. Armonizar los valores técnicos con los valores humanos, morales, el dominio técnico con el dominio específicamente humano, es siempre una tarea abierta al hombre.

Ya en 1951 G. Marcel, recogiendo un pensamiento de Bergson, se refería al equilibrio que el dominio interior debía prestar al dominio técnico:

Todo progreso técnico -escribía- debería estar equilibrado por una especie de conquista interior orientada hacia un dominio cada vez mayor de sí (...). En el mundo de hoy se puede decir que un ser pierde tanta más conciencia de su realidad íntima y profunda cuanto más dependiente es de todos los mecanismos cuyo funcionamiento le asegura una vida material tolerable. (12)

En la era de la ciencia y de la tecnología en que vivimos se hace particularmente necesaria la reflexión filosófica el amor a la sabiduría que la inspira, para mantener la identidad del ser humano, su realidad más íntima, frente al riesgo de deshumanización que comportan una ciencia y una técnica elevadas a criterio exclusivo de conocimiento y de fundamento inmediato para la acción.

«El primer y tal vez el único deber del filósofo hoy es el de constituirse defensor del hombre contra el hombre mismo, contra esa extraordinaria tentación de lo inhumano a la que casi siempre sin darse cuenta de ello tantos seres sucumben». (13)

A este mismo problema apunta, en el campo específico de la medicina moderna, E. Pellegrino con estas palabras:

La medicina moderna se divide dolorosamente entre sus posibilidades tecnológicas y su tradicional misión en pro de la integridad y dignidad de las personas a las que sirve. Colocada directamente entre las ciencias y las humanidades, únicamente combinando ambas en las vidas de los individuos y de las comunidades puede la medicina constituirse en el instrumento más poderoso del hombre para enaltecer su existencia. Con todo, en pocas empresas se encuentra el hombre en un peligro tan grande de ser eclipsado por sus propias creaciones.

¿Puede la medicina unir de algún modo sus elementos humanísticos y científicos y llegar a ser la expresión genial de un nuevo humanismo en el que la tecnología se ponga al servicio del hombre? ¿O llegará a ser la medicina el paradigma de un antihumanismo tecnocrático en el que el hombre llegue a ser una abstracción? (14)

Tecnología al servicio de la integridad y dignidad de las personas o antihumanismo tecnocrático. Protección y perfeccionamiento de la vida humana o amenaza contra ella: he aquí los dos extremos de la alternativa que las ciencias biológicas y médicas y sus posibles aplicaciones tecnológicas ofrecen a la decisión libre del hombre.

Tras una y otra posibilidad se encuentran respectivamente una recta concepción de la racionalidad científico técnica (la primacía de la ética sobre la técnica) o su interpretación distorsionada que representa el cientificismo positivista en el que la ética es absorbida por la técnica: el hombre, sujeto y dueño de sus actos y producciones, pasa a ser un objeto más sometido al poder dominador de la técnica.

La elaboración de unos principios éticos destinados a regular el uso de las intervenciones técnicas en la vida del hombre no se inspira en un ámbito anticientífico o antitecnológico. Al contrario, trata de impulsar estos logros y orientados a su verdadero destino: el bien integral de la persona humana.

En este sentido la aportación de la doctrina moral de la vida humana propuesta por el Catecismo de la Iglesia Católica a este primer problema de la bioética consiste precisamente en la defensa que hace del progreso científico-técnico, en cuanto expresión significativa del dominio del hombre sobre la creación, a la vez que advierte (frente al cientificismo positivista) que la ciencia y la técnica, por sí solas, no pueden indicar el sentido de la existencia y del progreso humano.

Los principios que el CIC, en continuidad con el magisterio constante de la Iglesia, ofrece al debate bioético contemporáneo no obedecen a una actitud anticientífica, enemiga del progreso. Obedece a esa exigencia que la razón natural advierte de abrirse a la verdad de la realidad y a los bienes y valores que la realidad posee, y, de modo particular, a la verdad y al bien de la persona humana, frente al reduccionismo que sobre este poder de la razón sostiene el cientifícismo positivista.

Se inscribe esta doctrina dentro de la corriente del pensamiento humanista de todos los tiempos, que no ha dejado de denunciar las amenazas que para la supervivencia misma de la humanidad representa la equivocada idea de progreso mantenida por el cientificísmo.

