LEY NATURAL: UNA DE LAS CLAVES DE LA BIOÉTICA
E l hombre, como ser vivo, tiene unos límites que en su mayor parte derivan de su dimensión ma terial y corporal; en virtud de su dimensión inmaterial, él mismo se crea otros que le complican su existencia personal y social. Esos límites se han venido incrementando con el avance de la posmodernidad y podría afirmarse que constriñen cada vez más una tarea fundamental para el ser humano: la construcción de su felicidad.
En editoriales anteriores se han tratado algunos de los límites que tienen al mismo hombre por causa. Por un lado están los relacionados con el ecosistema, con la inadecuada utilización de los recursos naturales renovables y no renovables, y la hipertrofia de los problemas derivados de la emisión de gases que producen efecto invernadero. Pero a la vez se ha procurado mostrar una patología de la cultura actual que, sin ser novedosa, también está produciendo grandes efectos negativos: el relativismo.
Los límites que el hombre se autoimpone en este inicio
del siglo XXI tienen mucha relación con los problemas
planteados a escala planetaria, pero no tanto como
efectos de esas dificultades, sino principalmente porque
son ellos, tales límites, los que están en el origen de esos
problemas.
Por un lado están los inconvenientes que el hombre genera por la inadecuada utilización de los recursos: el incremento de sustancias tóxicas producido por la industria, por ejemplo. Por otro, está la disminución de la población por las políticas antinatalistas y los fenómenos de migración originados por la violencia o la pobreza, que son un segundo orden de límites verdaderos que el hombre de hoy induce. Todos esos fenómenos están en la génesis de la crisis que experimenta el mundo en la actualidad.
Sobre algunos problemas mencionados ya se están tomando acciones concertadas, aunque el asumir responsabilidades sea todavía una tarea pendiente; tampoco los acuerdos adoptados han tenido un carácter vinculante para los Estados, sobre todo para los países del primer mundo. En la Cumbre de Copenhague, de fi nales del 2009, se tomaron determinaciones que son asimétricas, y de las buenas intenciones generales no se concretaron decisiones que lleven a resolver problemas concretos.
En cambio, sobre el segundo grupo de problemas no parece haber ningún tipo de acciones correctivas, porque precisamente no se ha captado el calado de su efecto último. Esa situación ha tenido un efecto paradójico: de una parte, las políticas de restricción de la natalidad en los países ricos han llevado a la disminución de los índices de recambio poblacional con la consiguiente inversión de las pirámides demográfi cas y los problemas secundarios al manejo del envejecimiento de un número creciente de personas. Sin embargo, esas mismas políticas en los países pobres desembocan en una disminución del capital humano necesario para mantener funcional un aparato productivo: si no hay personas, no hay quién genere riqueza, ni quién tenga la capacidad de consumir, que es la supuesta clave del sistema actual.
Para intentar salir de esas aporías, que la misma razón humana ha producido, es necesario encontrar una ruta segura y transitable por todos. Y es probable que no sea preciso construirla sino redescubrirla y empezar a reco rrerla para orientarse adecuadamente y volver a encausar al ser humano a la felicidad que está llamado a conquistar.
A primera vista parecería que un buen punto de apoyo lo suministra la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Aunque esta Declaración se fi rmó en París en 1948, su historia se remonta a la misma cuna del derecho: Roma. Mientras los griegos se dedicaban a fi losofar, los romanos se dedicaron a hacer teoría jurídica (1). Sin embargo, el teatro donde surge el derecho y su época de eclosión en poco favorecieron su aplicabilidad a las personas: el derecho romano surge para estabilizar un imperio, no tanto para servir a las personas.
Pero tampoco se puede desconocer que ese inicial orden
jurídico de la comunidad participaba de una característica
que es conveniente no perder de vista: desde
Aristóteles (2) se sabe que el derecho político es en parte
natural porque se apoya en lo humano del hombre, tiene
fuerza propia y no depende de la opinión cambiante
de los individuos; y en parte legal o positivo, porque la
ley escrita determina una regulación y estructura una
realidad social.
La unidad real entre derecho natural y derecho positivo es una característica del orden jurídico y de los derechos humanos; así lo reconocieron los romanos que se apoyaron en los griegos cuando su teoría política demandó un piso filosófico firme. Aquella unidad de orden se ve con claridad en la formulación taxativa de los prolegómenos de los que más adelante se conocerán como derechos humanos.
En la Escuela de Salamanca, en el siglo XVI, Francisco de Vitoria desarrolla el concepto de derechos humanos (3) ante la necesidad de regular, con un “derecho de gentes”, los cambios que se dieron en el mundo con ocasión del descubrimiento de América y su posterior conquista y colonización.
