LA EUTANASIA

 

Jordi Cervós Navarro

Universidad Lliure de Cataluya (España). Director Departamento Neuropatológico Universidad de Bonn. Presidente Sociedad Alemana de Neuropatología y Neuroanatomía.


El tema presenta dos perspectivas bien diferenciadas. Por una parte, la decisión personal e intransferible del paciente, por otra, el derecho de extraños sean o no especialistas médicos a decidir sobre la vida del prójimo. No me refiero a la disyuntiva de prolongar artificialmente la vida de un enfermo en fase terminal sin posibilidad de recuperación, sino al caso de quien se siente arrogado del derecho a matar a alguien sin su consentimiento expreso para evitarle sufrimientos, prejuzgando las expectativas sobre la calidad de vida futura del paciente. La polémica desatada en los últimos años respecto de la eutanasia ha desvirtuado el auténtico significado etimológico de la palabra, "la buena muerte", esto es, ayudar, acompañar y confortar al enfermo para que su tránsito sea lo menos doloroso y traumático posible. Centrémonos a continuación en el primer supuesto, la decisión personal e íntima.

Hace ya bastantes años, concretamente en 1973, visité a un amigo mío de Westfalia, el Dr. Massoff, que por entonces pasaba sus vacaciones en los alrededores del legernsee, en Baviera. Estabamos una noche cenando en la terraza de un restaurante, disfrutando de una idílica perspectiva nocturna del lago, cuando un joven y un muchacha, entre veinte y veinticinco años, se acercaron a nuestra mesa para saludamos. Se trataba de dos hermanos, ambos estudiantes de medicina. Cuando se despidieron, mi colega me puso en antecedentes de la trágica situación familiar que estaban pasando estos jóvenes. Su madre, también doctora en medicina y que siempre había sido muy aficionada a la equitación, había sufrido hacía poco un grave accidente. Había caído del caballo con tan mala fortuna que padeció una transección medular con el consiguiente resultado de parálisis completa e irreversible. La pobre mujer había entrado en una honda fase depresiva y solicitaba continuamente que pusieran fin a su vida, lo que había sumido a toda su familia en la más profunda aflicción ante la magnitud del dilema. El caso me conmovió, como no podía ser menos.

Diez años más tarde, en una recepción qué tuvo lugar en Essen con motivo de un congreso internacional, me enteré inesperadamente de final de la historia. Allí me fue presentado un colega que procedía de la misma localidad de Westfalia que mi amigo Massoff. Habiendo entablado conversación, resultó que incluso habían estudiado juntos. Como fuera que aquel desdichado caso no se había borrado de mi memoria a pesar del tiempo transcurrido interrogué a mi interlocutor sobre el particular con la remota esperanza de que él pudiera informarme. Grande fue mi sorpresa al comunicarme que la mujer por la que me interesaba era su propia hermana. Vivía, naturalmente que vivía. Los hijos habían establecido su propia consulta, se casaron y le dieron nietos. Ella se había convertido en algo así como el elemento central y cohesionador de aquella familia, que, alrededor de ella, permanecía entrañablemente unida. La transportaban en una furgoneta preparada a tal efecto -lógicamente, su parálisis nunca experimentó mejoría alguna- y muchas tardes y todos los fines de semana se reunían todos los miembros del clan, ora en casa, ora en casa de otros.

En interminables paseos por el jardín, los niños se disputaban el honor de conducir la silla de ruedas de aquella abuelita inefable y tranquila, siempre amable, siempre dulce. Su carácter irradiaba empero una fuerza espiritual y una confianza en sí misma poco comunes, que la convertían siempre en el alma del grupo, en el que desempeñaba un rol de auténtica materfamilias.

Como prueba de la actual inquebrantable voluntad de vivir de aquella mujer, su hermano me contó una anécdota reciente. La primavera anterior había sufrido una inflamación renal de cierta gravedad y se alarmó sobremanera. Reñía severamente a su médico y le amenazaba con visitar a otro especialista. Una vez superada la crisis, le confesó a su hermano que había llegado a sentirse verdaderamente preocupada al pensar que su vida podía verse en peligro.

Este caso nos confirma que incluso las mentes más lúcidas y los espíritus más esforzados son susceptibles de perder momentáneamente el coraje, de hundirse en la desesperanza cuando las dificultades parecen insuperables, cuando el sufrimiento se hace abrumador. Pero hay en el hombre una tendencia constructiva y positiva que siempre puede volver a florecer sean cuales fueren las circunstancias que la hubieron aletargado momentáneamente. Es una fuerza de atávicos orígenes, que se basa en el indomable instinto de conservación y superación de nuestra especie. Nadie es capaz de afirmar infaliblemente a priori ante un caso concreto que esa energía vital no resurgirá con el tiempo y con la aceptación consciente de las limitaciones impuestas por la enfermedad. Y, tal como el Ave Fénix renace de entre sus propias cenizas, la voluntad de vivir puede rebrotar cuando menos se piensa y por las razones más inesperadas, proporcionando al paciente una existencia digna y plena.

Si en ese momento de impasse, en que incluso el espíritu más resistente puede caer en la desesperación ante una adversidad o mutilación irreversible se proporcionan al enfermo los medios para poner fin a su existencia o, simplemente, se le mata, ¿no significa ello cerrar las puertas a toda esperanza? Esperanza de una recuperación emocional que quizá podría tener lugar al cabo de poco tiempo, una vez superada la crisis depresiva en que el paciente se ha visto, lógicamente, sumido. Podríamos establecer un paralelismo con un conjunto de ciudadanos que, abrumados por la monstruosidad de un crimen, linchan a un sospechoso movidos por su deseo de justicia, pero resulta que el auténtico culpable confiesa a los pocos días de la bárbara ejecución. O con un juez que condena a muerte contando con pruebas aparentemente fehacientes de la culpabilidad del reo que resulta con posteridad ser inocente.