El pensamiento de la Iglesia sobre este punto no puede ser más significativo:

Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. (15)

Tanto la investigación científica de base como la investigación aplicada constituyen una expresión significativa del dominio del hombre sobre la creación. La ciencia y la técnica son recursos preciosos cuando son puestos al servicio del hombre y promueven su desarrollo integral en beneficio de todos; sin embargo, por sí solas no pueden indicar el sentido de la existencia y del progreso humano. La ciencia y la técnica están ordenadas al hombre que les ha dado origen y crecimiento; tienen por tanto en la persona humana y en sus valores morales el sentido de su finalidad y la conciencia de sus limites. (16)

3. Bioética y Cientificismo Positivista

«La ciencia y la técnica no pueden, por si solas, indicar el sentido de la existencia y del progreso humano». Esta afirmación del Catecismo es unánimemente compartida por las corrientes actuales del pensamiento crítico, fenomenológico y realista que rechazan decididamente el cientificísmo. Coinciden todas ellas en denunciar la injustificada pretensión del cientificísmo de reducir todas las posibilidades del conocimiento humano científico-técnico cerrando con ello el paso a la posibilidad de elaborar una ética capaz de suministrar unos criterios racionales y unas normas comunes a toda la especie humana frente a las amenazas que para la supervivencia misma de la humanidad supone un poder científico-técnico privado de todo control racional.

El cientificismo positivista, en efecto, al limitar el poder del conocimiento a registrar los hechos que se le ofrecen desde la pura experiencia sensible ordinaria o científica y a relacionar ideas de índole lógicoformal vacías de contenido real alguno, obtiene como resultado lo que Habermas ha calificado certeramente como un «racionalismo menguado».

Reducida la razón a la constatación de hechos y a su formalización mediante las reglas del pensar lógicomatemático (formales), expulsa de su esfera los fines y valores que alimentan y dirigen la praxis humana, cayendo en un decisionismo irracional.

La escisión entre teoría y praxis, entre hechos y normas, entre ser y deber se hace manifiesta.(17)

La crítica de la primera generación de la Escuela de Frankfurt a este racionalismo menguado que representa el positivismo es sumamente iluminadora del punto que venimos analizando

El propósito de defender la razón práctica frente a la prepotencia de la técnica [ha] sido también una reclamación de la primera generación de la Escuela de Frankfurt con diversas variantes pero con un núcleo común de intenciones

En Horkheimer encontramos la nostalgia de una sociedad buena tal y como Aristóteles la entendía, impedida por una razón instrumental o subjetiva que se empeña en resolver las cuestiones de manera exclusivamente técnica y sin atender a la racionalidad de los fines: el resultado de todo ello es una auténtica pérdida de orientación que consolida la irracionalidad y abre un proceso de deshumanización.

Adorno, por su parte, ha criticado la función identificante de la razón en virtud de la cual el desarrollo tecnológico es asimilado al perfeccionamiento del hombre y de la sociedad en cuanto tales. Una razón así es incapaz de aspiración y crítica al decretar la identidad del sujeto y objeto y, además, eterniza el antagonismo mediante la oposición entre lo contradictorio.

Finalmente, Marcuse ha llevado a cabo una crítica de la razón unidimensional, denunciando la separación positivista entre verdad y bien, ciencia y ética y, considerando que la unidimensionalidad consiste en una relación de dominio (sobre la naturaleza y los hombres) y de su rentabilidad. (18)

Es claro que la racionalidad científico-técnica es una razón instrumental. Su ámbito viene determinado dentro de la relación mediosfines, y medido por la eficacia en orden a conseguir o no unos objetivos determinados. Pero no es de su competencia determinar la conveniencia o no de esos objetivos para el bien integral de la persona. Esta es tarea de la razón prácticamoral, la razón de fines: la que guía la acción libre del hombre a la luz de los bienes y valores que integran la persona humana. La elucidación de estos bienes y valores y de los requerimientos que éstos hacen a la libertad humana no puede llevarse acabo por las ciencias positivas ni por la técnica, sino por la ética.

Pero es justamente esta razón práctica la que queda absorbida por la razón científico-técnica, la razón instrumental, impidiendo con ello la posibilidad de elaborar una ética racionalmente fundada.

Nos encontramos así ante la situación paradójica que ya en 1967 denunciaba K.O. Apel en su conocido artículo «La ética en la era de la ciencia. El apriori de la comunidad comunicativa y los fundamentos de la ética».

[Esta] es la situación paradójica en que se encuentra la filosofía moral en nuestra época: bajo la presión de los avances científico-tecnológicos que comprometen el destino planetario de la especie humana, la necesidad de una ética universal se hace sentir agudamente, pero al mismo tiempo «la tarea de fundar racionalmente una ética universal no ha sido jamás tan ardua, es decir, desesperada». (19)

Muy certeramente señala Apel la situación paradójica en que se encuentra la ética en una época configurada por la racionalidad científico-técnica y que ha hecho de ésta el paradigma exclusivo del único conocimiento dotado de objetividad y universalidad.

En la denuncia de esta situación paradójica Apel tiene a la vista el cientificismo positivista.