La modernidad trajo consigo la separación de esa unidad
del derecho y con ella el desarrollo de otra línea
de pensamiento iniciada por Descartes y seguida por
Leipniz, Spinoza y Kant, cuyo racionalismo cuaja —en
lo político— en las ideas de Hobbes, Locke y Rousseau,
fermento de varias revoluciones que inauguran el constitucionalismo:
la revolución norteamericana y francesa, en
el siglo XVIII; y de los países iberoamericanos, en el siglo
XIX (4). Se establecieron así los que serán considerados
los principios básicos del Estado liberal democrático o
Estado de derecho (5).
Los derechos humanos se internacionalizan en el siglo XX gracias a las grandes guerras, mediante tratados, pactos, convenciones, declaraciones, creación de organismos y tribunales supranacionales, etc., cuyo paradigma es la Declaración Universal de los Derechos Humanos signada en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1948 (6). Sin embargo esa unidad entre derecho natural y derecho positivo no se ha restablecido.
Una de las causas por las cuales tal divorcio persiste puede estar en la dificultad de volver a considerar lo natural como lo más normal: desde el siglo XVI lo natural fue sustituido por lo mecánico (el concepto de naturaleza se cambió por el de mecanismo) (7). Ahora ni siquiera el sentido común contribuye para establecer ciertas diferencias: antes lo natural era considerado como lo bueno y lo antinatural como lo contrario, en relación con lo que distingue una acción humana de una inhumana: no torturar, no engañar, no romper las promesas siempre se consideró como lo más natural, como lo humano.
Pero no solo lo natural se pone en tela de juicio: conceptos como principio y finalidad también lo están y, en el ámbito práctico, deberían permanecer unidos puesto que el obrar humano tiene razón de fi n y el hombre es una clase peculiar de principio (8).
La importancia de restablecer esa unidad de orden en la vida y en el derecho estriba en la posibilidad real corregir el sentido del hombre actual y su cultura para orientarlo a un puerto que sea el adecuado a su peculiar constitución y posición en el mundo. Un elemento determinante para restablecer ese sentido puede ser la ley natural.
Al menos cinco conceptos (9) pueden servir para clarificar la necesidad de la ley natural en la construcción de ese camino o itinerario seguro al que se hacía referencia en párrafos anteriores.
La ley natural es principio intrínseco y extrínseco de
acción. En su calidad de ley es principio extrínseco de
la acción humana —y principio imperativo— (10) pero
a la vez, por su carácter racional y principalmente por su
relación con la libertad humana, es principio intrínseco
de ella; es principio intelectual y constitutivo del obrar
ético, es decir, de la acción racional y libre.
La Ley natural es ley de la razón. Aunque no sea innata porque se forma sobre la base de la noción de bien que la experiencia ayuda a confi gurar, la natural es ley de la razón, y de la razón práctica, en la medida que es capaz de captar la referencia al bien que se encuentra desde las mismas inclinaciones naturales, cuando éstas expresan los fi nes a los que ellas apuntan.
Universalidad de la ley natural. Los preceptos de la ley natural son aplicables a todos y cada uno de los miembros de la especie humana pues se apoya en lo que es más propio de ellos, su esencia. Esa aplicabilidad demanda una responsabilidad también universal: nadie puede desentenderse de unos preceptos que, proviniendo de su interior, le orientan hacia los verdaderos bienes.
Historicidad de la ley natural. La ley natural, por su carácter indeterminado, reclama una determinación positiva que la inserta dentro del tiempo y la historia. Pero no es que se identifi que con las leyes positivas sino que funciona dentro de ellas en su calidad de correctora de las mismas.
La ley natural como concepto filosófi co. La relevancia del concepto de ley natural deriva de su profunda raigambre filosófica, de su propuesta de hacer justicia a la verdad del hombre. En este sentido, la ley natural “es una regulación de la razón práctica del hombre que establece los criterios permanentes para guiar las tendencias y acciones humanas y para trazar la diferencia entre ‘bien’ y ‘mal’ en ellas” (11).
Los escritos que se ofrecen en el presente número de Persona y Bioética buscan mostrar, en diferentes ámbitos y aplicaciones, la importancia de contar con esa coherencia entre orden natural y orden jurídico, que permita rebasar los estrechos marcos de las tendencias ciegas, de los condicionamientos determinados por la afectividad desordenada, de los convencionalismos sociales ajenos al bien común, de las políticas internacionales que dejan de lado los verdaderos bienes de las personas; en suma, de la aplicación obtusa de la ley del más fuerte.
El artículo “Bioética e infancia: compromiso ético con el futuro”, denuncia las situaciones que, en el mundo actual, afectan a los niños y a través de ellos, a las generaciones por venir y al planeta que dejaremos en herencia; pero además plantea, como un deber bioético fundamental, la atención de la infancia y las características que ella engloba, desde la perspectiva de los derechos del niño.
Para que ese futuro sea promisorio es clave la “Formación en ética y profesionalismo para las nuevas generaciones”. En este escrito se mues tra la importancia de un aspecto solo en apariencia pequeño: los profesionales de la salud han de aprender a anteponer a su propio interés el interés de los demás. Y se hace una refl exión sobre las virtudes, los valores y los principios que los maestros han de saber transmitir a los discípulos para propiciar en ellos la transformación personal que combine, de manera balanceada, capacidad técnica y profesionalismo, que desembocarán en una necesaria humanización de las ciencias de la salud.