En las décadas de los cincuenta y sesenta se rodaron en Norteamérica gran cantidad de películas que versan invariablemente sobre el tema de la pena capital, prácticamente todas ellas contrarias a tal medida, reflejando el estado de la opinión pública por entonces. El argumento esencial de las tesis abolicionistas era que la sola posibilidad de error de justicia, uno sólo, justiciaba más que suficientemente olvidar aquel castigo en el armario de la historia.

¿Y no es la eutanasia un error de justicia? Confirman esta tesis todos aquellos casos en que el enfermo, después de haber deseado fervientemente la muerte ha encontrado al cabo de unas semanas, meses o incluso años, nuevas y renovadas ansias de vivir, nuevos y renovados motivos para seguir adelante a pesar del dolor, a pesar de todas las limitaciones. Especialmente frecuente y significativo es el caso de intentos de suicidio que no han prosperado y que fueron llevados a cabo con precipitación a menudo por razones fútiles, desengaños sentimentales o reveses económicos. Cuando al poco tiempo el afectado rememora su tentativa, se horroriza al imaginar que ésta hubiera podido tener éxito cuando ya las razones que motivaron tan drástica decisión parecen haber perdido todo su peso. De haberlo conseguido, ello habría supuesto un terrible error.

Voy a adentrarme ahora en un terreno que por circunstancias familiares conozco muy de cerca: la ceguera. Perder para siempre la posibilidad de experimentar los colores, las imágenes, la luz, ha sido siempre paradigma de adversidad insuperable en muchas culturas y motivo de gran aflicción para los afectados. Pero si todos los ciegos hubiesen sucumbido a la desesperación y hubiesen puesto fin a sus vidas, habría supuesto una pérdida inconcebible para el conocimiento y la cultura universal. Por ejemplo, en el campo de la literatura son legión los escritores ciegos de primerísima línea, desde Hornero a Jorge Luis Borges. En el terreno musical también han abundado los virtuosos de la interpretación y de la composición, no hay más que recordar al maestro Rodrigo y su exquisito y mundialmente famoso Concierto de Aranjuez.

Me viene a la memoria el recuerdo de Joan Fiter, un funcionario de la O.N.C.E. ya fallecido, invidente total, que era un auténtico campeón de ajedrez. Pocos había en España capaces de vencerle, profesionales o no. Era un placer verle siempre jugar con una seguridad que desarmaba al contrario, siempre con una sonrisa condescendiente en los labios. Sus adversarios videntes, tras verse acorralados por un desarrollo audaz de la partida, le lanzaban miradas furibundas. Fiter, que parecía percatarse misteriosamente de ello, acentuaba su sonrisa y comentaba risueño: "Mi querido amigo, me temo que el cieguito va a ganarle otra vez...". El tablero, las fichas, la estrategia e incluso el estado de ánimo del contrincante parecían estar grabados indeleblemente en su cerebro. Sus facultades y su capacidad de concentración eran francamente asombrosas.

Hay un ejemplo sobradamente conocido que por sí solo justifica suficientemente la argumentación de que la vida siempre puede ofrecemos nuevos estímulos y satisfacciones a pesar de las dificultades y las limitaciones, a veces de un modo espectacular, a veces a un modo humilde y sencillo. Es el famoso caso de Stephen Hawking, el astrofísico que, inmovilizado en una silla de ruedas, privado incluso de la palabra y expresándose a través de ligeras presiones de sus dedos sobre un teclado conectado a una computadora, ha formulado la teoría del "Big Bang" y ha realizado estudios sobre los agujeros negros que han revolucionado el conocimiento humano sobre los orígenes del universo. Hawking, en una rueda de prensa que tuvo lugar en Londres hace cosa de un par de años, dio una auténtica lección de humanidad y de coraje. Un periodista británico ávido de tópicos le preguntó entonces si consideraba que su afición por la astrofísica era lo que le había permitido sobrellevar las limitaciones corporales que le había impuesto su enfermedad. "Oh, no, respondió el insigne científico, es mucho más sencillo que eso. Comprendí que tenía que vivir cuando, por las mañanas, contemplando el jardín a través de las ventanas de mi habitación oía piar a los pájaros que se peleaban buscando gusanos...

Ante tan ilustrativos ejemplos, poco queda por decir sobre la segunda perspectiva del tema, el derecho de un extraño a decidir sobre la vida de un enfermo. ¿Puede un médico o un familiar decidir cuando los sufrimientos ya no son soportables? ¿O prejuzgar que las expectativas vitales del paciente no le garantizan una mínima calidad de vida futura? Hemos visto que incluso en los casos más dramáticos el tiempo se convierte en un sutil aliado que puede llegar a proporcionamos el empuje necesario para seguir adelante. Con paciencia y resignación, se pueden encontrar motivaciones mas que suficientes para llevar una existencia digna y plena a pesar de las dificultades. Sólo en manos del Creador está la facultad de discernir cuando una vida debe proseguir o no.

El profesional o familiar que decide ultimar a un paciente debería reflexionar con gran cuidado. ¿No estará actuando más por quitarse de encima un problema enojoso que por auténtico interés por el enfermo? El egoísmo y la falta de solidaridad encuentran argumentos a veces insospechados, que se camuflan hasta tal punto con la apariencia de buenos sentimientos, que los protagonistas llegan a creer en lo correcto de su proceder. Por todo lo dicho, si decidir poner fin a la propia vida puede resultar un terrible error de justicia, decidir sobre la continuidad de la existencia del prójimo constituye una crasa injusticia, un crimen.