Este constituye el principal obstáculo para la elaboración de esa ética, de urgente necesidad para defender a la humanidad de las amenazas de un progreso científico-técnico identificado con el progreso auténticamente humano.

No es posible ciertamente elaborar una ética desde la asunción de la ciencia y de la técnica como paradigmas exclusivos de conocimiento y acción. Desde semejante supuesto el positivismo dirá que la ciencia sólo sabe de hechos. La realidad se identifica con el conjunto de los hechos, con la «facticidad». El ser de la realidad, la verdad y el bien no son susceptibles de conocimiento: no hay más que proposiciones de hechos. Las pretendidas proposiciones universales de la ética no son auténticas proposiciones. No hay posibilidad de pasar del mundo de los hechos al mundo de las normas, del ser al deberser.

No es posible, en consecuencia, según estos postulados del positivismo, definir la rectitud de los fines, sino la eficacia de unos medios para un fin. Una cosa es «racional» cuando sirve para algo, cuando es medio para conseguir una meta, pero no se puede juzgar sobre la racionalidad del fin.

La razón pierde así su dimensión teórica para convertirse en instrumento de cálculo: saber es poder. Se transforma así en razón instrumental, meramente técnica, regida por los criterios de la utilidad y la eficacia. Ante la razón técnica toda presunta realidad dotada de su propia verdad, valor y bien, se presenta como puro material, axiológicamente neutro, enteramente sometido a su poder. Es ella la razón técnicala que le da su sentido y su valor en términos de rentabilidad. La realidad no se acoge: se construye.

La razón científico-técnica se erige en razón constituyente de sus propios objetos, plenamente libre en su ejercicio para ordenar, utilizar los bienes medios, los bienescosa al fin que la razón calculadora decide en cada caso otorgarle. Se constituye en inmediatamente operativa y normativa. Puede llevar a cabo, sin ningún tipo de limitación que le venga dada desde la verdad o valor que las diversas realidades pretendan de suyo poseer, sus propios proyectos. Es este proyecto el que en cada caso da «significado» y «sentido moral» a todas sus producciones. El mundo natural humano se transforma así en un mundo «construido» por la razón técnica.

La «moral cientificista» es entendida como una construcción que el hombre hace de sí mismo, utilizando para ello todo su haber natural. La «moral»queda así transformada en pura técnica, cuyo «material» y «artífice» es el propio hombre. El hombre sujeto, dueño y señor de sus actos y de sus producciones, el horno sapiens queda sometido a un objeto más a disposición del horno faber con el riesgo de terminar en homofabricatus. (20)

Se comprende que desde el cientificismo positivista sea, no ya ardua y desesperada, sino imposible la tarea de fundamentar una ética. Frente a este reduccionismo de la razón, con el consiguiente empobrecimiento antropológico y ético que comporta, el imperativo mas urgente que el pensamiento humano tiene ante sí es el de abrirse a la sabiduría. Retomar aquel Sapere aude¡, ¡Atrévete a saber!, que representó en sus inicios una confianza en el poder de la razón de elaborar unos principios universales directivos de la acción humana. No en la razón menguada, cienficista, calculadora, sino en la razón que se abre a la verdad del ser del hombre en toda su riqueza y complejidad.

Es esta verdad integral del hombre, de sus bienes, valores y derechos objetivos, la que permite percibir la dimensión ética de las posibilidades abiertas en el campo biomédico y entenderlas como valores positivos que pueden contribuir como de hecho vienen haciéndolo en la mayoría de los casos a una mejor protección y desarrollo de la vida humana acorde con la dignidad del hombre. Y es esta verdad integral del ser humano, captada por la fe en la Palabra de Dios que se revela, y por una razón abierta a la sabiduría que la misma fe reclama, la que constituye el principio inspirador de los criterios morales que el Catecismo de la Iglesia Católica aplica para dar respuesta a los problemas de la bioética.

La ciencia y la técnica leíamos anteriormente en el Catecismo no pueden (...) por sí solas indicar el sentido de la existencia y del progreso humano (...) están ordenadas al hombre que les ha dado origen y crecimiento; tienen por tanto en la persona humana y en sus valores morales el sentido de su finalidad y la conciencia de sus límites. (21)

Con ello la doctrina de la Iglesia no hace sino confirmar un principio evidente a la simple luz natural de la razón: la intrínseca dimensión ética de la ciencia y de la tecnología.

4. Más allá de la sola intención y del mero resultado

La ética, la reflexión racional sobre la condición buena o mala de nuestra situación libre, comparece reclamada desde el interior de estas mismas ciencias y técnicas por cuanto afectan al bien o el mal del hombre mismo, su sujeto y destinatario. Le interpelan en cuanto agente inteligente y libre llamado a su correcta autorrealización mediante la elección del bien. No puede por tanto el hombre permanecer indiferente ante ellas.