En una línea análoga pueden catalogarse los contenidos del artículo “Consentimiento informado y aborto en España”, tema de gran actualidad ahora que el gobierno español ha puesto en vigencia una nueva ley de aborto y la imposición de una educación que intenta justificar esa y otras conductas ajenas a la práctica médica (12).
Tanto en el proceso de formación de los nuevos profesionales de la salud como en el ejercicio de la objeción de conciencia, y en general en cualquier acto humano, son imprescindibles las competencias comunicativas. Esta realidad es tratada a partir de una de sus aplicaciones en el artículo “El proceso comunicativo en la relación médico-paciente terminal”. Cuando faltan o son débiles esas competencias comunicativas se producen efectos no deseados.
En el escrito “Dependencia y maltrato en el paciente
anciano con demencia” se encuentra un ejemplo patente
de esa falencia. A través de un interesante estudio
efectuado en México se puede inferir —entre otras
cosas— que la relación entre el maltrato y el no respeto
por las preferencias en personas ancianas aquejadas de
demencia leve a moderada puede estar relacionada con
la incapacidad para establecer y mantener una comunicación
fructífera con ellas.
No sobra volver a poner de presente que muchos errores prácticos deben su existencia a planteamientos teóricos poco afortunados, cuando no claramente desenfocados. Un ejemplo de lo anterior se puede encontrar en el estudio “Emmanuel Mounier y el existencialismo ateo: debate entorno a la intersubjetividad y la muerte”.
Pero también en la práctica clínica son claves esos
elementos teóricos para ayudar a que ella discurra por
cauces acordes con la realidad tanto de quien actúa en
el campo de la salud como de quien recibe esa acción.
El artículo “Elementos para valorar los métodos de
fertilización asistida” plantea las inquietudes que surgen
de la aplicación de unas técnicas cuyo procedimiento
y resultados dejan de lado la dignidad de las personas
involucradas en ellas.
Para reconciliar la ciencia con su destino primigenio de servir al hombre, es necesario “Reencantar la vida”; este título sirve de abrebocas a un bello escrito que plantea una senda para la docencia en las ciencias de la salud, formulada en dos sencillas estrategias perfectamente aplicables; porque es necesario defender la docencia“universitaria” frente a su tecnificación.
Solo en la medida en que seamos capaces de lograr revertir la tendencia a investigar sin preguntarse por los principios, por el sentido y la fi nalidad de las cosas, en esa medida la tecnología, y la biotecnología, pasarán a ocupar un papel verdadero al servicio de la persona humana. Y quien investiga volverá a tener la capacidad de asombro que encanta la vida y todas sus realidades.
Finalmente, la sección Bioética Práctica trae un relato que lleva por título “No lo hagas: yo ya pasé por eso”, sobre la cruda realidad de un aborto secundario a acceso carnal violento. Esta narración fue tomada por la doctora Lucía Catalina Trujillo Escobar a una de sus pacientes —con su respectiva autorización—, durante la tarea de manejar el síndrome posaborto, y fue amablemente cedida para la revista Persona y Bioética.
Gilberto A. Gamboa-Bernal
gilberto.gamboa@unisabana.edu.co
Referencias 1. Albendea-Pabón J. Manual de ideas políticas. Su historia y desarrollo. Bogotá: Ed. Jurídica Gustavo Ibáñez; 1999. p. 20. 2. Aristóteles. Ética a Nicómaco. V, 1134 b 20 ss. Madrid: Gredos; 1998. 3. Beuchot M. Filosofía y Derechos Humanos. México: Siglo XXI; 2001. p. 61 y ss. 4. Gentile JH. Los Derechos Humanos hoy. Rev. Jurídica 2003; (7): 126-133. 5. Reale G, Antiseri D. Historia del pensamiento fi losófi co y científico. Tomo II. Barcelona: Herder; 2004. p. 572. 6. Declaración Universal de los Derechos Humanos. Disponible en http://www.un.org/es/documents/udhr/ [Fecha de consulta: 22 de marzo de 2010]. 7. Spaemann R. La visión universalista de la ley natural. Disponible en http://www.aebioetica.org/rtf/universalista.pdf [Fecha de consulta: 21 de mayo de 2010]. 8. Aristóteles. Ética a Nicómaco. VI, 2. Madrid: Gredos; 1998. 9. González AM. Claves de Ley natural. Madrid: Rialp; 2006. 10. Millán-Puelles A. Ética y realismo. Madrid: Rialp; 1996. 11. Rhonheimer M. La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica. Madrid: Rialp; 2000. 12. Abortar en el primer trimestre no requiere desde hoy ninguna justifi cación. Disponible en http://www.elmundo.es/elmundo/2010/07/05/espana/1278308458.html [Fecha de consulta: 5 de mayo de 2010]. |