No viene la ética a interferirse en un campo que no le pertenece, ni a limitar la justa autonomía metodológica y temática de las ciencias que tienen por objeto el estudio de la vida física del hombre. No viene tampoco a entorpecer o deslucir con su bagaje axiológico y normativista el trabajo de la comunidad científica o los logros alcanzados y los que le quedan por alcanzar en el campo de la biología y de la medicina. Comparece, por el contrario, reclamada desde el interior mismo de estas ciencias que tienen -una vez más hay que decirlo- al hombre como sujeto, creador y destinatario -para bien o para mal- de sus aplicaciones.

Las posibilidades tecnológicas ofrecidas al hombre son eso: posibilidades. En cuanto tales no garantizan automáticamente su recto uso y aplicación: es ésta una tarea que compete exclusivamente a la libre decisión del hombre que necesita por lo mismo criterios racionales el hombre es un agente racional para su buen ejercicio. (22)

No tiene sentido, por ello, invocar la neutralidad moral de la ciencia y de la técnica. El CIC se expresa así sobre esta cuestión:

Es ilusorio reivindicar la neutralidad moral de la investigación científica y de sus aplicaciones. Por otra parte, los criterios de orientación no pueden ser deducidos ni de la simple eficacia, ni de la utilidad que pueda resultar de ella para unos con detrimento de otros, y menos aún de las ideologías dominantes. La ciencia y la técnica requieren por su significación intrínseca el respeto incondicionado de los criterios fundamentales de la moralidad; deben estar al servicio de la persona humana, de sus derechos inalienable s, de su bien verdadero e integral, según el plan y la voluntad de Dios. (23)

Si el poder técnico es expresión del señorío del hombre sobre la creación, una respuesta al requerimiento que al hombre hace su Creador: «dominad la tierra» (Gen.1,28), es el respeto a la persona humana, a sus derechos inalienables, a su bien verdadero e integral, el principio que debe inspirar los criterios morales sobre la aplicación de la biotecnología en el ámbito de la vida humana.

El problema fundamental de la bioética no le viene, por así decido, del progreso biomédico y biotecnológico. No le viene de la biotecnología, sino de la ética. Lo resolverá en la medida en que se libere de sus planteamientos iniciales, a saber, de una ética encerrada en el modelo deontológico-utilitarista, fundado en el principio subjetivo de la autonomía de la conciencia y en el de las consecuencias beneficiosas o perjudiciales de la acción humana como criterios justificativos de la moralidad. (24)

Tanto en la ética de la pura intención subjetiva como en la ética de resultados o consecuencialista subyace como supuesto la reducción de la realidad a pura facticidad y a la que le da su verdad y sentido la intención del hombre. Tanto la ética de la intención como la ética de resultados convergen en un concepto de razón pretendidamente creadora de sus propios objetos, y que desemboca en la transformación de la moral en pura técnica.

A estos efectos tanto da que esta técnica se entienda como una construcción de la razón pura práctica, como autolegisladora, regida por el principio de autonomía, o como una construcción de la razón calculadora, regida por el principio de los efectos o consecuencias de la acción. En uno y otro caso queda sin respuesta la pregunta decisiva a la que la ética debe responder, a saber, la condición buena o mala la verdad o falsedad de la acción humana. (25)

¿Posee el hombre una verdad propia, una dignidad y unos bienes reales que exigen un respeto incondicionado y que, por lo mismo, señalan el sentido y límites del dominio técnico del hombre sobre el hombre? O ¿puede el hombre reducirse enteramente a un objeto más, moralmente neutro, a mero material a la entera disposición del poder manipulador de la técnica?

Este es el problema fundamental de la bioética. De la posibilidad o no de fundar racionalmente una adecuada concepción de la verdad de la persona humana, de su dignidad y de las exigencias objetivas que esta verdad presenta a la acción humana dependerá la posibilidad o no de darle una respuesta.

Con ello llegamos al tema central de la bioética. Al que le da unidad frente a las escisiones entre ciencia, técnica y ética, entre dominio técnico y dominio humano. Este principio unificador no es otro que la visión integral de la persona humana, en todas sus dimensiones, valores y exigencias: el reconocimiento efectivo de todos los componentes que integran la persona humana y su dignidad.

5. Bioética y antropología. Dualismo antropológico y concepción integral y unitaria de la persona humana

Ciertamente la dignidad de la persona humana y los derechos inherentes a ella se invocan hoy de modo prácticamente unánime como el principio fundamental de la ética. Esta afirmación en sí misma verdadera exige el tránsito de su proclamación meramente formal al desvelamiento de su contenido real.

En la actualidad se vienen usando nociones y términos que han perdido su contenido semántico originario por haberse desprendido del contexto conceptual en el que nacieron. Son, con frecuencia, nociones y principios desarraigados que no retienen de su significado original más que el nombre. La expresión «dignidad de la persona humana» no es ajena a la devaluación señalada. Muchos de nuestros más nobles conceptos como son, entre otros, los de libertad, derecho, justicia, ética, padecen hoy una inflación formalista.

Pero las nociones meramente formales, como la experiencia histórica muestra fehacientemente, son absolutamente estériles para la regulación efectiva de la praxis humana. Todos los formalismos -procedan del campo positivista o del idealismo autonomista- han dado como resultado una mecanización del pensamiento, reduciendo sus nociones a puras formas lógicas, que en su neutralidad se prestan a todos los usos o a meras categorías subjetivas del espíritu, carentes de validez extramental alguna.

Mediante el conocido proceso de subjetivización de la razón, las nociones, privadas de su fundamento objetivo, han alcanzado un alto grado de convencionalidad, haciendo depender su contenido real en cada caso de los fines y propósitos que su usuario decida otorgarles.

El pensamiento especulativo y práctico ha sido absorbido en amplios sectores de la cultura actual por la funcionalización y el pragmatismo. La noción de persona y de la dignidad que le es inherente viene sufriendo en la actualidad los resultados de este proceso. Atentados contra la persona humana, contra sus derechos fundamentales como son, entre otros, el aborto voluntariamente provocado y la eutanasia se presentan hoy con mucha frecuencia no sólo como compatibles con la dignidad de la persona humana, sino como derechos fundados en esta dignidad.

Lo que se acaba de decir puede introducir un elemento perturbador en aquellos sectores decididos en mantener intactos los constructos nocionales y lingüísticos arbitrarios, que han venido a substituir el contenido real de los conceptos de que se sirven.

Urge en nuestros días un volver a las cosas mismas. A lo que las cosas son de suyo. A la verdad propia que toda realidad posee. Liberar el verdadero contenido real del concepto de persona y de su dignidad de las restricciones de que viene siendo objeto es requisito indispensable para que el respeto que la persona merece sea un respeto efectivo.

Limitándonos a la tarea que a la bioética le corresponde en este ámbito, el respeto a la dignidad de la persona humana y a sus bienes fundamentales reclama un reconocimiento de todos y cada uno de los elementos que integran la realidad personal misma. La persona humana no es mero espíritu, puro sujeto pensante, ni solo cuerpo. Es una realidad unitaria corpóreo-espiritual.

En este sentido interesa advertir que en amplios sectores del pensamiento antropológico contemporáneo se hace sentir la presencia de un dualismo antropológico, de inspiración cartesiana, según el cual el hombre es entendido como sujeto pensante que termina relegando la corporalidad humana al mundo de lo meramente biológico, carente de significación personal.

Desde una posición dualista semejante, la realidad de la persona humana se recluye en el ámbito de la conciencia, que adquiere así prioridad sobre el estatuto ontológico que al ser de la persona le corresponde, con independencia de que la persona esté naturalmente llamada a autoposeerse por el conocimiento y la libertad.

Las certezas priman sobre las evidencias. Las intenciones y proyectos subjetivos de la conciencia se imponen sobre las finalidades insertas en el dinamismo natural humano. La libertad se erige como realidad y valor absoluto, exenta de toda determinación natural objetiva o transcendente, y regulada exclusivamente por la pura racionalidad constituyente de sus propios objetos en el campo de la ciencia y la praxis.

El hombre se siente así principio conformador y dador de sentido a toda otra presunta realidad que vaya más allá de la conciencia y que, por lo mismo, es algo que pertenece al mundo de lo puramente fáctico, carente de suyo de valor racional, humano y moral.

Entre estas realidades puramente fácticas se encuentra el cuerpo. La persona no es el cuerpo y, consiguientemente, los procesos biológicos que en él se dan, las leyes por las que se rigen, la teleología que las preside, todo ello carece de valor humano en sí mismo: ha de ser «asumido» por lo racional para ser así «humanizado». Todo ello pertenecerá a la categoría de puros medios y no de fines y por lo mismo habrá de ser utilizado, manipulado, puesto al servicio de ese ser de proyectos puramente racionales que es la persona.

El cuerpo humano según la concepción dualista de la persona no es algo que el hombre es, sino algo que el hombre tiene: un mero instrumento del que el hombre ha de servirse para el logro de sus «valores personales». Las realidades corporales entran así en la categoría de la técnica. Serán exclusivamente las intenciones puramente subjetivas y a la vista de los resultados que se pretenda alcanzar mediante la manipulación de este mero objeto material de posesión que es el cuerpo, las que servirán de criterio «moral» en cada caso.

El cuerpo no tiene en sí mismo una verdad y un valor propios. No es el respeto a su pretendida dignidad como algo constitutivo de la persona, sino el criterio de utilidad y eficacia el que inspirará las decisiones que sobre él se tomen. Tal es el resultado al que conduce una consideración fisicista del cuerpo contrapuesta a una consideración espiritualista de la persona.

Nos volvemos a encontrar con las mismas tesis sostenidas por el cientificismo positivista. La ética de la corporalidad humana, y, en consecuencia, la ética que debe inspirar el uso de las biotecnologías, se transforma nuevamente en una técnica. En realidad no cabe hablar de la ética de la corporalidad. La relación de la persona con la corporalidad humana es la relación del artista con sus materiales: las realidades corporales, biológicas, del hombre no pertenecen al ámbito del respeto: son cosas y, por lo mismo, están sometidas al uso, a la manipulación, a la categoría de la simple eficacia.

Es evidente que desde una posición semejante, la dignidad de la persona humana no constituye límite alguno para la intervención técnica en los procesos naturales que presiden la vida humana desde su inicio hasta su final. Al contrario es la dignidad de la persona humana entendida en un sentido «espiritualista» exenta de toda «carga» corporal la que reclama un uso ilimitado de estas intervenciones biotecnológicas.

Frente a esta visión espiritualista de la persona y la consiguiente visión biologicista del cuerpo humano el Catecismo de la Iglesia Católica funda su respuesta sobre los criterios morales que deben ser aplicados en las intervenciones en la vida del ser humano en una adecuada concepción de la persona humana como realidad unitaria corpóreoespiritual y en consecuencia en el respeto incondicionado que la vida humana merece desde su inicio hasta su final.

He aquí algunos de los textos del ClC en los que se pone de relieve la dignidad personal de que goza el cuerpo humano por ser un elemento constitutivo de la persona:

La persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando afirma que «Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente» (Gn. 27). Por tanto, el hombre en su totalidad es querido por Dios. (26)

El cuerpo del hombre participa de la dignidad de la «imagen de Dios»: es cuerpo humano precisamente porque está animado por el alma espiritual y es toda la persona humana la que está destinada a ser, en el Cuerpo de Cristo, el Templo del Espíritu (cfr. 1 Co. 6, 19-20; 15, 44-45).

Uno en cuerpo y alma, el hombre por su misma condición corporal reúne en sí todos los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador. Por consiguiente, no es lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino que por el contrario tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y que ha de resucitar en el último día (GS 14,11). (27)

La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar como la «forma» del cuerpo (cfr. CC de Vienne, año 1312, DS 902); es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza.(28)

Esta doctrina sobre la unidad substancial del cuerpo y del alma del hombre es una constante en el realismo filosófico de todos los tiempos. Y ha sido también particularmente defendida por la filosofía fenomenológica. M. Scheler, E. Husserl, M. Merleau-Ponty, G. Marcel, por citar sólo algunos, son otros tantos exponentes de esta concepción unitaria del hombre, de la corporalidad como una dimensión esencial del ser y del existir de la persona.

Se trata, como afirma Ratzinger,

de una tesis muy importante, tanto en sí misma como en relación al contexto cultural contemporáneo. El cuerpo humano es parte constitutiva de la persona, la cual través de él se manifiesta y expresa. Gracias a la unión con el espíritu, el cuerpo es la manifestación de la misma persona. Se puede decir también que el cuerpo es la misma persona en su visibilidad. De esto derivan consecuencias decisivas tanto a nivel antropológico como a nivel ético (...)

El llamamiento de la Iglesia a esta verdad central hoy es particularmente importante. A pesar de las apariencias, existe un profundo desprecio del cuerpo, que se considera simplemente como un «objeto», que se puede usar sin más. Esta concepción reductiva del cuerpo está acompañada inevitablemente por el desprecio de la persona. (29)

En esta misma línea, al referirse a la relación entre «Antropología e intervenciones biomédicas», se lee en la Donum vitae:

¿Qué criterios morales deben ser aplicados para esclarecer los problemas que hoy día se plantean en el ámbito de la biomedicina? La respuesta a esta pregunta supone una adecuada concepción de la persona humana en su dimensión corpórea.

En efecto, sólo en la línea de su verdadera naturaleza la persona humana puede realizarse como «totalidad unificada» (Juan Pablo II, exhorto apost. Familiaris consortio, 11, AAS 74 (1982)). Ahora bien, esa naturaleza es al mismo tiempo corporal y espiritual, el cuerpo humano no puede ser reducido a un complejo de tejidos, órganos y funciones, ni puede ser valorado con la misma medida que el cuerpo de los animales, ya que es parte constitutiva de una persona, que a través de él se expresa y manifiesta.

La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo. (Cfr. Pablo VI, Enc. Humanae vitae, 10. AAS 60 (1968) 487-488). (30)

Respecto a la reducción de la moral a una construcción que el hombre hace de sí mismo desde sí mismo, utilizando para ello todo su haber natural, con la lógica consecuencia de considerarse a sí mismo como mero objeto, la doctrina de la Iglesia destaca la condición de sujeto, inherente a la dignidad de la persona humana, y el respeto debido a la vida humana como don de Dios.

Por haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona: no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas: y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta, de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar. (31)

De todas las criaturas visibles sólo el hombre «es capaz de conocer y amar a su Creador» (GS 12,3); es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (GS 24,3): Sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad. (32).

Es esta visión del hombre, de su naturaleza y dignidad, de su origen y destino trascendentes; su condición de persona como sujeto, no como algo, sino alguien, como sujeto llamado a participar por el conocimiento y el amor en la vida de Dios, lo que fundamenta, en último término, que el ser humano no pueda nunca someter a la lógica de la «producción de objetos» su propia condición personal y el valor indisponible que la vida humana como parte constitutiva del ser del hombre mismo tiene.

Ciertamente, el respeto absoluto a la vida humana desde su inicio hasta su fin natural señala la frontera que la biotecnología jamás puede moralmente franquear.

La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (CDF, instr. Donum vitae, intr.5).(33).

La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo &er inocente a la vida (cfr. CDF, instr. Donum vitae, 1,1). (34).

Y estos mismos principios inspirarán la respuesta de la Iglesia a los criterios por los que se debe regir la investigación y la experimentación en el campo de la biomedicina y de la biotecnología. He aquí los principales textos del CIC respecto a este punto:

Los experimentos científicos, médicos o psicológicos, en personas o grupos humanos, pueden contribuir a la curación de los enfermos y al progreso de la salud pública. (35)

Las investigaciones o experimentos en el ser humano no pueden legitimar actos que en sí mismos son contrarios a la dignidad de las personas y a la ley moral. El eventual consentimiento de los sujetos no justifica tales actos. La experimentación en el ser humano no es moralmente legítima si hace correr riesgos desproporcionados o evitables a la vida o a la integridad física o psíquica del sujeto. La experimentación en seres humanos no es conforme a la dignidad de la persona si, por añadidura, se hace sin el consentimiento consciente del sujeto o de quienes tienen derecho sobre él. (36).

Puesto que debe ser tratado como una persona desde la concepción, el embrión deberá ser defendido en su integridad, cuidado y atendido médicamente en la medida de lo posible, como todo otro ser humano. El diagnóstico prenatal es moralmente lícito, «si respeta la vida e integridad del embrión y del feto humano y se orienta hacia su protección o hacia su curación... Pero se opondrá gravemente a la ley moral cuando contempla la posibilidad, en dependencia de sus resultados, de provocar un aborto; un diagnóstico que atestigua la existencia de una malformación o de una enfermedad hereditaria no debe equivaler a una sentencia de muerte» (CDF instr. Donum vitae, 1,2). (37)

Se deben considerar lícitas las intervenciones sobre el embrión humano siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia individual. (CDF instr. Donum vitae, 1,3).

Es inmoral producir embriones humanos destinados a ser explotados como «material biológico disponible». (CDF instr. Donum vitae, 1,5).

Algunos intentos de intervenir en el patrimonio cromosómico y genético no son terapéuticos, sino que miran a la producción de seres humanos seleccionados en cuanto al sexo u otras cualidades prefijadas. Estas manipulaciones son contrarias a la dignidad personal del ser humano, a su integridad y a su identidad (CDF, instr. Donum vitae, 1,6). (38)

Los textos del CIC que acabamos de presentar en esta última parte de nuestro estudio requerirían de suyo un desarrollo que aquí no puede llevarse a cabo(39). Pienso que su lectura ayudará a comprender la aportación positiva que la doctrina, moral de la Iglesia ofrece al debate bioético contemporáneo.

Ciertamente en la doctrina de la Iglesia Católica sobre la intervención técnica en la vida del ser humano hay, como es obvio, una referencia constante a la Palabra de Dios. Pero esta referencia no sólo no olvida la luz que la razón natural humana suministra en el esclarecimiento de estos problemas, sino que está siempre presente como requisito ineludible.

La referencia a la Palabra de Dios de ningún modo olvida ni menos aún deslegitima el recurso a la razón para comprender, valorar y resolver los diferentes problemas relacionados con la vida humana. Al contrario, es la propia Palabra de Dios la que nos llama a recurrir con gran seriedad a la razón humana para utilizada a su luz la misma fe, que acoge la Palabra de Dios que se revela, se configura como «obsequio razonable» y, cuando es interrogada por los no creyentes, debe saber exhibir su propia «razonabilidad».

Dios habla no solamente en la «revelación» , sino también en la «creación». Dios es luz, y su luz ilumina, aunque con modalidades diferentes, al creyente y a todos los hombres.(40).

Es justamente esta intrínseca razonabilidad de los principios propuestos por el CIC la que hace posible ese diálogo, tan necesario y urgente en nuestros días, entre creyentes y no creyentes, en un tema de decisiva importancia para el presente y el futuro de la humanidad, como es el de la protección y desarrollo de la vida humana.


1. «The Science of survival: Perspectives in Biology and Medicine», en Bioethics, 1970, pp 120-153

2. D. Callaghan, Bioethics as a Discipline, Hastings Center Studies, I, pp. 66-73.

3. Enciclopedia of Bioethics, Nueva York, 1978. En 1992 ha aparecido la segunda edición de esta Enciclopedia, en 5 volúmenes.

4. E. Sgreccia, Manuale di Bioética, Vita e Pensiero, Milán 1988, Premessa.

5. S. Spinsanti, Etica Biomédiea, Edizioni Paoline, 1988, p 17.

6. G. Bourgeault, «Qu'est ce que la bioethique», en Marie-Hélene Parizau (Textes reunis par), Les fundaments de la bioethique, De Boeck Université Bruxelles, 1992, p 36.

7. Cit. por Spinsanti, op. cit., p. 6.

8. E. Sgreccia, op.cit., p 33.

9. E. Sgreccia, op. cit., p 49.

10. D. Tettamanzi, Bioética, Piemme, 1990, pp. 18 ss.

11. S. Spinsanti, op. cit., p. 18.

12. G. Marcel, Les hommes contre l'humaine, París 1951, p.46.

13. G. Marcel, op. cit., p. 195.

14. E. Pellegrino, «Humanism in human experimentation: some notes of the investigator's fiduciary role», en Texas Reports on Biology and Medicine, 32/1 (1974), p.311.

15. Const. past., Gaudium et spes, n. 34.

16. Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), n. 2293

17. Cfr. M. Santos, En torno al consecuencialismo ético, en Dios y el Hombre (VI Simposio Internacional de Teología, Pamplona 25-27 de abril de 1984), Eunsa, Pamplona 1985, pp.232 ss; cfr. J. Habermas, Contra un racionalismo menguado de modo positivista, en Th. Adorno et alii, Der Possitivismusstreit in der deutschen Soziologie, Hermann Luchterhand Verlag, Neuwied y Berlín, 1969. Trad. española: La disputa del positivismo en la sociología alemana, Grijalbo, Barcelona 1972, pp 221-250.

18. D.lnnerarily, Praxis e intersubjetividad. La teoría crítica de Jürgen Habermas, Eunsa, Pamplona 1985, pp. 16 ss

19. Cit por A. FagolLageraull, La reflexión philosophique en bioéthique», en M. Helene Parizeau Textes reunis par), op. cit., p. 11.

20. Cfr. M. Santos, En torno al consecuencialismo ético, cit., p.239.

21. CIC, n. 2293.

22. Cfr. M. Santos, . Technological possibilities and the dignity of human life, en Archiv für Rechis und Sozialphilosophie, B. 39, 1991, pp 44 ss.

23. CIC, n. 2294.

24. Véase a este respecto el estudio de Urbano Ferrer «¿Autonomía o heteronomía de la conciencia moral?, en Estudio sobre el Catecismo de la Iglesia Católica. AEDOS, 1996.

25. Cfr. M. Santos, La convergencia de los modelos analíticos, trascendental y consecuencialista», en Persona, Veritâ e Morale, Atti del Congreso Internazionale di Teología Morale, Roma 7-12 de abril de 1986, Cittá Nova Editrice, Roma 1987, p. 912.

26. CIC, n. 362.

27. CIC. n. 364.

28. CIC, n.365.

29. Ratzinger, Presentación a la instr. Donum vitae (CDF, 1987), trad, esp.: El don de la vida, Instrucción y Comentarios, Palabra, Madrid 1992, pp. 18 ss.

30. Donum vitae, cit., 3.

31. CIC, n. 357.

32. CIC, n. 356.

33. CIC, n. 2258.

34. CIC, n. 2270.

35. CIC, n. 2292.

36. CIC, n. 2295.

37. CIC, n. 2274.

38 CIC, n. 2275.

39 Véase a este respecto el estudio de Aquilino Polaino «La ética de la salud a la luz del Catecismo», Estudios sobre el Catecismo de la Iglesia Católica. AEDOS, 1996.

40 D. Tettamanzi, Introducción a Juan Pablo II, enc. Evangelium vitae, trad. esp., PPC, Madrid 1995, p. 12.